– Te escuchaba -protestó-. Te envolvió como en una toga. Quiero decir, las telas que compraste, las pasó a tu alrededor como en una toga de muchos colores -se sentía bastante avergonzado de sus modales. Cuando se salía tanto como él, tarde o temprano se vivía una de esas noches de aburrimiento, pero uno aprendía a comportarse con decencia lo que duraba la catástrofe, para luego no volver a llamar a la mujer.
Debía de haber disfrutado de su última cita con Athena, de lo contrario, no habría vuelto a llamarla. Lo gracioso era que no podía recordar cuándo había tenido lugar dicha cita.
– Estaba preciosa -la voz de Athena subió un poco-. Soy preciosa. Y tú no me estás prestando la más mínima atención -se puso de pie-. No tomaría tu postre ni aunque fuera el último postre que alguien fuera a ofrecerme. Voy a reunirme con Fernando en el bar Fressen. Él me presta atención -le lanzó una mirada de desaprobación-. Él -añadió como golpe final- se viste de Armani.
«Ese es el nombre. Armani». Sin lamentar nada salvo el hecho de haber sido grosero con Athena, llamó al camarero.
De vuelta al St. Regis, le pareció significativo no poder recordar la última cita con Athena. Pero una cosa era segura, no habría otra. Brie… Brie era una joven trabajadora y sensata, una vendedora de bonos en Wall Street.
Tomarían un chuletón y ella pediría el suyo medio hecho. La noche del día siguiente iría mejor.
Se preguntó cómo estaría yendo la noche de Mallory.
Después del discurso de Maybelle, Mallory seguía sintiéndose obstinada ante la insistencia de la mujer de que al día siguiente se pusiera la chaqueta roja de Carol. Había argüido que era demasiado sexy para un ambiente de trabajo. En uno o dos días compraría algo más luminoso.
Sin embargo, como le había dicho a Carter que esa noche iba a salir, era mejor que diera la impresión de que acababa de llegar ante la eventualidad de que se presentara de forma inesperada. De modo que se cambió los pantalones negros por la falda negra y la blusa negra por la blanca; volvió a ponerse la chaqueta. Se hallaba en el salón, trabajando y prestándole poca atención a una película en la televisión cuando oyó que la tarjeta era introducida en la cerradura y la puerta se abría. Sobresaltada, alzó la vista.
– Carter. Llegas pronto -el simple hecho de verlo hacía que el corazón le diera un vuelco.
– Tú has llegado antes -la miró furioso-. ¿Ha sido una buena cita?
– Fabulosa -repuso con una sonrisa que esperó que lo engañara-. Pero me puse a pensar en el caso.
– Yo también -sonaba gruñón-. Voy a llevar el material a mi habitación para trabajar un rato.
Ella se levantó de un salto.
– Puedes trabajar aquí. Yo iré a mi habitación. Pensé que irías…
– Pues no es así. He vuelto, ¿de acuerdo? Pero quédate donde estás.
– No, no, yo… -la miró con tanta impaciencia que calló, decidiendo dejar el tema. La puerta de él se cerró con fuerza y en la suite reinó el silencio.
Mallory volvió a bajar el volumen de la película y se puso a leer otra vez el informe de los primeros intentos de Sensuous de resolver el caso Verde con los demandantes. Aún consideraba que la oferta realizada por su empresa era extremadamente generosa. Sin embargo, la señorita Angell había visto una oportunidad y había convencido a los clientes que había agrupado de que estar verde podía representar millones.
Tal como Maybelle había dado a entender, la señorita Angell era la que ganaría millones. Abogados.
También ella era abogada. ¿Qué hacía criticando las costumbres de los miembros de su propia profesión? Pero ella jamás haría lo que estaba haciendo la señorita Angell, y estaba bastante segura de que tampoco lo haría Carter. Aunque en realidad, desconocía qué podía o no podía hacer Carter.
No había disfrutado lo suficiente de la cita con Athena como para pasar la noche con ella, y eso le encantaba. Y había mostrado curiosidad acerca de su cita. Eso era aún más emocionante.
Se miró. Quizá Maybelle tuviera razón. Costaría creer que había tenido un encuentro ardiente e intenso vestida con esa ropa. Sin embargo, la chaqueta roja era demasiado, demasiado…
– ¡Mallory! -un grito procedente de la habitación de Carter-. ¿Tienes una… -se abrió la puerta- copia de Lindon contra Hanson, ya sabes, aquel otro caso de tinte para el pelo…?
– Aquí -buscó la copia en su maletín. Con los calcetines, la camisa medio abierta, Carter parecía somnoliento y devastadoramente deseable. Sacó el documento y, con él, media docena de hojas cayó al suelo.
Él las recogió con una mano grande.
– Le pedí a Brenda que me pasara una copia al portátil, pero supongo que no lo hizo. O la archivó en algún sitio donde sólo ella podría encontrarla -gruñó-. No sé por qué ya nadie hace nada bien. Eh, ¿qué es esto?
Pudo ver lo que sostenía y se sintió profundamente abochornada, su intimidad violada.
– Mmmm, es mi, ah, lista para la maleta. Supongo que tú lo llamarías programa de guardarropa. Aquí tienes…
– De modo que es así como lo haces. «Martes: pantalones negros, chaqueta y camisa negras. Miércoles: falda negra, chaqueta, camisa blanca, pañuelo. Jueves, viernes, lunes… ¿qué haces los fines de semana? ¿Vas desnuda? -movió las cejas con exageración.
Ella apretó los dientes para ocultar el escalofrío que la recorrió.
– No en invierno. Me pongo los pantalones negros con un jersey. Dame eso.
La mantuvo a raya.
– Lunes: Chaqueta negra, falda negra, blusa beige. Sí que usas la chaqueta negra.
– Sólo necesitas una -lo miró con frialdad.
– ¿Y si le pasa algo?
– A una chaqueta negra de lana no le puede pasar nada que no se solucione con un poco de agua fría.
– ¿Nada?
– En ese caso, la mandas al tinte.
Él entrecerró los ojos.
– ¿Y si es algo que no se pueda solucionar en seguida? ¿Y si, por ejemplo, sucediera algo ahora mismo? ¿De verdad crees que el hotel te va a limpiar la chaqueta y devolvértela por la mañana?
– No, pero, ¿qué podría pasar? -lo vio buscar algo en el bolsillo de sus pantalones y, por algún motivo, eso la puso nerviosa.
– Oh, quizá algo así -con un gesto veloz, cortó la esquina de un pequeño envoltorio de plástico y apuntó la abertura en su dirección. Masas informes de color amarillo surcaron el aire y cayeron sobre su ropa. Dio un salto.
– ¡Carter! Esto es… esto es… ¡mostaza!
Le dedicó una sonrisa perversa.
– Así es. ¿Y ahora qué vas a hacer?
– Me voy a mi habitación -repuso con voz helada, y se marchó.
Allí observó la ruina de la chaqueta que había planeado ponerse todos los días. En la falda había algunos puntos de mostaza que, probablemente, podría solucionar ella misma, o podría volver a ponerse los pantalones negros, que apenas olían al café que se había derramado en la casa de Maybelle, pero aunque lograra eliminar la mostaza de la chaqueta, el día siguiente olería fatal.
Enterró la cara entre las manos. Después de todo, iba a tener que ponerse la chaqueta roja.
Carter abrió la puerta del dormitorio con cautela y vio que Mallory salía de su habitación como si esperara una emboscada. Se reunió con ella en el centro del salón, donde se observaron como las líneas opuestas de un partido de fútbol.
El equipo de Mallory era el de rojo. Carraspeó.
– Tenías otra cosa para ponerte.
– Por fortuna -exhibió la chaqueta negra manchada.
Era una bomba de rojo. Llevaba una chaqueta sorprendentemente ceñida y sexy que disparaba la imaginación… aunque no era lo único que disparaba.
– Dame eso -le tomó la chaqueta, la metió en la bolsa de plástico que proporcionaba el hotel y la colgó en el exterior de la puerta-. La recogerán, la mandarán al tinte y te la devolverán esta noche. Figurará en mi factura -añadió, y entonces se sintió más en control. Y cada vez más tonto mientras ella lo observaba en silencio.
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