Sin embargo, sabía que aquello era falso, que ella advertiría que su silencio, a fin de cuentas, no escondía nada relevante.
– ¿Que quién soy yo? -barbotó, debatiéndose entre hablar o callarse-. Yo era un mercachifle de Wall Street, obsesionado con el golf y adicto a las fluctuaciones de la bolsa, que no se enteraba de que estaba cavando su propia tumba hasta que cavó la de su mejor amigo y, después, la de su matrimonio. Un gilipollas del montón.
Beth le dio la espalda y cruzó los brazos.
– ¿Y ahora?
– Ahora. -Judd se rindió, suspiró-. Ahora sigo siendo del montón. El cuarentón de a pie que sigue intentando descubrir el puñetero significado de la vida.
Beth se levantó y se acercó a la ventana para mirar a través del cristal.
– Y a pesar de ello, has conseguido descubrir que no se lo debo decir a Lainey -dijo fría y lentamente.
– Beth. -Ella le estaba poniendo patas arriba el corazón y aquello lo lastimaba demasiado-. Es tu cruz, la que tú tienes que llevar.
– Me duele que así sea, y a ti no te importa lo mucho que me duele.
Judd bajó la vista. Tú no sabes lo mucho que me importas. Eso no pudo decírselo.
– Yo pretendo… quiero…
Al levantarse comprobó que la mujer se tensaba y, al acercársele, que lo rechazaba.
– Has dicho lo que tenías que decir. Ahora vete.
Pero había una pena profunda en sus palabras, y por muy del montón que fuera él no iba a dejarla sin intentar hacer algo.
– Déjame ayudarte -dijo, atusándose el cabello-. Sé que nunca te perdonarías si volvieras a causarle daño a tu hermana. Eso sería peor que lo que ya tienes que soportar. Sea como sea, sigo siendo tu amigo, así que cuéntame tus secretos, dime cómo estás y yo trataré de serte de utilidad.
Beth estaba inmóvil.
– ¿Qué?
– Solo conseguirás más sufrimiento si haces que Lainey sufra.
Volvió la mirada hacia él con lentitud. Estaban cerca, tan cerca que tuvo que apartar la cabeza para poder mirarlo a los ojos.
– ¿No querrás decirme que todo esto es… por mí?
Judd, desconcertado, asintió.
– No por Lainey. Has vuelto a hablar por mí.
Él volvió a asentir y ella lo miró.
– Yo… -Lo que estaba a punto de decir se le escapó y bajó la mirada-. ¿Por qué, Judd? Necesito saber por qué.
¿Por qué? Eso ya se lo había preguntado una vez. «¿Por qué me besaste? ¿Por qué?»
Las conocidas razones que lo conducían al silencio seguían allí. ¿Qué clase de sabiduría había alcanzado durante los anteriores cinco años? Sus relaciones siempre habían sido superficiales, incluso la que había tenido con su supuesto mejor amigo. ¿Sería diferente con Beth?
Sí, ya era diferente.
¿Dejaría ella que lo fuese?
Sí, ya se lo había permitido.
¿Podría ganarse un corazón, el de Beth, que hacía tanto que estaba herido?
– ¿Por qué, Judd? -murmuró Beth.
Tenía que intentarlo. Hablar seguía siendo difícil. Miró a su alrededor, en busca de papel y bolígrafo con los que escribir, pero no quiso apartarse de ella para ir a buscarlos. Se apañaría con lo que tenía a su alcance.
Sobre la mancha de mantequilla de cacahuete de la encimera, dibujó el símbolo: «».
Beth lo observó durante un instante y luego, arrebatada, se le acercó, con algo distinto en la expresión; ¿esperanza, alegría, maravilla?
– ¿Me quieres?
«Sí.» Él la abrazó con la misma pasión que pretendía destinarle por el resto de su vida. Más tarde, consiguió recuperar la voz para contárselo todo, sin dejarse sus secretos. Le contó cómo había llegado a Tranquility House y las razones por las que se había quedado. No por el silencio, el yoga, el tai-chi o el tofu. «Me quedé porque estabas tú.»
– Me amas -declaró, convencida, Beth.
Él le acariciaba las mejillas con los labios, le tocaba el pelo.
– Más de lo que las palabras puedan expresar -le susurró.
A media mañana, Angel dejó su cabaña con una sensación de abatimiento y, reuniendo fuerzas, se encaminó al edificio comunitario. Cooper tenía que estar preocupado por no saber qué le había sucedido. Ella había abandonado su cama al amanecer con la intención de recuperar su jarra de café instantáneo y de volver enseguida junto a él. Pero luego había escuchado la conversación de Beth y Judd, y lo que oyó hizo que volviera a su cabaña a por algo más que café.
Inhaló con fuerza y el aire, caliente y seco, le resecó la humedad de la boca. La imagen de un vaso congelado lleno de Pepsi floreció en su imaginación y flotó ante ella como si se tratara del espejismo de un oasis. Echaba de menos todo aquello: refrescos, manicuras, cafés con leche, bocinazos. Plazos, correctores maniáticos, y su firma al final, escrita con su tipo de letra favorito, sencillo y claro.
Quería volver a casa.
Sí, y también olvidarse de las anteriores tres semanas.
– ¡Oye! -La gran mano de Cooper la agarró por enésima vez por los hombros-. Pensaba que habíamos acordado que no volverías a escaparte de mí.
Cooper descollaba sobre ella y tenía aspecto de estar cansado, lo que, sin embargo, no le impedía apreciar su monumental atractivo.
Quería olvidarse de él.
Pero ¿cómo, cómo iba a olvidarse si él la cogía en los brazos y le plantaba un beso en la boca? Angel no pudo por menos que esperar que sus labios la libraran de todas las preocupaciones y solo dejasen su pasión, dulce y cálida.
Presionó contra él y ladeó ligeramente la cabeza, rogando en silencio que no dejara de besarla.
– ¡Vaya! -Cooper la soltó, desconcertado-. ¿Y a qué viene esta demostración?
Angel lo abrazó pasándole los brazos por el cuello.
– Volvamos a la cama. -Podían apagar las luces, correr las cortinas e imaginar que en el mundo no había nadie más que ellos.
Él la miró con reprobación y le apartó un mechón de pelo de la cara.
– Has sido tú la que se ha levantado para hacer tu patrulla matutina.
– Hagamos como si no lo hubiera hecho. -Angel se puso de puntillas y lo besó en la parte baja de la barbilla-. Empecemos donde lo habíamos dejado.
Cooper sonrió mientras jugueteaba con los rizos de la nuca de Angel.
– Suena tentador, pero no puedo…
– Te necesito -susurró ella, con la intención de que su voz no revelara la desesperación que sentía. Si no podía retroceder en el tiempo, al menos podría pararlo.
– Angel…
– Cooper. -Ella abrió mucho los ojos en un intento de aparentar la fragilidad e inocencia que todos le suponían, con tanta pericia que consiguió que le temblase el labio inferior-. ¿Es que no me has oído? -Se arrodillaría si hacía falta; le rogaría-. Te necesito. -Cada vez hablaba con mayor soltura.
Cooper soltó una carcajada.
– Por un instante casi me engañas -repuso, mientras la apartaba de sí con una amistosa palmadita en la nalga-. Pero Angel Buchanan no necesita a nadie, de eso estoy seguro.
– Pero… -titubeó Angel, mirándolo a los ojos.
– Vamos, cariño. -Le propinó una nueva palmadita-. Lo bueno se hace esperar y está bien que así sea. Ahora soy yo el que te necesita.
El hombre se echó a caminar pero le llevó unos pasos darse cuenta de que ella no iba con él.
– ¿Qué, vienes? -preguntó, dándose la vuelta-. Tenemos mucho que hacer porque Judd se ha marchado con Beth.
– ¿Marchado? -Angel lo alcanzó-. ¿Marchado adónde?
– Judd tiene un apartamento en Pebble Beach -explicó Cooper, arqueando las cejas-. Se han tomado unos días de descanso.
– ¿Ahora?
– Se han marchado hará unos quince minutos, y han hecho bien. Solo hay un tiempo, y es el presente.
El presente. Angel caminaba con paso titubeante mientras pensaba ansiosamente en el futuro. La esperaba San Francisco y sus quehaceres cotidianos, y lo que decidiera hacer con ellos.
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