Barbara Daly - Navidad Mágica

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Quizá perder el control no fuera muy sensato, pero… ¿cuándo ha sido divertido ser sensata?
La abogada de Chicago Mallory Trent siempre había seguido las normas de su madre para ser práctica. Pero así no iba a conseguir atraer a Carter Compton, el guapísimo fiscal que desearía tener como regalo de Navidad.
Entonces los enviaron a Manhattan para trabajar en un caso. Mientras él hablaba de trabajo ella fantaseaba con él. Así que decidió llamar a una agencia en la que le prometieron darle un nuevo yo.
Con aquel traje rojo y su nueva actitud, Mallory acorraló al sorprendido abogado bajo el muérdago…

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Le sonrió.

Un instante volaba en línea horizontal por encima de las nubes, y al siguiente se veía transportada por su sonrisa hacia el espacio exterior. Esa sonrisa decía «mujer», no «abogada». Una extraña sensación se inició en la región de su abdomen… bueno, en realidad más abajo, y desde allí zumbó en todas las direcciones. Sentía el cuerpo caliente, húmedo y hormigueante mientras la boca se le resecaba.

También se le había quedado abierta. La cerró y luego volvió a abrirla.

– Lo que sugería era un poco de ironía en el proceso -manifestó. La voz le sonó alta a sus propios oídos, sin duda debido a la falta de oxígeno-. Como «¿Qué hay de malo en tener el pelo y las uñas de color verde guisante? Los adolescentes pagan mucho dinero por teñirse el pelo de verde».

La sonrisa de él se amplió. Aunque menos sugerente, incrementó el efecto que surtía en ella.

– Es una línea de defensa original -dijo Carter. Su voz parecía haberse tornado más profunda y suave. Sonó como el ronroneo de un motor Rolls-Royce-. Yo diría «Señora, el pelo verde le quita treinta años de encima».

– Entonces le dedicas esa sonrisa cautivadora y ganamos el caso.

Se sintió consternada al ver que la sonrisa desaparecía y que apretaba los labios. Durante un momento, había creído que al fin había provocado en él una reacción hombre-mujer; pero, de algún modo, la había apagado con la misma celeridad con que se podía apagar una batidora. Se preguntó qué diablos habría dicho.

Ahí estaba, la primera pista de que le habían asignado ese caso por sus habilidades personales, no profesionales. «No, maldita sea, no pienso hacerlo de esa manera. Presentaré un argumento irrefutable y ganaremos el caso. Mejor aún, aplastaré los testimonios de los demandantes y suplicarán llegar a un acuerdo en vez de ir a juicio».

Carter no podía imaginar por qué permitía que lo afectara de esa manera. Había sido el cuarto de su clase. Rendell & Renfro era una firma prestigiosa. Ya lo habían hecho socio, el más joven que habían tenido. No necesitaba una «sonrisa cautivadora» para realizar una buena defensa de Sensuous. ¿Por qué no podía reconocerlo Mallory?

La miró teclear en su ordenador portátil y se hizo un juramento. Podía tener sexo con un montón de mujeres. Lo que quería de esa mujer era su respeto, y lo conseguiría mientras trabajaban juntos en ese caso, costara lo que costara.

– Si tú te ocupas del taxi y del botones, yo nos registraré -le dijo Carter cuando pararon delante del hotel St. Regis. El vuelo había sido interminable. Cuanto antes Mallory y él estuvieran en habitaciones separadas, mejor. Entró en el vestíbulo imponente del hotel y se dirigió a la recepción-. Compton y Trent -le dijo a la mujer vestida con un traje azul marino que lo saludó.

– Sí, señor Compton -dijo después de haber tecleado las suficientes veces como para haber escrito un cuento corto-. Tenemos una suite estupenda para usted.

Lo miró como lo hacían todas las mujeres… con expresión especulativa.

Carter respondió con una tarjeta de crédito.

– ¿Y para la señorita Trent?

Los dedos de la mujer avanzaron con lentitud. La seguridad que había exhibido hasta ese momento pareció flaquear.

– Usted y ella van a compartir la suite -repuso al final-. La persona que realizó la reserva dijo…

Demasiado tarde, Carter recordó lo que le había dicho a Brenda. «Es Mallory. Haz lo que te suene más apropiado«.

Lamentando profundamente su metedura de pata, se inclinó sobre la recepción.

– He cambiado de parecer -siseó, mirando atrás y viendo que Mallory se aproximaba-. Déle la suite a ella y encuentre otra habitación para mí.

– Oh. ¿Se han peleado en el avión? -a la recepcionista se le iluminó la cara.

El apretó los labios.

– No. Somos compañeros de trabajo. Creo que lo mejor es que tengamos cierta intimidad después de trabajar juntos todo el día.

Sus palabras se vieron seguidas por un torbellino en el teclado.

– Lo siento, señor Compton -anunció la mujer al final-, pero esta semana estamos llenos. Es la convención, ¿sabe? Hay cientos de delegados en la ciudad.

– ¿Qué convención? -ladró Carter. Le robaría una habitación a un miembro demasiado borracho como para notarlo.

– De la Asociación Nacional del Rifle -alzó la vista del teclado.

– Oh.

Mallory apareció junto a él.

– ¿Necesito firmar por mi habitación? -preguntó.

– Mi secretaria nos reservó una suite -indicó Carter-. Cuartos y baños separados con un salón que podemos emplear como oficina. ¿Te parece bien?

Se puso pálida y él supo que no le parecía bien. Se puso rígido y esperó que lo hiciera salir por la puerta de la entrada.

En absoluto le parecía bien. Pero no por las causas que probablemente él se imaginaba. Ella había considerado que ya había pasado lo peor, que en un breve tiempo estaría en su habitación personal, con el ordenador portátil encendido y sin ninguna necesidad terrenal de torturarse con la visión de Carter hasta el día siguiente. Se saltaría el almuerzo, dedicaría la tarde al trabajo, se daría una ducha larga y fría, pediría que le subieran la cena a la habitación, se acurrucaría bajo la ligera bata de viaje y pasaría la velada en una espléndida soledad.

¿Y si él sugería que cenaran juntos? ¿Y si al sugerirlo le sonreía?

Las rodillas estuvieron a punto de cederle.

– ¿Te encuentras bien? -le preguntó Carter.

– Perfectamente -mintió. Lo único que necesitaba era tiempo a solas para prepararse para el día siguiente.

La cabeza le daba vueltas. Se estaba volviendo loca.

No podía enloquecer. Los Trent encaraban las situaciones; no se volvían locos. ¿Qué diablos le sucedía?

Contó hasta diez a toda velocidad.

– Estoy bien y la suite es perfecta -musitó-. Será conveniente para trabajar hasta tarde en el caso.

– Será como estar otra vez en la facultad de Derecho, estudiando juntos toda la noche -indicó Carter.

Lo que menos deseaba Mallory era que se pareciera a aquellas noches en que sólo existió el trabajo.

– Aquí tienen las llaves -dijo la recepcionista-. El botones subirá en seguida con sus maletas.

– Les mostraré la suite -anunció el botones-. Aquí tienen el termostato…

En ese momento Mallory salió de su habitación para colocar el ordenador portátil sobre la mesa del salón. Se había quitado la chaqueta y llevaba una blusa negra sin mangas metida en los pantalones del mismo color. Aunque los pantalones eran amplios, le sentaban de maravilla. Y tenía brazos realmente bonitos. Que tentaban a acariciarlos. Brazos por los que subir y bajar las manos.

Notó que también el botones miraba a Mallory, olvidada ya su perorata. Apartó la vista de ella y volvió a mirarlo a él.

Y aquí -graznó el joven-, tienen la cocina.

Su voz continuó con la exposición. De hecho, Carter estudió el lugar. Había esperado un salón en el centro y una habitación a cada lado… la típica suite. Pero ahí había pasillos, arcos y entradas ocultas.

Estaba decorada con motivos florales, terciopelo, alfombras orientales y candelabros de cristal. Era un hogar lejos del hogar… no tan grande como su casa, pero mucho más ordenada, sin sus cosas diseminadas por todo el lugar.

Iba a estar encerrado ahí durante muchas noches, con una mujer que acababa de descubrir que era mucho más bonita y sexy que lo que había recordado. La oleada de calor que inflamó su ingle lo sobresaltó. De Mallory anhelaba respeto, y desde luego no iba a obtenerlo como intentara seducirla.

– … hay servicio de habitaciones las veinticuatro horas del día -concluyó el botones-. Jamás tendrán que dejar la habitación si no lo desean.

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