Angel se tranquilizó, pero algo dentro de ella, en el pecho, se agitó, o se envolvió, o se desenvolvió.
– ¿Qué… qué has dicho?
Él le tomó la cara con ambas manos.
– Que Dios me ayude… -susurró, mirándola a los ojos-. No podía dejarte.
Angel lo observó sintiéndose mareada y paralizada, alejada de su ideal de precaución y rigor. Pasaron siglos mientras intentaba averiguar qué le estaba pasando.
– Cooper, vamos a volver -propuso al fin, convencida de que no había tiempo suficiente para separar e identificar las emociones que crecían en su fuero interno, y además había cosas más urgentes que hacer-. Volvamos a tu cabaña. Quiero… estar entre tus brazos.
Necesito estar entre tus brazos.
Las manos de él le tocaron la cara un instante y después la ayudaron a levantarse. Acto seguido, Cooper la atrajo hacia así y le dio un fuerte y cálido abrazo, al que ella se entregó para sentirle el corazón palpitando en su mejilla.
– ¿Qué estamos haciendo? -murmuró él-. Me gustaría saber qué estamos haciendo.
Estaba claro que no esperaba una respuesta, y eso era bueno, muy bueno. Porque Angel no tenía ni idea de lo que Cooper estaba haciendo… y, con respecto a sí misma, solo podía esperar que no estuviera enamorándose.
El paseo de vuelta a Tranquility House no contribuyó a calmar los nervios de Angel ni a aclararle la mente. Solo sabía que tenía el pulso acelerado y que no era capaz de librarse de aquella sensación de mareo y falta de aire. Cuando divisaron el edificio comunitario, se fijó en un grupo de hombres allí reunidos justo en el momento en que uno de ellos también los vio.
– ¡Eh, Coop! -gritó el hombre.
Angel dio un respingo. Aquel alarido rompió el silencio habitual del lugar y le provocó un subidón de adrenalina que no le fue demasiado bien a su ya acelerado organismo.
– ¡Coop, estoy aquí! -El hombre agitaba las manos para llamar su atención.
Cooper hizo una mueca de disgusto y miró a Angel.
– Son los encargados de instalar la carpa para la exposición. Supongo que querrán que les ayude.
Angel asintió, aliviada y decepcionada al mismo tiempo.
El hombre le soltó la mano y le acarició las mejillas.
– ¿Estarás bien?
Angel volvió a asentir.
– Has dicho que querías estar conmigo.
Angel negó con la cabeza.
– No, estaré bien. No te preocupes.
Pensándolo mejor, en aquel momento necesitaba algo distinto. Lo que le hacía falta era algo de tiempo para eliminar de su mente la extraña idea de que corría el peligro de enamorarse de él.
– Entonces, te veré más tarde. -Inclinó la cabeza y le dio un beso en los labios, dulce y delicado que, sumado a los nervios que sentía, la dejó tambaleándose. Cooper la agarró por los hombros-. ¿Todo va bien?
Pues no. Su corazón seguía desbocado y Angel sentía que se podía caer en cualquier momento, pero consiguió forzar una despreocupada sonrisa, como hacía normalmente en situaciones por el estilo.
– Por supuesto.
Cooper echó a andar pero enseguida se dio la vuelta y Angel deseó que él no se hubiera dado cuenta de que lo estaba mirando mientras se alejaba.
– ¿Eres tú la que silbas?
Angel abrió los ojos como platos y se metió las manos en los bolsillos.
– No sé de qué me estás hablando.
Ella solo silbaba cuando se sentía insegura o asustada, y no era el caso. Así que le dedicó la mejor de sus sonrisas y dio media vuelta. Intentó mantener la compostura y parecer serena mientras salía disparada hacia su cabaña con la esperanza de recuperar algo de cordura.
Ya estaba llegando cuando oyó la voz de una anciana que la llamaba.
– ¡Niña! ¡Niña, estoy aquí!
Angel se volvió en dirección al sonido. En la puerta de la cabaña que acababa de dejar atrás había una mujer que había visto antes por el recinto.
– ¿Puedo ayudarla en algo, señora? -preguntó, dirigiéndose hacia ella. La mujer le hizo un gesto con una mano para que se acercara mientras los dedos de la otra, deformados por la artritis, se aferraban con fuerza a un grueso bastón.
Angel obedeció y siguió a la mujer hasta el interior de su cabaña. Quizá la viejecilla necesitaba que la ayudara a mover o a encontrar algo.
La mujer cerró la puerta y se volvió para mirarla.
– Siéntate, niña, hazme el favor.
Angel no tenía ganas de charla, así que sin moverse de donde estaba, le preguntó:
– ¿Quiere que la ayude en algo, señora?
– Soy la señora Withers. -Le señaló que se sentara y ella hizo lo propio-. He oído que eres periodista.
Sintiendo que no tenía otra opción, Angel asintió y se acomodó en la silla.
– Me llamo Angel Buchanan. Trabajo para la revista West Coast .
– Pues si vas a escribir sobre Tranquility House, deberías hablar conmigo.
Angel abrió la boca para corregirla, pero la cerró antes de decir nada. Al fin y al cabo, no tenía ninguna prisa. La alternativa a pasar un rato con la señora Withers era dedicarse a la contemplación de las cuatro paredes de su habitación mientras intentaba dilucidar si estaba o no enamorándose de Cooper.
No. Claro que no. ¿Por qué iba a ser él su hombre ideal?
Y como todo aquello era exactamente lo que no quería plantearse, centró su atención en la anciana.
– ¿Conoce bien Tranquility House? -le preguntó.
– ¡Si lo conozco bien! Llevo viniendo cada mes de septiembre de los últimos cuarenta años.
¡Cuarenta años! Angel estaba ya más serena. Los recuerdos de aquella mujer la mantendrían distraída durante un buen rato.
– Cuénteme.
A pesar de lo que acababa de decir, la mente de Angel se opuso a seguir la conversación. Estaba atenta para meter los «aja» oportunos que hicieran creer a la mujer que la estaba escuchando, pero la mayor parte de sus neuronas seguían ocupadas en el tema Cooper.
No podía ser que estuviera enamorándose de él.
Ni de él ni de nadie. Llevaba mucho tiempo vacunada contra el hecho de entregarle su corazón a alguien, y cada vez que imaginaba su futuro lo veía muy parecido al de su jefa. Jane tenía amigos y una vida plena y feliz sin ataduras sentimentales. Y aquello a Angel le bastaba y le sobraba, pues sabía mejor que nadie que las consecuencias de enamorarse serían la decepción, que podía ser llevadero, o también algún peligro real.
Entre aquellos dos extremos estaban la infelicidad, el abandono y los disgustos. Contuvo un escalofrío y volvió su atención a la señora Withers.
– Hacían una pareja encantadora -estaba diciendo-. Se casaron en septiembre, ¿sabes?, en las montañas. Y yo asistí a la boda.
Angel no tenía ni idea de a quién se refería.
– Perdone, ¿de qué pareja encantadora me está hablando?
– De Edie y John.
Entonces recordó que en los informes de Cara aparecían aquellos nombres.
– Ah, los padres de Cooper. -Cuando se dio cuenta de lo que acababa de decir, Angel notó que se estaba ruborizando-. Es decir, los padres de Cooper, Beth y Lainey.
– Eso es. -La mujer asintió-. Ellos adoraban a sus hijos.
Afortunados, ellos.
– Pero aún más se adoraban el uno al otro. Cuando John murió, Edie se quedó destrozada. Entonces pensé que aquello sería el fin de Tranquility House.
– ¿En serio? -preguntó, y su pensamiento voló de nuevo a Cooper y a la playa, al momento en que le había contado en tono grave lo mal que lo había pasado tras la muerte de su padre. A que le había echado en cara no querer involucrarse demasiado con él.
Había dado en el clavo.
Pero ¡no!, él no entendía que ella estaba siendo realista. Que entre ellos había química, que el sexo era increíble y compartían gustos en cuanto a comida poco saludable. Pero ¡eso era todo! Además, su canción era la ridícula «Hakuna Matata», por el amor de Dios.
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