Christie Ridgway - Atrévete a amarme

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La reportera Angel Buchanan se ha llevado una sorpresa enorme al descubrir que el difunto pintor Stephen Whitney, quien se autodenominaba el «Artista del corazón» y se caracterizó por defender los valores familiares, es el padre que la abandonó cuando tenía cuatro años. Y no hay nada como la lectura de un testamento para que aparezcan parientes cuya existencia era hasta entonces desconocida: la afligida viuda junto a su sexy hermana gemela… y un tipo de muy buen ver. Se trata de C. J. Jones, un conocido abogado que quiere comprar el silencio de Angel sobre la no tan ejemplar vida secreta de su padre. Ella no ignora que C. J. intentará cortejarla para salirse con la suya, pero ¿quién podría resistirse? Y encima en un escenario como Tranquility House: una mansión plagada de habitaciones y románticos rincones.

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Y aún tenía esperanzas.

– ¿Tío Cooper?

Sobresaltado, abrió los ojos y miró a Katie.

– Dime.

– El sol ya se ha puesto y tienes frío. Estás temblando.

Se había levantado viento y las melenas de las chicas volvían a flotar en una bonita urdimbre de dos colores.

Angel se puso en pie y apoyó la mano sobre el hombro de Cooper. Tenía los dedos calientes y no pudo evitar cubrirlos con los suyos, helados. En aquel momento necesitaba sentir su calor.

– Cooper, estás helado.

El hombre no se inmutó y siguió con la vista fija en el océano, observando la inabarcable masa de agua que se perdía en el oscuro horizonte. Era una vista espléndida, pensó, aunque implicara que otro día había terminado.

El viento y las olas rugían en sus oídos. Inspiró profundamente aquel aire salobre y sintió el sabor a algas, a sal, a naturaleza en estado puro. Pese a que el atardecer ya hubiera desaparecido, aquello era magnífico.

Entonces se dio cuenta. El sol se había ido, pero el mundo seguía allí. Su luz se había extinguido, pero no así el instante. No podía sentir su calor, pero sí el de la mano de Angel.

Y yo tampoco me he ido todavía.

Inundado por un súbito bienestar, le apretó los dedos con fuerza y le dedicó una sonrisa.

– ¿Estás lista para volver? Se hace tarde, cariño, y tenemos cosas que hacer.

– ¿Cómo?

– Ya sabes -dijo con voz grave-. Esas cosas que hacer.

La risita que oyó a sus espaldas le recordó que Katie estaba todavía allí. Se volvió para mirarla y le guiñó un ojo.

– Cosas de adultos, mocosa. Venga, desaparece.

– ¡Cooper! -gritó Angel, avergonzada-. Pero ¿qué te pasa?

Cooper contuvo la carcajada porque creyó que ella se enfadaría si se echaba a reír. Pero eso era lo que le apetecía. Tenía ganas de sonreír, de reír y carcajearse porque no tenía ningún sentido seguir preocupándose por el futuro cuando el hecho de tener a Angel entre sus brazos le parecía algo tan sencillo y apetecible.

Ya no la soltó, ni siquiera cuando llegaron a su cabaña y ella intentó separarse de él.

– Antes no me has respondido. ¿Qué diablos te pasa?

Ahora que tenía todas las respuestas, no podía dejar de sonreír.

– Le hemos dado demasiadas vueltas. -Tiró de ella hacia la puerta-. Nos hemos preocupado demasiado. -La empujó para que entrara-. Y no hemos -dijo junto a su boca-… no hemos disfrutado lo suficiente del momento.

La abrazó y se calentó contra su piel. Cooper estaba erecto y Angel estaba húmeda. Entrelazaron las lenguas y los cuerpos. Otra maravilla más de la naturaleza.

Sin pensar en el futuro.

Sin dejar escapar el presente.

Aunque todavía no había amanecido, la carpa de la exposición brillaba como si estuviera bañada por el sol gracias a la hilera de bombillas que iluminaba sus paredes. Beth rasgó el envoltorio marrón de otro de los cuadros. El día antes los habían llevado a enmarcar y, aunque aquel hombre había tenido que trabajar a un ritmo frenético, estaban todos listos. Beth quería colgarlos rápidamente y marcharse cuanto antes.

Abandonar Big Sur.

Le temblaban las manos, pero aquello se debía a la falta de sueño y no al miedo por lo que iba a hacer, se dijo.

Abandonar su hogar.

Abandonar a su familia.

Para siempre, rompiendo con las cadenas del pasado, de los secretos, y del silencio que había guardado durante media vida y que ya se prolongaba demasiado.

Trató de tranquilizarse y arrancó el papel marrón de otro de los cuadros, también de un pequeño querubín. Sin apenas mirarlo, se aseguró de que tenía el tamaño apropiado para el lugar que había elegido para él y subió por la escalera.

Mientras subía, oyó pasos. El pequeño sobresalto hizo que la escalera se balanceara, pero el movimiento cesó de repente. Miró hacia abajo y vio un par de manos, una de ellas marcada por profundos arañazos, que la sujetaban con fuerza para estabilizarla.

Lástima que el ritmo de su corazón no pudiera estabilizarse con la misma facilidad. Intentó no pensar en ello y se dispuso a colgar el cuadro en el fondo cubierto de seda como si Judd no estuviera allí. Lo hizo con cuidado y se entretuvo para que quedara del todo recto.

Sin embargo, aquello solo contribuyó a ponerla más nerviosa, así que decidió comenzar a bajar.

Las manos del hombre le rozaron la pierna y Beth volvió a sentir una sacudida.

– Apártate -le pidió entre dientes.

Judd no se movió.

Beth volvió la cabeza y lo observó por encima del hombro. Tenía el mismo aspecto sereno, calmado y silencioso de siempre.

– Sal de en medio.

Y ahí era donde estaba. Justo entre ella y su libertad. Judd era una de las razones por las que se había quedado ya demasiado tiempo.

Beth dio otro paso y él se apartó a un lado, sujetando la escalera solo con una mano. La mujer la miró y se fijó en los arañazos que ya habían comenzado a cicatrizar y en otros nuevos que le habrían causado los gatitos.

– ¿Te quedarás con Shaft? -le preguntó de repente.

Judd torció el gesto.

– Me marcho y necesito que alguien se ocupe de él.

Soltó la escalera y se llevó la mano al bolsillo. La miró atentamente, como si intentara descifrar qué estaba pensando. Durante años, Beth había creído que Judd era capaz de hacerlo. Al fin y al cabo, habían compartido risas y conversación, la charla de ella y las notas crípticas de él, y Judd se había convertido en su base, su apoyo, su mejor amigo.

A Beth le costaba respirar.

– No puedo quedarme a la exposición. No puedo quedarme a contemplar cómo la gente se pasea entre mis secretos y mi vergüenza.

Judd desvió la mirada y esta vez fue ella la que intentó averiguar qué le estaba pasando por la cabeza. Siempre habían sido capaces de comunicarse, pero solo hasta donde él se lo había permitido. Aunque la actitud calmada de Judd, tan distinta a los aires de grandeza de Stephen, siempre le había resultado atractiva, en ocasiones la hacía sentirse una egoísta.

Ella recibía pero nunca daba.

Igual que Stephen había recibido de ella y de su hermana. Y conociéndolo, era muy probable que hubiera justificado su comportamiento con el argumento de que un artista necesita una musa, o el de que una mente artística se alimenta de pasiones.

Y, por supuesto, Stephen fue un hombre encantador, dotado de un talento extraordinario para llegar a la fibra sensible de la gente. Pero ahora que ya no estaba, Beth comenzaba a verlo con mayor claridad.

Cogió otro de los cuadros y se ensañó con el papel que lo envolvía. No se sentía tan furiosa desde el día en que avanzó en dirección al altar, hacia el hombre que amaba, como dama de honor de su hermana. Pero el enfado volvía a aflorar, abriéndose camino entre las capas de culpa y arrepentimiento con las que intentaba sofocarlo. Otro tirón brusco y el cuadro vio la luz.

De inmediato, Beth apartó los ojos de la criatura rubia que ocupaba todo el lienzo. Dispuesta a seguir con su trabajo, recorrió la habitación en busca del lugar apropiado para colgarlo.

El lugar apropiado para colocar otro cuadro más de su pequeña. Rubia, como Stephen. De ojos azules. No había ni un solo rasgo de ella en aquella niña, tantas veces dibujada.

– ¿Cómo pudo? -Ya había amanecido y empezaba a hacer calor. O quizá fuera la ira de la que finalmente era capaz de liberar su alma-. ¿Cómo pudo casarse con mi hermana y tener una aventura conmigo? ¿Cómo pudo dejarnos preñadas a las dos? ¿Cómo pudo pintar un bebé con tanto… tanto amor si ya no existía?

Judd la miraba, atento.

Beth se acercó a él, encendida por la rabia.

– Llevo media vida pagando por mis errores. Me quedé para vigilar a Stephen y asegurarme de que no se aprovechaba de Lainey ni de ninguna otra mujer. Me quedé porque quiero a mi hermana y a mi sobrina. Y también porque… -Confesarle aquello a Judd sería un error-. Pero ya me he cansado. No quiero quedarme por el sentimiento de culpa ni por una amistad que nunca llegará más lejos.

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