Barbara Daly - Navidad Mágica

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Quizá perder el control no fuera muy sensato, pero… ¿cuándo ha sido divertido ser sensata?
La abogada de Chicago Mallory Trent siempre había seguido las normas de su madre para ser práctica. Pero así no iba a conseguir atraer a Carter Compton, el guapísimo fiscal que desearía tener como regalo de Navidad.
Entonces los enviaron a Manhattan para trabajar en un caso. Mientras él hablaba de trabajo ella fantaseaba con él. Así que decidió llamar a una agencia en la que le prometieron darle un nuevo yo.
Con aquel traje rojo y su nueva actitud, Mallory acorraló al sorprendido abogado bajo el muérdago…

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La miró desconcertado y ella se preguntó cuánto tiempo llevaba mirándolo, boquiabierta y con los ojos desorbitados.

– He estado aquí -repuso, recuperando la mano-. Ocupada.

En el pasado, el pelo oscuro de él había estado largo y rebelde. Durante los últimos años, cuando lo había visto de lejos en las fiestas de trabajo, para escapar de inmediato al rincón opuesto de la sala, había notado que lo llevaba corto. Cada año vestía de manera más elegante. En ese momento, llevaba un traje gris marengo con rayas finas y una impecable camisa blanca. Una corbata negra y un pañuelo blanco almidonado en el bolsillo de la pechera completaban el aspecto refinado. Había progresado mucho de los vaqueros y las cazadoras que había lucido en sus tiempos de estudiante.

Qué sexy había estado con aquellos vaqueros ceñidos. Sintió que un peso ardiente descendía hasta su centro a medida que la imagen se cristalizaba en su mente.

Lo que no había cambiado en absoluto era el índigo brillante de sus ojos, con el borde de pestañas largas y densas. Con esos ojos centrados en ella, reconoció las otras cosas que no habían cambiado. Aún lo deseaba, con toda la sofisticación de una colegiala sumida en su primer enamoramiento.

Al darse cuenta de que volvía a mirarlo con fijeza, el calor ascendió a su cara.

– Y supongo que voy a estar más ocupada -deseó que su voz sonara ecuánime v firme-. Pero aún no estoy segura de que sea un hecho consumado que vayamos a trabajar juntos.

Bill rió.

– Lo es en lo que a mí se refiere. Sentaos, los dos. Trazaremos los planes ahora mismo.

Mallory se dejó caer sobre su silla.

– Me halaga que se me pregunte, desde luego -le dijo a Bill-. He dedicado bastante tiempo al caso. ¿Has dicho que vamos a tomar las declaraciones en Nueva York?

Si iba a trabajar codo a codo con Carter, ¿cómo iba a lograr mantener las manos alejadas de él? ¿Cómo iba a poder trabajar en un estado de continua excitación?

– Sí.

Mantendría el control. Tenía que hacerlo.

Resultaría demasiado humillante hacerle insinuaciones y ser rechazada, y mucho más humillante que ni siquiera se diera cuenta de que se insinuaba.

– ¿Cuándo nos vamos? -necesitaba un poco de tiempo para controlar la situación.

– Mañana -indicó Bill.

– Oh, mañana -con enorme alivio, vio una salida-. Pues yo no puedo.

– ¿Por qué no? -Decker frunció el ceño.

– Acabo de regresar, puedes imaginarte cómo tengo la mesa después de unos días fuera del despacho -miró a Carter, quien al fin se había sentado, reduciendo el impacto físico.

– Hilda puede encargarse de tus papeles. Solucionado.

– Hilda no puede ocuparse del caso de la patente Thornton -aseveró, aferrándose con desesperación a su última tabla de salvación-. Redactar ese sumario es la máxima prioridad que tengo. No querrás que deje en la estacada al departamento de Desarrollo de Productos -miró otra vez a Carter.

Tenía una ceja enarcada.

– Patentes -Decker descartó el tema con un gesto de la mano-. Cassie puede escribir ese sumario.

Carter asintió.

Mallory consideraba a Cassie como una de sus mejores amigas, pero era altamente competitiva. Podía imaginar lo contenta que se iba a poner cuando se enterara de que le habían dado uno de los restos de su trabajo.

– Eso no sería justo para ella. Dije que yo…

– Mallory -la voz de Decker adoptó un nuevo nivel de autoridad.

– ¿Sí, señor? -tragó saliva.

– Te necesito en Nueva York. ¿Estás diciendo que no vas a ir?

– No, señor. No es eso lo que digo -no pudo evitarlo. Su temprano entrenamiento le había enseñado a diferenciar a los generales de los soldados rasos.

– Bien -dijo-. Entonces, arreglado.

– ¿Dónde vives? -preguntó Carter. Era lo último que había esperado.

– Ah. Yo, mmm, vivo, ah… -sin duda sería capaz de recordar su dirección. Al final pudo darla.

– Pensaba que podríamos ir juntos al aeropuerto, pero me desvío mucho de tu dirección. ¿Te parece bien que quedemos en la puerta de embarque? Mi secretaria ha hecho las reservas. Tu ayudante puede llamarla y apuntar los detalles.

– Puerta de embarque -Mallory tartamudeó, asintiendo.

Un adiós rápido a Bill, una sonrisa a ella y desapareció. Mallory se reclinó en el sillón. Bill exhibía una expresión satisfecha. -Sabía que tú eras la persona adecuada para el trabajo.

– ¿Por qué? -suspiró.

Le sonrió con expresión radiante.

– Eres inmune a los encantos masculinos de Carter Compton. Puedo confiar en ti. En cualquier parte. Con cualquiera -adelantó el torso y su rostro rebosó sinceridad-. Puedo leer a una persona como si fuera un libro, y acabo de verlo, mientras charlabas con Compton. Tus colegas te consideran una abogada, no una mujer.

– Un gran cumplido -musitó con labios fríos-. Gracias otra vez, Bill -se puso de pie-. Estaré preparada para salir mañana.

De camino a su despacho, pensó: «Bill también lo vio. Carter no me ve como una mujer». Encendida de pronto por la frustración, aceleró el paso y abrió la puerta que daba a su despacho, donde encontró a Hilda, Cassie y Ned esperando.

– ¿Qué ha pasado? -preguntaron al unísono.

– ¿Te ha despedido? -añadió Ned, con una expresión adecuadamente lúgubre.

– ¿Has averiguado qué hace aquí? -todos sabían a quién se refería Cassie.

– ¿Debería pedir cajas para desalojar tu despacho? -inquirió Hilda con voz ansiosa.

Aún aturdida, miró a uno y a otro.

– No, Hilda, deberías llamar a la secretaria de Carter Compton para conseguirme un billete de avión -oyó el jadeó de Cassie, pero continuó-: Va a encargarse del caso Verde. Bill me ha mandado ir a Nueva York con él a interrogar a los testigos del demandante.

En el silencio atronador, los ojos de Cassie se abrieron mucho mientras la boca se cerraba en una línea fina.

– ¡Te odio! -gritó-. Me moría, moría, por ese caso -entró en su despacho, del que de inmediato llegaron los sonidos de objetos que golpeaban la pared.

– Llévate preservativos suficientes para un par de días -sugirió Ned, que desvió la mirada de la puerta de Cassie para clavarla en la cara de Mallory-. Carter es el donjuán del siglo xxi, una leyenda. ¿Sigues tomando la píldora?

– No abras las rodillas -indicó Hilda, encogiéndose cuando los sonidos de los golpes incrementaron su volumen.

Como a cámara lenta, miró primero a Ned y luego a Hilda.

– Veréis -comentó con la serenidad de alguien completamente aturdida-, por eso me envía Bill. Porque no necesito la píldora y tampoco voy a necesitar los preservativos. Mis rodillas ya están permanentemente cerradas. No soy una mujer. Soy una abogada.

Entró en su despacho y cerró la puerta justo a tiempo de ver cómo el diploma enmarcado de la Facultad de Derecho de la Universidad de Chicago se soltaba del gancho por el impacto de lo que hubiera tirado Cassie contra la pared divisoria. El cristal se fragmentó en pedazos pequeños.

Abrió la agenda electrónica y apuntó en su lista de cosas para hacer: Enmarcar diploma.

Carter regresó a la biblioteca del departamento legal con un estado de ánimo reflexivo. Le alegraba mucho que Mallory fuera con él a Nueva York. Con ella en el trabajo, no tendría que dedicar la mitad del tiempo a un intercambio de estocadas sexuales, como le sucedería con la mayoría de las mujeres.

Empezaba a cansarse de eso, empezaba a desear algo real, a pensar en sentar la cabeza. Con Paige, quizá. Bueno, no, Paige, no. No algo a largo plazo. Hasta un fin de semana largo parecía excesivo.

Había eliminado a Diana el fin de semana anterior.

Andrea, entonces. Mmmm. Nunca había terminado por conectar con ella, nunca había llegado a sentir que hablaban el mismo idioma.

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