Christie Ridgway - Atrévete a amarme

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La reportera Angel Buchanan se ha llevado una sorpresa enorme al descubrir que el difunto pintor Stephen Whitney, quien se autodenominaba el «Artista del corazón» y se caracterizó por defender los valores familiares, es el padre que la abandonó cuando tenía cuatro años. Y no hay nada como la lectura de un testamento para que aparezcan parientes cuya existencia era hasta entonces desconocida: la afligida viuda junto a su sexy hermana gemela… y un tipo de muy buen ver. Se trata de C. J. Jones, un conocido abogado que quiere comprar el silencio de Angel sobre la no tan ejemplar vida secreta de su padre. Ella no ignora que C. J. intentará cortejarla para salirse con la suya, pero ¿quién podría resistirse? Y encima en un escenario como Tranquility House: una mansión plagada de habitaciones y románticos rincones.

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– … aunque el muchacho era incansable. Solo tenía diecinueve años y seguía yendo a la escuela, trabajaba en la ciudad y los fines de semana se hacía cargo de Tranquility House.

– Mmm. -Así que Cooper era muy trabajador. Interesante. Aunque ella se había dado cuenta desde un buen principio. No tenía por qué convertirse nada más que en un agradable recuerdo de sexo satisfactorio.

– Sin embargo, Edie…

Angel se aferró a aquel nombre para centrarse de nuevo en la conversación.

– Sí, Edie -repitió, mientras se inclinaba hacia delante-. Hábleme de Edie.

La señora Withers soltó un largo suspiro.

– Hay mujeres incapaces de salir adelante sin un hombre a su lado.

Angel asintió.

– Tiene razón, he conocido a unas cuantas.

Y recuerda, tú no eres una de ellas.

– Yo estuve casada treinta años y todavía echo de menos a Charlie, pero yo siempre fui muy independiente. -La mujer tenía un brillo de satisfacción en la mirada-. Tras su muerte, seguí intentando pasármelo bien. Y aún lo hago.

– Muy bien hecho -añadió Angel.

Pero entonces la mujer sonrió y volvió a suspirar.

– Aunque me he sentido sola. Muy sola, a veces.

A Angel se le hizo un nudo en el estómago. Se acordó del atronador silencio de su apartamento que ella rompía con el ruido de las noticias. Pensó en Tom Jones, el caprichoso gato de su vecina y la única criatura viva que tocaba durante el día.

– Bueno, claro…

La señora Withers sacudió la cabeza.

– Pero te estaba hablando de Edie. Cuando John murió no volvió a ser la misma. Yo creo que la consumía la añoranza. Unos años después se acatarró y aquello se convirtió en una neumonía. He oído decir que luchó por curarse pero…

Angel chasqueó la lengua.

– Los peligros del amor.

– Los niños quedaron destrozados, pero entonces Cooper intervino y se hizo cargo de todo.

– Sí, la verdad es que se le da bastante bien.

La señora Withers asintió.

– Y es más, les dio a sus hermanas el respaldo que precisaban. Cuando ellas necesitaban un hombro sobre el que llorar, en el que apoyarse, ahí estaba él. Lainey ya estaba casada y tenía a la pequeña Katie, pero aquel artista que escogió por marido se pasaba los días encerrado en la torre con sus pinturas y sus lienzos. Cooper es quien siempre ha ayudado a las mujeres de la familia.

«Aquel artista.» Angel se quedó con aquellas dos palabras y trató de olvidarse del resto. Debería hacerle preguntas a la señora Withers acerca de «aquel artista». Ese era el motivo por el que estaba allí, ¿no? Para averiguar más cosas sobre Stephen Whitney. Para descubrir la verdad.

La verdad.

«Cooper es quien siempre ha ayudado a las mujeres de la familia.»

Le vinieron a la cabeza una sucesión de imágenes.

Cooper buscando a Katie durante el funeral. El camino hasta la ceremonia posterior del brazo de su hermana. El consuelo que le ofreció a Beth aquel mismo día. Las citas al atardecer con su sobrina. Los trabajos de jardinería en casa de Lainey. Las volteretas en la piscina.

¿Cómo iba a correr peligro de enamorarse de un hombre así?

Ja. Ja. Ja.

Qué gracioso. Lo cierto es que no corría ningún peligro.

Porque ya estaba enamorada de él.

Estaba ya atardeciendo y a Cooper le dolían los brazos por el esfuerzo de haber ayudado a levantar aquellas dos carpas enormes. Aunque los trabajadores agradecieron su colaboración, él podría haberse marchado mucho antes.

Sin embargo, utilizó el trabajo como excusa para evitar a Angel y como un castigo que decidió autoinfligirse.

Cuando, aquella misma mañana, se había despertado y descubierto que ella había vuelto a desaparecer, lo primero que le había venido a la cabeza era la imagen de Angel hundiéndose en la piscina. El recuerdo le había perturbado y había sentido la necesidad de encontrarla para asegurarse de que estaba a salvo.

Judd le había dado a entender que la había visto camino de la cala y, mientras se dirigía hacia allí, la sensación de ansiedad y enfado que lo embargaba fue creciendo en intensidad.

Así que cuando la había encontrado, había arremetido contra ella por la facilidad con la que se apartaba de él, cuando lo que se suponía que él quería de ella era precisamente eso.

Aquello había sido una estupidez. Y él era un estúpido.

Miró el reloj y se dijo que tenía otra buena excusa antes de enfrentarse de nuevo a ella. Era casi la hora de su habitual cita con Katie y quizá la puesta de sol le proporcionara la solución sobre cómo enfriar su relación con Angel.

Sin embargo, cuando llegó al lugar especial que compartía con Katie, se encontró con una cabeza rubia junto a la de su sobrina. Estaban sentadas la una junto a la otra, y la suave brisa levantaba y entretejía el pelo de ambas, formando una bonita mezcla de rizos claros y mechones castaños.

Iba a perderlas a ambas.

Aquella idea lo golpeó con fuerza mientras se dejaba caer en una de las rocas. Estiró las piernas y algunas piedrecitas rodaron hacia Angel y Katie. Ambas volvieron la cabeza.

Cooper se encogió de hombros.

– Lo siento, no quería molestaros.

Angel esbozó una sonrisa pero la borró de inmediato, mientras se apresuraba a levantarse.

– Yo… ya me iba.

– No te vayas. -¿Por qué siempre decía lo que no debía?-. Esto… yo… esto… -Mierda. Parecía tan nervioso como ella.

Angel se mordió el labio.

– No quiero molestar.

Cooper se incorporó para sentarse junto a su sobrina.

– No nos molestas, ¿verdad que no, Katie? -Envolvió a su sobrina en un abrazo y se obligó a mirar a Angel-. Además, si no me equivoco este es tu penúltimo atardecer en Big Sur, ¿no? Lo compartiremos contigo.

Angel dudó durante unos segundos y asintió, con expresión de frialdad y sin signos aparentes de nerviosismo.

– Así es. Me marcharé cuando termine la exposición.

Si Angel se había planteado comportarse de manera distinta después de que le hubiera pedido que se «involucrara» con él, si lo que esperaba era que él le pidiera que se quedara más tiempo, no había nada en su actitud que así lo diera a entender. Aliviado, Cooper cogió la botella de agua que Katie le ofrecía y se bebió la mitad de un solo trago.

Entonces dirigió la atención a su sobrina.

– Y tú, ¿cómo has pasado el día, señorita?

– Bien.

Su expresión pétrea era un reflejo de la de Angel. Él sabía que estaba conteniendo un montón de emociones. ¿Significaba aquello que tras su mirada fría Angel estaba también tramando algo?

Algo inquieto, Cooper dirigió la vista a la imponente puesta de sol que empezaba a difuminarse bajo el cielo del anochecer. Desaparecía tan deprisa, pensó. Los días pasaban tan rápido. Igual que su vida.

– Estaba hablándole a Katie de San Francisco -intervino Angel-. Y de las ganas que tengo de regresar.

San Francisco. Quizá debería haber vuelto allí después de la operación. Quizá debería haber regresado a la ciudad a consumirse como una vela, haciendo todo lo que le gustaba. Pero en lugar de eso había optado por ir allí para tratar de asegurar un futuro para Tranquility House y su familia.

«Cuida de tu madre y tus hermanas», le había pedido su padre aquella noche en las montañas. Cooper iba a mantener la promesa el tiempo que le fuera posible.

Cerró los ojos y se recordó que morir en Big Sur le había llegado a parecer una buena idea. Allí, comparada con la permanencia de las montañas, con el incesante vaivén del océano y con el horizonte infinito, su vida era insignificante.

Había puesto sus esperanzas en que todo aquello contribuyera a restarle significado también a su muerte. En que un día lograría aceptarla.

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