Christie Ridgway - Atrévete a amarme

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La reportera Angel Buchanan se ha llevado una sorpresa enorme al descubrir que el difunto pintor Stephen Whitney, quien se autodenominaba el «Artista del corazón» y se caracterizó por defender los valores familiares, es el padre que la abandonó cuando tenía cuatro años. Y no hay nada como la lectura de un testamento para que aparezcan parientes cuya existencia era hasta entonces desconocida: la afligida viuda junto a su sexy hermana gemela… y un tipo de muy buen ver. Se trata de C. J. Jones, un conocido abogado que quiere comprar el silencio de Angel sobre la no tan ejemplar vida secreta de su padre. Ella no ignora que C. J. intentará cortejarla para salirse con la suya, pero ¿quién podría resistirse? Y encima en un escenario como Tranquility House: una mansión plagada de habitaciones y románticos rincones.

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La debilidad. Tú.

Que me rompas el corazón.

Quiso apartar aquellas ideas con un movimiento de la mano y fingir irritación. Cooper estaba jugando a las preguntas con ella, estaba ejerciendo de abogado y utilizando su autoridad. Desde luego, verse solo en la cama le había afectado en su amor propio de machito. No debía de haberle gustado advertir que ella se había marchado. ¿No habría sido él el asustado? Ya. Lo más probable era que fuese cuestión de orgullo herido.

Con intención de decirle bien claro lo que pensaba de él, tomó aire y lo miró a los ojos. Sin embargo, las palabras se le murieron en la boca al encontrarse con el espectacular panorama que se abría a espaldas del hombre.

Normalmente, la belleza natural de Big Sur era tan majestuosa y perfecta que Angel había pasado a relegarla a la condición de postal o de película. Sin embargo, en aquel momento se estaba dando cuenta de su verdadera dimensión.

Más allá de los hombros de Cooper, las montañas, cubiertas por un verde manto, y sus severos rostros precipitándose sobre las pardas colinas jalonadas, parecían estar al alcance de la mano. Desde allí, el ondulado terreno iba decayendo hasta la línea profusa y afilada de los acantilados, cuyo perfil caía vertical sobre el vaivén del mar. El día seguía siendo cálido a pesar del menguado sol, que había vivificado el azul del cielo y cuyos rayos arrancaban destellos dorados de la arena y plateados de las grises aguas.

Era increíble, imponente.

Por mucho que parpadeara y tomara aire, la vista seguía en su sitio, tan increíble y emotiva, y, a causa de ello, recordó el día en que se había sentado junto a Katie al borde de uno de los escarpados promontorios y comprobado lo insignificante que se volvía su existencia al lado de la vasta belleza del entorno.

– Tal vez sea todo esto lo que me apabulla -murmuró.

Sorprendida por haber delatado sus pensamientos y por las consecuencias que aquello podría tener, intentó remediar lo que juzgaba una metedura de pata escondiendo las manos en los bolsillos de sus vaqueros blancos y mirando a Cooper con aire impasible.

– Si algo me da miedo, es este paisaje -agregó.

– Pero no es el caso -sentenció Cooper.

– No es mi caso -masculló Angel, en la obligación de decirlo.

El hombre suspiró.

– Eres un cardo borriquero.

– Me quedo en cardo, perdona.

– Angel… -Cooper intentó asirla.

Ella se apartó. Luego, avergonzada por su esquiva actitud, volvió a acercarse a Cooper e intentó hacerle cosquillas en el estómago.

– ¿Y qué hay de ti, hombretón? ¿Qué tal si me hablas de tu peor momento? ¿Tu juramento como abogado? ¿El primer cliente al que defendiste? ¿Tu primer beso? -bromeó Angel con las cejas enarcadas.

Tras un momento de silencio, Cooper la miró a los ojos fijamente.

Ella notó que le temblaba algo en el pecho.

– ¿En serio, Angel? -preguntó, sin dejar de mirarla-. ¿De verdad quieres saber cuál ha sido el peor momento de mi vida?

A pesar del pulso, que notaba desbocado, Angel pensó que estaba tomándole el pelo.

– Claro.

– Cuando murió mi padre. -Los ojos de Cooper no se apartaban de ella.

Los pies de Angel retrocedieron arrastrándose por la arena. Aquello no era justo, no era justo. ¡Ella había querido facilitar las cosas después de las dos torpezas cometidas aquella mañana! Trataba de restablecer la comodidad de una relación no demasiado personal. Por todo ello, Cooper debería estar dándole las gracias.

El hombre siguió hablando:

– Estábamos los dos solos, en las montañas Santa Lucía, en nuestra primera acampada desde su infarto. El doctor le había dicho que estaba totalmente recuperado y, sin embargo, el ataque al corazón le sobrevino la primera noche.

Vaya por Dios. Angel meneó la cabeza y le hizo un gesto con las manos con la intención de que lo dejara.

– Eso es demasiado… íntimo, demasiado personal…

– No me marché de allí para pedir ayuda -la interrumpió Cooper, indiferente-; él no quería que lo hiciera. En lugar de ello, me dio un curso acelerado para enseñarme a ser el hombre de la familia. Me dijo dónde estaban las facturas y demás papeles. Me dijo que cuidara a mi madre y a mis hermanas. Me dijo que hiciera siempre lo correcto.

– No, no -pidió Angel-. No quiero oír…

– Murió con su mano en las mías, y no lo abandoné hasta que se quedó frío.

– … nada más. -Aunque era demasiado tarde, Angel volvió a decirlo-. No quiero oír nada más.

– ¿Y por qué no, si puede saberse? -se quejó Cooper, con expresión tensa-. ¿Por qué no quieres saberlo?

– Yo…

– ¿Por qué no estás interesada en mi vida a no ser que pueda utilizarse para un artículo? Si no tiene gancho para los lectores, ¿entonces no te interesa lo que te cuente? ¿Es por eso que por segunda vez te has marchado antes de que yo me despertara? -Los ojos de Cooper se habían vuelto muy oscuros e inexorables-. Esta mañana, cuando tú ya no estabas, te he vuelto a ver en el fondo de la piscina de Lainey, y sí, Angel, me he puesto muy nervioso. Pero ahora, ahora estoy de mala leche.

Angel siguió alejándose, desesperada tanto por huir de allí como por que no se le notara.

Pero él se adelantó, la asió por los hombros y la obligó a detenerse.

– Es eso, ¿verdad? Te encuentras muy cómoda en una relación periodista-sujeto, ¿no es cierto? Pero no la soportas si se da entre iguales, de persona a persona. -Las manos la agarraron con más fuerza-. Ni entre un hombre y una mujer.

A Angel le costó un esfuerzo mantenerse impertérrita. Lo miraba sin ningún deseo, sin nada que aportarle. Sin dolor. Desde luego, sin dolor.

Pero no era cierto. Él le había hecho daño.

Cooper resoplaba y la cicatriz del pecho subía y bajaba, moviéndose sin cesar.

– ¿Qué demonios estoy haciendo? -murmuró, dejando caer los brazos.

En cuanto Cooper la liberó, Angel dio al instante un paso atrás.

La expresión de Cooper se contrajo.

– Lo siento, perdóname. No tengo derecho, no tengo ningún derecho.

Ella siguió retrocediendo, con la intención de ponerse a salvo.

– No te preocupes, Angel. Me voy -dijo él con voz dolida.

Y así lo hizo. Angel lo vio desaparecer en el túnel. Le escocían los ojos de lo secos que los tenía, y también la garganta, como si los anteriores momentos se hubieran llevado toda vida de ella, como si fuese un brote otoñal que el inclemente sol hubiera secado.

Se dejó caer en la arena y apoyó la cabeza sobre las rodillas. Era el momento para que se levantase el viento y se la llevara con él, que la lanzase sobre los riscos de las ciclópeas montañas Santa Lucía o que la dejase en medio de la corriente que se internaba en el Pacífico.

A quién le importaba si desaparecía. A nadie, pues ella no permitía que se le acercaran hasta ese punto. A pesar de que Cooper pensase que no tenía derecho, había ido directamente a donde dolía, a la verdad sobre ella. Ella no era capaz de entenderse de persona a persona, de mujer a hombre. Era una buena profesional, pero en el terreno de lo personal se cerraba y se aislaba.

Era un mecanismo que la mantenía a salvo… y que había mantenido su soledad.

– Angel.

Alzó la vista. Cooper estaba en la arena, a su lado, dispuesto a abrazarla. Con la mejilla, notó la calidez de la piel de su hombro, su olor, el mismo que el de su cama cuando ella la había dejado aquella mañana… a sábanas limpias y a cielo despejado, con un deje de atractivo sexual.

– Estás aquí -dijo, demasiado sorprendida para rechazarlo.

– No quería dejarte sola. -Él apoyó la cara en el cabello de Angel, que se enredó en so barba de tres días; esa era la única parte del cuerpo a la que ella le daba permiso para colgarse de él-. No podía dejarte.

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