Había sido un niño rico consentido que desconocía el significado de las reglas. Con todas las ventajas que podía ofrecer la vida a su favor, en vez de aprovecharlas, se había vuelto salvaje. En dos ocasiones había perdido el carné de conducir por superar el límite de velocidad, había destrozado tres coches deportivos y, sin poder imaginar cómo, sin herir nunca a nadie. Las únicas dos cosas con las que no había experimentado eran el robo y las drogas.
Las buenas notas habrían arruinado su fama en el instituto: Había jugado al fútbol, pero el entrenador era un diplomático acostumbrado a tratar con los padres ricos de los niños ricos consentidos, y mientras el equipo realizara una exhibición decente, tampoco él establecía demasiadas reglas.
De modo que había conseguido entrar en la Northwestern University en Evanston por jugar al fútbol. Allí el entrenador lo había obligado a dejar de fumar, beber y comer comida basura. Pero nadie había averiguado lo inteligente que era hasta que hizo el examen de acceso a la carrera de Derecho.
Bastó un simple vistazo a sus calificaciones para que la Facultad de Derecho de la Universidad de Chicago se lo llevara en un abrir y cerrar de ojos. Lo que no sabían era que él no sabía estudiar, y ahí era donde Mallory había cambiado su vida. No recordaba exactamente cómo había sucedido, sólo que la había llamado, había reconocido que daba tumbos y solicitado su ayuda. Y ella había sido su tutora extraoficial y gratuita. Y él nunca la había llevado siquiera a cenar. Le había dado miedo pedírselo.
¿Recordaría lo imbécil que él había sido? Frunció el ceño. Lo mejor que podía hacer era familiarizarse un poco más con los detalles, pensar en algunas preguntas inteligentes que hacerle a Mallory y, aún mejor, en un par de comentarios inteligentes. Resumiendo, lo mejor que podía hacer era desterrar esa vena nostálgica y centrarse en los malditos archivos.
El teléfono sonó justo en el momento en que Mallory terminaba de guardar la ropa discreta que durante años su madre había afirmado que ayudaría a una mujer en cualquier situación durante cualquier extensión de tiempo.
– ¿Mallory? Carter -anunció una voz de hombre.
Esa voz profunda y cálida fue como un golpe en el estómago.
– Hola, Carter -mantuvo la suya fría. Era un homenaje al impacto que habían tenido en ella los libros de su madre. Entonces supo que le iría bien en ese viaje.
– Te llamo con una pregunta -dijo él-. ¿Por qué verde guisante? ¿Por qué no simplemente verde?
Mallory parpadeó.
– Bueno… -estaba segura de que había una razón, pero el sonido de su voz, el hecho de que la hubiera llamado, invadía su yo por lo normal cuerdo. Resultaba enloquecedor-. Hay numerosas tonalidades de verde. Verde lima, verde bosque, verde musgo…
– ¿Te sentirías menos molesta si tu pelo estuviera verde lima en vez de verde guisante?
– Mmm. No, supongo que no.
– Entonces, el uso de «verde guisante», que tiene una connotación negativa, en lugar de sólo «verde que es más neutral, es un intento deliberado de parte de los demandantes de hacer que verde suene lo más desagradable posible -concluyó con tono triunfal.
– Pero acabo de decir que no importaría…
– Es algo en lo que vale la pena pensar. De acuerdo. Nos vemos mañana en la puerta de embarque.
– Muy bien, yo…
Pero él ya no seguía al teléfono. Era la primera vez que la llamaba desde la facultad de Derecho, y lo único de lo que había querido hablar era del impacto que tendría un verde guisante sobre un verde normal en un posible jurado.
Giró para mirarse en el espejo. Quizá no fuera preciosa, pero le desconcertaba que sus compañeros no la consideraran como mujer. En realidad, los compañeros no le importaban. Lo que contaba era saber por qué Carter no la veía como una mujer.
Tuvo que reconocer que no estaba demasiado sexy con los dientes apretados. Le dio la espalda al espejo y clavó la vista en la maleta. Aún disponía de espacio. ¿Qué podía llevar que fuera un poco más estimulante que negro, más negro y un toque de blanco?
Con dedos nerviosos, recorrió la austera colección de ropa que tenía en el armario, al tiempo que se preguntaba por qué se molestaba. Conocía lo que tenía. Más negro, más blanco, unas pocas prendas de color azul marino y la extraordinaria variedad de un traje gris y otro beige. Allí no se ocultaba ninguna sorpresa.
Era demasiado tarde para ir de compras, pero no para llamar a su amiga Carol, que vivía en el quinto piso. Carol también había regresado antes de St. John, pero por un motivo que sus amigas entendían: saquear las rebajas prenavideñas de Marshall Field. Tendría algo viejo que estuviera dispuesta a prestarle.
– Carol -comenzó-. Me voy a Nueva York.
– Mallory la viajera -dijo Carol-. No sabía que tuvieras esa predisposición.
Mallory apretó los dientes.
– Es por trabajo -explicó con sequedad-. Me preguntaba si podrías prestarme una chaqueta.
– Lo que quieras -afirmó Carol con vehemencia-. Si te pones otra cosa que no sea un traje y unos zapatos ortopédicos de tacón mediano, te doy acceso a todo mi armario. Todos mis armarios -corrigió-. ¿Qué clase de chaqueta tenías en mente?
– Algo que vaya bien con el negro -indicó, dándose cuenta de que no era la primera vez que una amiga comentaba algo sobre su tendencia a los trajes y los zapatos sosos. Pero sí era la primera vez que le había molestado.
Por su mente pasó un pensamiento peligroso. Se vio con un top de escote bajo y color escarlata, con los dedos de Carter acercándose a la unión de sus pechos para luego introducirse por debajo de la tela…
– Pensaba en algo… rojo -tartamudeó. Había vuelto a desviarse. Cada vez resultaba más fácil. No seleccionaba el correo, luego bebía vino, y en ese momento quería algo rojo.
– Oooh -dijo Carol-. Tengo una chaqueta roja que te quedará estupenda. Te la subiré y la dejaré en tu puerta. Sé que estás ocupada haciendo las maletas.
Mallory ya empezaba a arrepentirse, pero una chaqueta roja parecía un desvío tan leve, que apenas merecía su preocupación.
– Gracias, Carol. Te devolveré el favor en cuanto sea posible.
– Puedes devolvérmelo ahora. ¿Tienes algún sello?
– Desde luego -tenía los artículos básicos de la vida cotidiana en cantidades industriales, tal como haría la mujer eficiente-. Te los dejaré en la mesa del recibidor. Y ¿Carol?
– ¿Mmm?
– ¿Puedo dejarte una copia de mi itinerario?
– Claro. Pero has mencionado Nueva York. Sólo dime dónde te vas a alojar.
– En el St. Regis -repuso-, pero hay más información que ésa. Números de los vuelos, a quién llamar en caso de…
– Y el traje con el que te gustaría ser enterrada -cortó Carol con un suspiro-. Esperaré quince minutos antes de subirte la chaqueta -hizo una pausa, y cuando volvió a hablar, la voz había adquirido un tono nuevo-. Te va a encantar esta chaqueta.
Se preguntó si la voz de su amiga tenía un deje malicioso o si simplemente lo imaginaba. Al recoger la chaqueta del pomo de la puerta, descubrió que no lo había imaginado.
La estudió y luego, consternada, se la puso. ¿Había ganado peso? Carol y ella siempre habían tenido la misma talla. Pero esa chaqueta le ceñía la cintura, le alzaba los pechos y le potenciaba las caderas, terminando demasiado pronto, como para ocultarle el trasero, que Mallory consideraba la mejor razón para ponerse una chaqueta.
Sin duda la intención de su amiga había sido magnífica, pero tuvo la certeza de que jamás podría tener el valor de ponerse esa chaqueta. No obstante, no quería parecer desagradecida. La plegó y la colocó en el espacio libre de su maleta. Si ese anhelo demencial por el rojo duraba, en Nueva York se compraría una chaqueta apropiada.
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