Primera edición, julio de 2012
Director de la colección: Alejandro Zenker
Coordinadora editorial: Fatna Lazcano
Gestor de proyectos editoriales: Rasheny Lazcano
Cuidado editorial: Elizabeth González
Coordinadora de producción: Beatriz Hernández
Formación digital: Itzbe Rodríguez Ciurana
Viñeta: Rafael Barbabosa Argüelles
© 2012, Solar, Servicios Editoriales, S.A. de C.V. Calle 2 número 21, San Pedro de los Pinos. 03800 México, D.F. Teléfonos y fax (conmutador):+52 (55) 55 15 16 57
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ISBN: 978-607-7640-79-0
y he de seguir tras un anciano ciegoel camino de nadie conocido.
RAINER MARIA RILKE
Índice
Ríomar
María Laura
Cementerio
Rosita y María Laura
El estadio
El cerro
Vuelta a la infancia
Las peleas de Leandro
La resistencia
Fuera de Ríomar
Sueños
Ríomar
Los zapatos de aquel hombre se encontraron de pronto diseñando transparentes líneas y espacios borrosos en la muestra de polvo y pedruscos expulsada por la calle de mezclados terregales. Llevaban ya tres o cuatro o cinco años terrestres transportando un par de pies de dolido encallecimiento y de latigueantes golpes de una sangre que confundía sus caminos. De pronto, dijimos, y cuántos de pronto hay cada día, pues el presunto dueño de aquellas vestiduras de negro cuero —chamarra, gorra— saltó costosamente de la parte trasera del carretón que lo introdujera en los primeros andurriales de la menguada ciudad de nunca olvidado nombre: Ríomar.
“Así que vuelvo por tierra cuando me fui por tierra, agua y aire” tal vez pensó la andante figura, aunque viento y sustancias líquidas y terrestres son una simple combinación del mundo visible e invisible, nada más.
“Nunca supe en verdad si el aire tiene color en estas poblaciones pegadas a la costa de dudosa espuma dulce y amarga” debió seguir con sus cogitaciones.
Se entreparó para observar, metiendo sus ojos en el polvo, la retirada del carretón, y ver la mano saludadora de su conductor, un ínfimo mercader arábigo —llamado Aziz Hussein por decisión de Alá— que recorría las regiones aledañas ejerciendo su negocio de compraventa de todo objeto imaginable. Percibió también el meneo rítmico de las orejas del resignado equino que había sido, en verdad verdadera, el responsable último de su traslado hasta aquel cruce de la vía polvosa con el inicial asomo de una magra avenida asfaltada.
“Ésa no estaba así, tampoco las casas y la gasolinera, en la merita esquina de ambas dos… ¿y ese quiosco?” un agregado lógico de su pensar habrá sido.
Anotamos esto con toda discreción, pues no resulta cómodo relatar lo que otro no quiere decir. Pero no es bueno, aunque inevitable en este caso, operar con tan débiles suposiciones. Si no, ¿cómo continuar este azaroso discurso? Habría sencillamente que borrarlo o posponerlo, ¿es que alguien tiene tal poder de borrar y postergar? ¿Quién es el propietario de cualquier destino? Confiemos en que el recién regresado a los andurriales de Ríomar asuma iniciativas más rigurosas, que asimile las sorpresas iniciales y colabore en esta balbuceante crónica, en la que hubo y habrá sucesos y palabras, porque los hubo asimismo en esa dimensión de lo desconocido llamada realidad y ha afirmado que todo inicio es como la mitad del sendero porrecorrer, por lo que, al ser medido ese comienzo, hay sitio para que nazca la esperanza o la ilusión de que se arribará a algún punto en la doble prisión del espacio-tiempo. Estas reflexiones tal vez provengan de las trabajadas neuronas del hombre que no se apartaba del centro de la calle, lo que antes se llamaba arroyo, o sea cauce recolector de aguas usadas y basuras de lo terrestre humano. Pero sugerimos que sería más redituable para estas narraciones simplemente permitir que el presunto personaje, zapatos empolvados y pies dolientes, se decida por la raíz de un rumbo cualquiera.
Acción, pues: tinta, silencio y sonido.
El hombre rechazó la mezclada polvareda del arroyo, ascendió por una banqueta imaginaria y, en la esquina inmediata, contempló la puerta de dos hojas, una muy despintada y la otra en tránsito de restauración pictórica: unos terribles amarillos y azules que, de seguro, habrían de lastimar las retinas múltiples del mosquerío.
“A entrar, pues, que el polvo no es agua ni cerveza” se murmuró el hombre.
Ya acomodado a una mesa de madera en bruto, cepillada al desgaire y con una sola silla como hija solitaria, clavó el codo izquierdo en la tabla desprolija, luego extrajo de algún bolsillo interior de su chamarra de destratada piel un sobre de plástico oscuro, para tomar de él lo que parecía —según el mesero único del ‘Bar La Redota’, cartel sobre la puerta dixit— un documento de identidad o credencial de elector. Sí, el mesero declararía, meses después, que era “un documento de acreditar identidad, sin duda”.
El hombre leyó, despejados los ojos de un polvillo luminoso, lo que ahora sigue y que aun de lejos podemos descifrar:
“Ríomar, a fec.as 15 de fe.rero .e 19.., se entre.a e.te do.umento a Leandro Paulo V.ga en lo A.to, nac.onal.dad Esteña, orig.nari.de e.ta villa, según Part.da Nú.ero 260330, fo.io 290448, cuya fir.aluce al calce, junt. con huel.a dig.ital pul.ar derecho. Foto e. áng.lo sup.rior d-erecho.”
El hombre Leandro pareció suspirar, regresó el documento al bolsillo y, en momentos en que el mesero se acercaba, se le oyó bajamente decir: “Así que éste era yo… ¿o soy yo?”
El primer trago fue desarticulado en varios buches, en un acto de beber sin prisa lo que se ha obtenido lentamente. Tal vez recordó el bebedor la subida a la carreta comercial de Aziz Hussein, en un camino mal trazado por patas vacunas, lluvias insólitas y soles de grosera energía.
“Lejos de todo y sin estar cerca de uno mismo” es posible que fuera su reflexión, ya trepado en el vehículo adonde se le ofreciera fugaz asilo.
“Buena onda el turco ese, o libanés o sirio o palestino, o a saber qué… Me invitó a subir sin conocerme, sin preguntar un pito de nada. ¡Qué pinta el tipo! Medio flaquerón, túnica de algodones negros hasta media pierna, cara alargándose debajo del kefiá verde y blanco, ojos apretados, nariz recta y no ganchuda, aretes de posible oro, anillos de discreto engarce, faja de piel de conejo sujetadora de un cuchillo curvo… y con un manejo de su caballo como si el bicho tirara de una carroza de cristal…” hubo una íntima memorización necesaria para su ánimo.
Las horas tienen el hábito de navegar por el tiempo que está del otro lado del sitio que ocupamos, pero las cosas no dejan de ser lo que son: mesa, tres botellas vaciadas, vaso de espumas agonizantes, mosca atrapada en el fondo de aquella cápsula de vidrio vulgar, hombre sentado en silla soledosa. Y al costado de la barra, a la derecha, como si alguien mirara hacia la puerta de horribles amarillos, el mesero, a quien nombraremos Isidoro, ya que él nunca nos dirá su apelativo ni a medias ni completo: sólo al cabo de unos meses o semanas, junto con otros datos, lo confirmará ante la autoridad principal. Por tal recia razón, jamás nos enteraremos de su bautizada corporeidad en estos mundos verbales.
“Una ginebra también, por favor…” escuchó Isidoro y pudo así descosificarse por puro reflejo pavloviano no más.
El agudo vaso de licor y la cuarta botella maderizaron —sería impropio escribir aterrizaron, ¿no?— con cierto golpeteo, coincidiendo con el círculo de finas aguas en el que, a partir de la primera, las otras tres garrafas ubicaron sus culos. Enseguida la botella, alzada con fe de bebedor consciente, tejió una curva en la atmósfera casi opacada del ‘Bar La Redota’. Su boca estrecha arrojó en las fauces redondas del vaso mayor medidos chorros de esplendentes burbujas.
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