Y sí, había encontrado algo. Había descubierto que le habían hecho falta cinco años para aprender la más simple de las verdades. El taoísmo, el budismo, la espiritualidad de los indios norteamericanos; ninguna de aquellas disciplinas había llegado a cambiarlo de verdad. En el fondo, seguía sin arriesgarse, profundizar, ser auténtico.
Se había callado porque el habla se tornaría banal. Sin embargo, demonios, el silencio también lo era si la persona que lo mantenía no mostraba más que la superficie de su corazón.
Miró una vez más la centelleante tobillera que tenía en las manos. Avance informativo, señores televidentes: arrancar las cadenas no lo convierte a uno en libre.
Angel caminaba por el sendero que llevaba al comedor de Tranquility House cuando vio a Beth, que venía corriendo en su dirección. Llevaba la ropa arrugada, el pelo suelto, y daba la impresión de estar contrariada o, más bien, aterrorizada.
– ¡Beth! -exclamó-. ¿Qué pasa?
La mujer se detuvo y Angel observó cómo intentaba recuperar la compostura. Al parecer, el intento no tuvo éxito, pues Beth sacudió la cabeza y reinició la marcha.
Angel se obligó a seguir su camino. Lo que le pasara a la hermana de Cooper no era de su incumbencia, estaba claro. Pese a ello, se dio la vuelta y la siguió.
Era su impulso de periodista, a su entender, lo que la estaba llevando a seguirle los pasos a Beth por el camino que conducía a la entrada de la cala secreta. Como siempre que se encontraba cerca de la hermana de Cooper, sus sentidos estaban alerta.
Desde luego, no iba con la intención de preocuparse por Beth.
No le interesaba la intimidad de los miembros de la familia de Cooper, del mismo modo en que no le interesaba -no demasiado- la del propio Cooper. Cuando, al despertar, se había encontrado junto al cuerpo del hombre, se había levantado al instante, sin despertarlo, pues todos sus instintos le decían que se alejase de él.
Que pusiera distancia, que fuera objetiva. Que se circunscribiera a todas aquellas buenas cualidades de reportera a las que había aspirado desde los doce años.
Estaba convencida de que no habría vuelto a acostarse con él, aunque de poco valía lamentarse de algo -el sexo- que había sido extraordinario. De todos modos, la noche anterior, Cooper y ella no habían estado demasiado cómodos. Él, porque tenía que rescatarla, y ella por el descubrimiento de Lainey acerca de una nueva hija de Whitney. Sin embargo, con la luz del nuevo día, Angel entendió que el hallazgo de Lainey suponía escaso riesgo para su secreto, pues para que identificaran a la hija perdida tendrían que disponer de la información que solo Angel conocía.
Además, sus padres no habían llegado a casarse y, a pesar de que el nombre de Stephen Whitney estuviese registrado en su partida de nacimiento, tanto ella como su madre se habían cambiado el apellido desde hacía tiempo.
Angel apuró el paso en el túnel y salió al otro lado, a la cegadora claridad de la arena. No veía a ninguna mujer angustiada, ni tampoco a una mujer calmada. Parecía que Beth había desaparecido.
Angel aguzó la vista y escudriñó el lugar. La cala, encerrada en una masa de granito, tenía forma de herradura, y sus extremos se hundían en el Pacífico. La fuerza del mar los había arrasado y de ellos solo se veían cúmulos de piedras pulidas contra los que las olas lanzaban sus blancos espumarajos.
Sin embargo, aquel día la marea estaba baja y el mar en calma. Si le hubiera dado tiempo, quizá Beth podría haber escalado uno de los brazos que ceñían la cala y avanzado hasta una playa adyacente.
Para comprobarlo, Angel caminó a lo largo de la orilla y se subió a las rocas situadas a la izquierda de la entrada de la cala. Como solían estar cubiertas de agua, su superficie, llena de limo, era resbaladiza y tuvo que apoyar una mano en el suelo para no perder el equilibrio. Algún tipo de crustáceo esponjoso se le adhirió a los dedos y Angel gritó y dio un respingo.
– ¡Diablos! -exclamó una voz a sus espaldas-. Tú necesitas que te vigilen.
Angel detuvo su avance; era la voz de Cooper y sonaba exasperada. Intentó mirarlo como si nada por encima del hombro pero, al verlo, la invadió una súbita e incómoda seriedad. El hombre venía hacia ella, a grandes zancadas, con el pelo revuelto, unos vaqueros desastrados, el torso desnudo y los pies descalzos.
Él me cuida, y yo quiero cuidarlo.
La ocurrencia pretendió instalársele en el pecho, que, sin embargo, tuvo que abandonar ante la necesidad de aire.
Cooper se paró junto a las rocas sobre las que ella estaba.
– Baja -ordenó.
Angel hizo un ademán con el brazo, en señal de desobediencia.
– Estoy buscando a Beth. La he seguido hasta aquí y luego ha desparecido.
– Por ahí no se puede pasar -le dijo, fulminándola con la mirada-. Tendrás que rodear las rocas vadeando.
– Ah.
– Vamos, baja -insistió, acompañando sus palabras con una mano extendida.
Ignorando el apoyo que le brindaba, Angel saltó a la arena. Hizo un aterrizaje forzoso aunque lo suficientemente seguro como para recuperar el equilibrio antes de que Cooper la alcanzara y, acto seguido y sin mediar palabra, se dirigió hacia el agua.
– ¿Y ahora adónde crees que vas? -gruñó él.
– A rodear el saliente. Quiero encontrar a Beth.
– ¡No!
La imperiosa negativa la obligó a volverse a mirarlo a los ojos, oscuros y enfurecidos.
– Pero ¿qué te pasa?
Cooper se pasó la mano por el cabello.
– ¿Te has olvidado de que no sabes nadar?
– Has dicho vadear, y eso sí que sé hacerlo.
No quería ni pensar en nadar, en ahogarse, en el alivio que había sentido la noche anterior cuando los brazos de Cooper la habían sacado de la piscina. No podía volver a permitir que aquellos brazos la rodearan, por descontado, pues corría peligro de necesitar desde entonces su calor.
– No, Angel. -El hombre estaba en tensión, como si se estuviera preparando para abalanzarse sobre ella.
– Pero Beth…
– Beth sabe lo que hace. Tú no te acerques al agua -le dijo, y luego añadió con un tono de voz moderado-: Por favor, Angel, hazme caso.
– Vale, está bien. -Angel hizo lo que se le ordenaba aunque manteniendo las distancias-. Pero ten por seguro que normalmente no me pasa nada estando cerca del agua.
– Ya, «normalmente» es la palabra clave.
A Angel no le gustó nada el tema al que se acaba de referir.
– No necesito que un hombre…
– No me gusta estar preocupado.
– Sí, eso ya me quedó claro ayer por la noche -repuso Angel, haciendo una mueca.
– Me refiero a esta mañana.
Angel levantó los brazos.
– ¡Pues mírame, no estoy ni en las rocas ni en el agua!
– No, quiero decir que cuando me he despertado ya no estabas en la cama.
Angel tragó saliva. ¿Trataba decirle que la había echado de menos?
La posibilidad de que fuera así provocó que una cálida y traicionera sensación creciera en su interior, intentando ablandar su obstinación. Aun así, ninguneó el comentario con un aspaviento.
– Sí, seguro. Es un horror tener toda la cama para ti solo.
Cooper no se inmutó.
– ¿Por qué te empeñas en huir de mí, Angel? ¿Me puedes decir qué es lo que te atemoriza?
– ¿Qué clase de pregunta es esa? -Sofocó como pudo el nerviosismo y señaló el panorama con un dedo-. ¡Mira a tu alrededor! Hace un día maravilloso que tú desaprovechas con preguntas como esa.
Cooper estaba decidido a que le contestara.
– Vamos, Angel, quiero una respuesta -murmuró y dio unos pasos para acercársele-. ¿Qué te da miedo? Dime lo primero que se te pase por la cabeza.
Ella se volvió para darle la espalda, aunque con ello no consiguió que las respuestas dejaran de agolpársele en el pensamiento.
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