Beth se dio la vuelta para salir pero Judd la agarró de la muñeca. La soltó y ella volvió a mirarlo.
– ¿Por qué me besaste, Judd? ¿Por qué?
El hombre la observaba con la misma expresión de impotencia que cuando le había hecho la pregunta el día anterior.
Beth soltó una risa ahogada y amarga que sonó a llanto.
– Muy bien. No me lo digas. Pero yo ya estoy harta de guardar secretos. Y no lo voy a hacer más. Ni uno solo.
Dispuesta a enfrentarse a la verdad, recorrió una vez más los cuadros del bebé. Sintió un nudo en el estómago. Y dolor. Dolor por la pérdida.
Pero tenía gracia. Cuando los miraba le costaba identificar en ellos algún tipo de pérdida. Los lienzos eran muy bonitos, preciosos, y la criatura dibujada parecía sana y vital.
Entonces pensó que aquella niña no era su hija sino un producto de la imaginación de Stephen, de su don artístico, de la bondad que había en su alma, pese a los muchos defectos que pudiera tener.
Se fijó en el gesto inexpresivo de Judd y volvió a sentir dolor. Dio media vuelta y se marchó sin decirle adiós.
Judd se la quedó mirando. ¿Qué es lo que había dicho? ¿Que no iba a guardar ni un secreto más? Mierda, mierda. La idea de que se pudiera marchar lo había dejado tan impresionado que a punto había estado de olvidarse del resto.
Se apresuró a seguirla y en la entrada de la carpa se dio de bruces con Angel. Ambos se sujetaron para mantener el equilibrio.
La tenue luz del amanecer se reflejaba en su melena.
– El mundo parece haberse empeñado en hacerme caer -murmuró.
Judd le apretó los brazos y la miró a los ojos.
Como si intuyera su pregunta, Angel le devolvió una mirada atenta.
– Lo siento, pero no he podido evitar oírlo todo.
Sin pensar, Judd dijo:
– No sé qué hacer. -Su voz era grave, arenosa, muy áspera-. La amo.
– ¿Me lo estás preguntando? Bueno, pues aquí va lo que yo siempre digo. -Angel cerró los ojos-. La verdad. Cuando ya lo sabes todo tienes que decir la verdad.
Judd encontró a Beth en la cocina de su casa. No le apeteció llamar a la puerta con los nudillos ni con la campanilla y prefirió caminar alrededor de la casa y utilizar la puerta de atrás para entrar por su cuenta.
Una vez ante ella, se quedó mirándola, en silencio.
Seguía sin saber qué hacer. Nada de lo que había aprendido con sus religiones y filosofías le servía para saber a qué atenerse.
Beth alzó la vista desde el lugar en el que estaba, junto a la mesa. El recién llegado vio que tenía una mejilla manchada, el flequillo cayéndole en desorden sobre los ojos y un roto en la costura de la camiseta. Se quedó boquiabierto, pues nunca antes había visto a Beth en una condición que no fuera la pulcritud llevada al extremo.
Al contemplar la cocina y ver los platos sucios en el fregadero, un extenso rastro de algo que podría ser mantequilla de cacahuete en la encimera, normalmente impoluta, y medio dedo de café quemándose en la cafetera, su sorpresa no hizo más que incrementarse.
Se adelantó para apagar el fuego y descubrió a Shaft, que oteaba con desconfianza desde la esquina del pasillo. Ambos, gato y hombre, se miraron y se hablaron de esa manera en que lo hacen los animales -del género masculino- mudos. «No me mires -le espetó sin preámbulos la criatura-. No pienso razonar con ella. Los gatos que hablan, los de las películas, son capaces de hacer cosas extraordinarias, pero yo soy un gato real, y, como tal, poco puedo hacer por ella.»
Judd se volvió hacia Beth. Estaba inclinada sobre la mesa, escribiendo con rapidez en una hoja de papel.
Se le acercó, nervioso; estaba escribiéndole una carta a Lainey.
Arrastró los pies para llamar su atención y, como eso no funcionó, se sentó junto a ella, en una silla. Ella continuaba ignorándole, así que resolvió quitarle el bolígrafo de la mano.
Beth ni siquiera parpadeó, sino que tomó otro bolígrafo de un cajón de la mesa justo en el mismo momento en que él alcanzaba una hoja de la pila contigua al cajón. Los dedos de ambos se rozaron.
Uno y otro apartaron las manos.
Uno y otro comenzaron a escribir en sus respectivos folios.
Al acabar, Judd hizo resbalar su hoja en dirección a Beth.
Ella la apartó de la mesa, sin siquiera abrir la boca.
El papel fue revoloteando hasta la puerta mientras ella seguía escribiendo, palabra tras palabra, la carta. Haciendo acopio de autocontrol, Judd, malhumorado, se hizo con una nueva hoja y escribió una línea, para después presenciar cómo Beth se deshacía de lo que le estaba diciendo de un manotazo.
Al tercer intento fallido, Beth habló sin dirigirle la mirada:
– No te molestes, no pienso leerlo.
Judd cerró los ojos. Cálmate. Trata de no perder el equilibrio. Intentó relajarse encomendándose al silencio de la habitación y dirigiendo sus pensamientos a su estado original de pureza y claridad zen. Pero los latidos del corazón le palpitaban en los oídos, su propia respiración rasgaba una y otra vez el silencio, y, como colofón, el reloj de pared iba marcando los segundos que le restaban a su última oportunidad.
Movió los labios; una vez, dos veces.
– Pues entonces tendrás que oírlo.
Beth se sobresaltó, desprevenida ante el áspero timbre de su voz.
– Una cosa -agregó, con el índice en alto-. Tengo una cosa que decirte.
Ella no quiso seguir mirándolo.
– Es demasiado tarde. Te di muchas oportunidades para hablar sobre… sobre nosotros. Y no lo hiciste, no pudiste -le contestó ella.
– No es sobre nosotros. -Se levantó de la silla, se arrodilló a los pies de la mujer y le ofreció las manos-. Es sobre algo más importante que nosotros.
Ella intentó zafarse de él sin conseguirlo, pues la sujetaba con fuerza. Como corredor de bolsa, había dado consejos miles y miles de veces. Había hecho que sus clientes se enriqueciesen, que pudieran llevar vidas muy lujosas y comprarse los juguetitos más caros. Pero cuando su cliente principal -y mejor amigo-, aquel para quien había ganado millones, se suicidó, Judd tuvo que hacer frente al hecho de que todo lo que decía y mercadeaba no había servido para transmitir ni un solo gramo de felicidad.
Entonces se había jurado no volver a aconsejar a nadie y empezar a escuchar. Sin embargo, había llegado la ocasión de romper el juramento.
– No puedes decírselo a Lainey. -Trataba de hablar con toda la concisión de que era capaz.
– ¿Lainey? -exclamó Beth-. ¿Lo que vas a decir tiene que ver con Lainey? ¿Vas a acabar con un silencio en el que llevas emperrado cinco años para hablarme de Lainey?
– Sí.
La cara de la mujer palideció.
– ¿Por Lainey? -susurró.
– Sí.
– No -repuso, volviendo la cabeza hacia el lado opuesto a él.
– Es un secreto que tienes que guardar, Beth. No permitiré que le digas la verdad a tu hermana y que le hagas daño.
Beth se revolvió y cerró los ojos.
– No, no, no.
– No está bien, no es justo que te desahogues y que con ello le perjudiques.
Una lágrima resbaló desde las pestañas de Beth y le bajó por la mejilla. Él la siguió con la mirada, como si la estuviera tocando, acariciándola.
– Así que vuelvo a estar equivocada -rezongó-, vuelvo a ser la hermana malvada.
– Si se lo dices, sí.
– ¡No! -Beth retiró las manos y se levantó de un salto-. ¿Quién te crees que eres? -gritó-. ¿Quién te crees que eres para decirme lo que tengo que hacer?
Ahí estaba, la pregunta que él se había temido. Sabía que sería esa la que surgiría en el momento en que decidiese empezar a hablar. Cuando su papel era el de Judd Sterling, el noble anacoreta, el silencioso hombre del misterio, había deseado suponer una alternativa que desbancase al Artista del Corazón.
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