Mientras firmaba la tarjeta navideña para Macon, Carter se marchó con su bolsa llena de calcetines. Se preguntó por qué la madre de él no le había enseñado unas pocas cosas básicas sobre cómo hacer las maletas para los viajes. Quizá tuviera una madre que sabía otras cosas, como qué aria pertenecía a qué ópera.
En algún momento antes de la navidad, le pasaría su ejemplar del libro de su madre. Pero no pudo imaginarlo leyéndolo. No pudo imaginarlo saliendo con una mujer que leía los libros de su madre.
Sintió que el estado de ánimo se le tornaba sombrío como el cielo de la tarde. Cuando se reunió con Carter ante un expositor de camisas espantosamente caras, su vivacidad la deprimió.
– Dios mío, ¿puedes creer lo que la gente llega a pagar por estas cosas? Yo una vez lo hice. Tenía veinticinco años antes de averiguar que podías encargar una camisa en Land's End por cuarenta dólares que era exactamente igual que ésta -señaló una camisa de rayas azules y blancas con cuello y puños blancos-. ¿Hemos terminado aquí?
– Sí -respondió, preguntándose si sabía que las rayas de la camisa hacían juego con el color de sus ojos. Le quedaría fantástica.
– ¿Qué te parece si vamos a ver a Santa Claus? -sugirió Carter-. A mí me gustan las navidades. ¿Y a ti?
– Por supuesto.
Cuando llegaron donde estaba Santa Claus, Carter la animó a acercarse y a sentarse en su regazo.
– ¿Qué quieres para Navidad? -le preguntó Santa Claus.
Y de pronto supo lo que quería para Navidad. Lo supo con una seguridad que no dejaba lugar a dudas. Haría que Carter la viera como una mujer, una mujer femenina, deseable e irresistible, o moriría en el intento.
– Lo quiero a él -susurró al oído de Santa Claus-. Quiero a Carter de regalo. Y necesito una nueva imagen más sexy.
– Sé exactamente dónde enviarte -sacó una tarjeta de su bolsillo y se la dio-. Llama a este número de teléfono. Feliz Navidad.
De regreso al hotel, Carter se mostró inusualmente silencioso. Aunque Mallory tampoco habría podido oírlo si hubiera estado hablando. Al salir de Bloomingdale's se encontraron con las calles atestadas de coches y las aceras llenas de gente de compras.
Con ojos entrecerrados, captó las miradas que las mujeres le lanzaban a Carter a medida que éste se abría paso sin esfuerzo entre la multitud, mientras los copos de nieve moteaban su gabardina azul marino y su pelo negro; Mallory tenía que esforzarse para seguir su ritmo.
De vez en cuando echaba un vistazo en su propia bolsa con el jersey para Macon. Anaranjado. Rayas azules. Experimentó un escalofrío. ¿Qué iba a hacer con un…?
«Guardad los recibos al menos tres meses. Nunca se sabe cuándo vais a tener que devolver un regalo inapropiado o un artículo defectuoso, o exigir que un trabajo que no se ha hecho bien se complete con competencia».
Otra vez Ellen Trent. Una de las principales reglas para una vida bien dirigida. En ese momento, la invadió la preocupación de haber olvidado el recibo.
Con disimulo, comenzó a tantear en la bolsa. Cuando Carter lanzó una mirada en su dirección, suspendió la búsqueda, para reanudarla cuando dejó de mirar. No quería que supiera que la obsesionaba un recibo ni que descubriera que había estado lo bastante nerviosa como para comprar un jersey que ya pensaba en devolver.
Al final metió la mano hasta el fondo de la bolsa, donde las puntas de los dedos enguantados atraparon el extremo de un papel.
El recibo. Lo miró, se quedó boquiabierta y se detuvo en seco en la esquina de la Cincuenta y Nueve. La multitud se abrió como el Mar Rojo y le lanzó miradas desagradables al rodearla. Carter, que había estado a punto de girar la esquina, se separó de la manada y se abrió paso de vuelta hasta ella.
– ¿Qué ha pasado? ¿Adónde vas? -preguntó mientras ella giraba en redondo.
– De vuelta a Bloomingdale's -respondió.
La observó un momento.
– Te atraen los Santa Claus, ¿verdad?
Los copos de nieve remolinearon en el aire y se posaron en sus pestañas; parpadeó con fuerza para quitárselos. Al ver que él tenía la vista clavada en ella, repitió el movimiento, en esa ocasión con gesto deliberado.
– Es posible.
Lo vio apretar la mandíbula.
– Te veré en el hotel.
– Puede que hayas salido con Athena cuando vuelva, así…
– ¿Quién? Oh, Athena.
– Así que deberíamos decidir ahora una hora para quedar por la mañana.
– Tenemos que estar en el despacho de Phoebe Angell a las nueve. ¿Qué te parece si vamos a desayunar a las siete y media?
– Estaré lista. ¿Habrás llegado al hotel por ese entonces? -preguntó.
La miró otra vez unos momentos antes de decir:
– Es posible -con un ligero gesto de la mano, se despidió de ella para unirse al rebaño que avanzaba hacia el este, en dirección al St. Regis en la Quinta Avenida.
Lo observó irse, alto entre la multitud, con paso seguro. No le extrañó que hubiera pagado cuatrocientos veinticinco dólares más impuestos por el jersey más feo del universo. La proximidad con Carter le dificultaba recordar cualquier cosa, incluso cómo gastar el dinero con inteligencia.
«Todo el mundo debería tener un presupuesto y ceñirse a él. Las preocupaciones financieras reducen la eficacia y…»
– Cállate, madre -musitó, y se dirigió entre la multitud a Bloomingdale's.
– Recupero mi fe en la humanidad -dijo el dependiente cuando devolvió el jersey. Lo recogió con dos dedos y con una expresión de disgusto en la cara lo guardó-. Buena decisión.
Al salir de la sección masculina, aminoró el paso. Realmente no quería volver a la suite. Escuchar a través de la puerta cerrada cómo Carter se preparaba para su cita con Athena sería deprimente. Fingir que ella se preparaba para una cita imaginaria sería aún más deprimente.
Despacio, sacó del bolsillo la tarjeta que le había dado Santa Claus. Ponía: M. Ewing. ImageMakers .
Frunció el ceño. Las palabras estaban grabadas sobre un papel grueso y caro. La dirección era en el Upper East Side, un distrito de viviendas y locales caros.
Mallory sabía lo que hacía un creador de imagen. ¿Era eso lo que necesitaba? ¿Alguien que la ayudara a mostrarle al mundo exterior que era una mujer… una mujer apasionada?
No importaba el mundo exterior. Tenía la mira puesta en una única persona. Había fijado su objetivo. Lo que necesitaba en ese momento era justo un creador de imagen que la cambiara de la noche a la mañana. Si M.Ewing resultaba ser un charlatán, ¿qué podía perder? ¿Unos pocos cientos de dólares? Que de todos modos había ahorrado al devolver el jersey. Sin pensárselo dos veces, se metió en un rincón entre artículos de Channel y marcó el número que aparecía en la tarjeta.
– ImageMakers -ronroneó una suave voz masculina-. Le habla Richard Gifford. ¿En qué puedo ayudarle?
La voz encajaba con la tarjeta.
– Me gustaría solicitar una cita -su tono se equiparó al de su interlocutor en ecuánime profesionalismo-. Es decir, si el señor o la señorita Ewing reciben a clientes por las noches, porque sólo estoy disponible en ese horario.
– La señorita Ewing recibe a los clientes cuando a estos les viene bien -reinó una pausa-. Su siguiente horario disponible para la noche es para el nueve de febrero. ¿Quiere que…?
Se preguntó por qué había dado por hecho que podría conseguir que la cambiaran en un abrir y cerrar de ojos.
– Lo siento -dijo-, pero estoy de paso aquí y…
– ¿Quién le ha dado nuestro teléfono? -el interés del hombre pareció acrecentarse.
– Santa Claus.
– Bien. La señorita Ewing ha tenido una cancelación repentina. Puede recibirla esta noche. De hecho, ahora mismo. ¿Cuándo la esperamos?
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