Mallory se sintió aturdida y algo intimidada. Pero se había comprometido con un cambio de imagen y no iba a dejar que la dominara la cobardía.
– Soy afortunada -manifestó-. Estaré allí… -miró el reloj. La tarde había volado-. Estaré allí a las siete.
No estaba lejos. Con diez minutos tendría suficiente. Salió de Bloomingdale's, pero en la calle se detuvo, dio media vuelta y regresó a toda velocidad a la sección masculina. Unos minutos más tarde, había pagado ciento sesenta y cinco dólares por una camisa de rayas azules y blancas de un tamaño muy grande.
También había agotado siete de sus diez minutos. «La puntualidad es clave para el éxito en la vida. Llegad cuando digáis que vais a llegar, y daos un margen para un posible atasco en el tráfico, algo que no podéis controlar…»
– Madre -musitó mientras metía la tarjeta de crédito en el bolso-. Ya te lo he dicho. Déjame en paz.
Aunque sabía que la Calle Sesenta y Siete con la Quinta sería una zona de casas bonitas, no estaba preparada para una mansión. Típica residencia de Manhattan, era pequeña para los tamaños habituales de las mansiones. Se arrebujó en su abrigo de cachemira negro y subió hasta las enormes puertas dobles.
No había buzones ni timbres, ninguna lista de médicos, dentistas o psicólogos que hubieran convertido esa otrora orgullosa residencia familiar en su consulta profesional. Parecía no haber más alternativa que recurrir a un llamador de latón con forma fálica que se golpeaba sobre dos bolas metálicas. Comenzaba a cuestionarse la sabiduría del paso dado cuando la puerta se abrió y la gloriosa figura de un hombre dijo:
– ¿Le gusta el llamador? Yo mismo lo elegí -sin esperar una respuesta, añadió-: Pase. La señorita Ewing la recibirá de inmediato.
– Pero yo…
– Me encargaré de su abrigo.
– Gracias. Yo…
– Sígame, por favor.
Rindiéndose, lo siguió a través de un recibidor enorme, a través de un suelo de mármol, iluminado por una resplandeciente araña de cristal, más allá de una escalera amplia y algunos muebles que daban la impresión de que deberían exhibir carteles de No Se Toca . Richard abrió las dos mitades de una alta puerta francesa.
– La señorita Trent desea verla -anunció antes de guiar a Mallory delante de él.
– Hola, encanto -dijo una voz-. Pasa y siéntate.
Un vistazo a la mujer que había detrás del escritorio y supo que se hallaba en el lugar equivocado. Giró con la intención de huir, pero Richard le bloqueó el paso. Giró otra vez.
– ¿Sabe? -comenzó con voz trémula-, quizá no sea lo más apropiado por mi parte dar este cambio en un punto extremadamente ocupado de mi vida.
– Au contraire -afirmó la señorita Ewing, arrastrando las palabras-. A mí me parece que ha llegado aquí justo a tiempo.
Arrastrando los pies, Mallory se dirigió al sillón que había frente al escritorio. Era un sillón normal, y se sintió mejor al sentarse. Por otro lado, la mesa era un alarmante conjunto de ramas y cuernos, coronada por una plancha de piedra que daba la impresión de que debería haber aplastado el escritorio en el momento de su instalación.
La señorita Ewing era una mujer diminuta con una enorme cabeza de pelo rubio engominado y lacado. Mitad mujer, mitad cabello. Su rostro era delgado y de facciones marcadas. Los ojos, enormes y azules, la sorprendieron con su destello de inteligencia. Y la boca, un corte estrecho de color rosado sobre un rostro bronceado y curtido, se alzaba en las esquinas. Podía rondar los cincuenta años o los noventa. Costaba decidirlo.
«Es una casa de prostitución y acabo de conocer a mi primera madame».
Como si las piernas tuvieran muelles, Mallory se tensó, preparada para la acción. Pero primero debía distraer a la mujer de la que era su primera intención: huir.
– Qué mesa tan interesante, señorita Ewing -dijo, adelantando el torso.
– Maybelle, encanto, sólo llámame Maybelle, y por el amor del cielo, relájate. Tienes el aspecto de alguien a punto de huir.
Sorprendida como una ladrona de tiendas con un rimel escondido en la manga, trató de parecer menos obvia. Sin dejar de mirar a Maybelle, tuvo que reconocer que la sencilla chaqueta negra de la mujer parecía cara. Lo único que podía ver de la blusa que llevaba debajo, era el escote de algo con un motivo de piel de serpiente. Eso no tenía nada alarmante.
– ¿Quieres un poco de café?
– ¿Tiene descafeinado?
La mujer suspiró.
– Otra de esas. Estos jóvenes -comentó, luego chilló-. ¡Dickie! -luego continuó con su tono nasal normal-. Eres capaz de quedarte despierta toda la noche, pero te asusta la cafeína.
Richard reapareció.
– ¿Ha llamado? -preguntó con elocuencia.
– Tengo otra bebedora de descafeinados. Prepáranos una cafetera, ¿quieres, cariño?
– Ya está haciéndose -respondió Richard, o Dickie-. Maybelle, te dije que no iba a querer tu brebaje cargado.
Maybelle lo miró con expresión descontenta mientras desaparecía, silencioso como un gato.
– Ya nadie quiere café de verdad -comentó.
Mallory comenzó a preocuparse otra vez. Sus buenos modales le indicaban que debía quedarse el tiempo suficiente para la taza de café que acababa de pedir, pero no más tiempo, y había un par de cosas que debía aclarar antes de revelar algo de sí misma a esa supuesta creadora de imagen, que parecía como si ella misma necesitara un cambio.
– ¿Cuánto cobra por sus servicios?
– Todavía no es necesario que hablemos de eso -indicó Maybelle con un movimiento de una mano llena de diamantes.
Mallory oyó un carraspeo, y luego apareció Richard, que se situó detrás de Maybelle como si fuera un guardaespaldas.
– La señorita Ewing cobra cien dólares la hora y prefiere ver a las clientas nuevas a diario durante la primera semana, espaciando las citas en las semanas subsiguientes -entonó como si fuera una grabación-. La verá cada noche a las siete y a las cuatro los fines de semana hasta nuevo aviso. Una clienta típica, puede esperar una factura de unos dos mil dólares. ¿Leche y azúcar? -añadió, rodeando la mesa con la bandeja de plata que había estado sosteniendo mientras proporcionaba la información.
– Solo, gracias.
Maybelle sonrió.
– Vaya, aún queda algo de esperanza para ti.
Mallory frunció el ceño. Había una cosa más que tenía que saber.
– ¿Qué clase de preparación posee para este negocio? -preguntó, esforzándose por decirlo con amabilidad, como si sólo le interesaran los antecedentes de Maybelle.
– ¿Preparación? -rió Maybelle con estridencia-. No hace falta que te preocupes por eso, cariño. Me preparé en un montón de cosas. Mira los diplomas -con el pulgar señaló por encima del hombro mientras Richard abandonaba la habitación.
Mallory tomó el asa de una exquisita taza de porcelana como si fuera la única pieza a la vista después de un naufragio, y dirigió la mirada hacia la pared detrás de Maybelle. Estaba llena de diplomas enmarcados en dorado.
Entrecerró los ojos. Los diplomas se podían falsificar con facilidad. Tenía la poderosa impresión de que la mujer que había detrás del escritorio no titubearía en comprar diplomas a granel.
– Además -decía Maybelle-, mírame -se puso de pie.
Ese era el problema. Mallory la estaba mirando. La mujer no debía medir más de metro cincuenta, y debajo de la elegante chaqueta negra vio unos vaqueros claros y un par de botas con tacón de color negro, con flores amarillas y púrpura.
Mallory parpadeó, vaciló, dejó el plato en el borde de la mesa y se incorporó, sin dejar de sostener la taza por su delicada asa. Con cuidado rodeó la mesa para unirse a Maybelle junto a la pared.
Читать дальше