Christie Ridgway - Atrévete a amarme

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La reportera Angel Buchanan se ha llevado una sorpresa enorme al descubrir que el difunto pintor Stephen Whitney, quien se autodenominaba el «Artista del corazón» y se caracterizó por defender los valores familiares, es el padre que la abandonó cuando tenía cuatro años. Y no hay nada como la lectura de un testamento para que aparezcan parientes cuya existencia era hasta entonces desconocida: la afligida viuda junto a su sexy hermana gemela… y un tipo de muy buen ver. Se trata de C. J. Jones, un conocido abogado que quiere comprar el silencio de Angel sobre la no tan ejemplar vida secreta de su padre. Ella no ignora que C. J. intentará cortejarla para salirse con la suya, pero ¿quién podría resistirse? Y encima en un escenario como Tranquility House: una mansión plagada de habitaciones y románticos rincones.

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Cuando ella se corrió, él siguió empujando, deleitándose con cada sacudida contra el cuerpo de Angel. Ella arqueó la espalda y soltó un largo gemido de placer. Fue entonces cuando Cooper también se corrió. Subió la mano hasta su pecho y la abrazó contra su cuerpo con la esperanza de que sintiera lo que le había provocado, de que sintiera placer por haberle hecho sentir tanto placer a él.

Cuando, exhausto, se dejó caer sobre ella, Angel se contoneó para apartarse y lo besó con ternura en los labios. Después suspiró.

– Está bien, tengo que admitir que no todo se reduce a la postura del misionero.

Cooper solo tenía fuerzas para sonreír.

Angel buscó su camiseta, se la puso y se acurrucó junto a su pecho. Estaban a punto de quedarse dormidos cuando a Cooper lo asaltó un pensamiento.

– ¿Angel?

– Mmm.

A Cooper le gustó el tono satisfecho y soñoliento de aquel murmullo.

– Antes dijiste que solías fingir. Y yo me pregunto… ¿cómo puedes fingir algo que no has experimentado?

Angel acomodó la cabeza sobre su brazo. Cooper la besó en la frente.

– Cariño… Yo no dije que no lo hubiera experimentado.

– ¿Cómo?

Angel se rió.

– Cooper… y tú dices que conoces a las mujeres.

Frotó la cabeza contra su hombro y añadió:

– Lo del vibrador no era ninguna broma, tonto.

16

Judd estaba agachado al lado del matorral de romero, junto a la puerta de salida de la cocina de Tranquility House, cuando una clara voz sonó a sus espaldas.

– ¡Estás aquí!

Los pies morenos y delicados de Beth entraron en su campo de visión. Llevaba unas sandalias cuyas tiras se ataban bajo los tobillos, uno de los cuales lucía la tobillera de platino y diamantes que deslumbraron a Judd con sus destellos, procedentes de la intensa luz matutina.

– No te veía desde el día de la torre, así que he decidido venir a buscarte. -Beth se llevó a los labios una humeante taza de café-. Si me preguntan, digo que es descafeinado.

Judd se levantó con lentitud, sin apartar la vista de lo que llevaba oculto en la camiseta doblada hacia arriba. Él había sido el firme y silencioso puntal en la vida de aquella mujer y temía delatar su nervioso estado, cercano al colapso, que poco se parecía a su supuesta calma y serenidad.

– ¿Qué llevas ahí? -le preguntó ella-. ¿Más gatitos salvajes?

Antes de que él pudiera moverse, Beth le tiró de la camiseta para ver su contenido. Se inclinó y sus brillantes cabellos negros se precipitaron sobre Judd, que pudo contemplarle la suave piel de la nuca.

Obnubilado, ni siquiera percibió que ella estaba desenvolviendo su preciada carga. Tenía que apartarse para que las garras de los gatitos, siempre listas para erizarse y arañar, como él ya había tenido ocasión de comprobar, no lastimaran la piel de Beth. La sacudida, producto del movimiento del hombre, hizo que las adormiladas criaturas se convirtieran en una maraña de pelo con la desesperada pretensión de subírsele a las barbas, y controlar la situación le costó nuevos arañazos en el brazo y, por las punzadas que sintió, también en la barriga.

Pero por lo menos tenía una excusa para no quedarse con Beth. Ya en la cocina, dejó a los gatitos en una caja que había acondicionado para ellos y después se encaminó a la enfermería.

Beth le iba siguiendo los pasos, pero él fingió no advertir su presencia, al extremo de que le cerró la puerta de la enfermería en las narices.

Por desgracia, aquella maldita puerta no tenía cerrojo. Beth la abrió, entró y, tras cerrarla, apoyo la espalda contra ella.

– Quiero contártelo todo -le dijo.

Judd se volvió para rebuscar en un estante. Ya sabía lo suficiente, vaya que sí, lo bastante como para perder la calma, deshacer su equilibrio emocional y tener ganas de desenterrar a Whitney con sus propias manos.

Encontró el frasco de antiséptico y se hizo también con dos gasas. Entonces, con todo aquello en las manos, intentó desenroscar la tapa del bote.

– Déjame a mí -le sugirió Beth.

Ella le arrebató el frasco de las manos antes de que pudiera negarse y, apuntando a la esquina de la mesa, le dijo:

– Siéntate y enséñame la mano.

Él obedeció como un autómata y alzó la mano derecha, la que había rescatado a los gatitos y que, pese a ello, había salido indemne de la hazaña. Beth meneó la cabeza y le cogió la izquierda, en cuyos rasguños aplicó una compresa empapada de agua oxigenada.

Judd contuvo la respiración y la miró a los ojos.

– Muy bien -repuso ella-. Ahora me haces caso.

Judd enarcó las cejas para interrogarla sin demasiado ánimo.

– Tengo que decírtelo -insistió Beth-, tienes que saberlo todo.

La expresión de Judd se encogió en una mueca de dolor. Era suficiente con lo que ya sabía; si tuviese que oír más sus emociones explotarían y se transformarían en palabras, en acción, en errores, y, como resultado, perdería todo aquello que lo había llevado a quedarse en Big Sur, la paz y la tranquilidad.

La amistad genuina.

Sin embargo, con la mano de Beth en la suya, no encontró otra opción que no fuera prestarle atención.

– Cuando él llegó por primera vez a Big Sur -explicó Beth-, Lainey y yo tendríamos unos doce años, y ya sabes cómo funcionan las cosas por aquí. Todo el mundo conoce a todo el mundo. La opinión generalizada era que el recién llegado se marcharía después de una temporada, como todos los artistas. Por el contrario, cuando acabamos el instituto, Stephen seguía aquí y su fama comenzaba a hacerse notar en todo el país.

Beth empapó otra gasa con agua oxigenada y frotó con ella los arañazos que Judd tenía en la muñeca. Él mantuvo la compostura, decidido a evadirse del dolor y de sus palabras, y se quedó quieto. Soy una roca, pensó.

– Luego, nuestro padre murió y necesitábamos dinero. Cooper estaba en la universidad al tiempo que intentaba mantener Tranquility House en funcionamiento. Y cuando Stephen nos habló de alquilar una de las cabañas por un largo período, todos nos alegramos. Bueno, yo me alegré porque estaba como loca con él.

Judd se la imaginaba a los dieciocho años, hermosa y con las piernas largas. Stephen debió de haberse fijado en ella, debió de haberles echado el ojo a las dos.

– No mucho después de que él se hubiera mudado, yo… yo creí entender que se había enamorado de mí. Estaba convencida de que me iba a pedir que me casara con él. Sin embargo, como sabes, fue Lainey la afortunada.

Judd cerró los ojos y, derrotado, tomó bolígrafo y papel. «¿Con las dos?», escribió.

Beth sabía a qué se estaba refiriendo con aquella corta pregunta.

– Sí, creo que en un principio trató de cortejarnos a las dos. Yo iba a su encuentro en la cala, lo hice unas cuantas veces, igual que como lo describió Lainey. Aunque, claro, él nunca me llamaba por mi nombre, así que cuando ambos anunciaron su matrimonio, pensé… pensé que Stephen debía de haber confundido a mi hermana conmigo.

El bolígrafo de Judd se afanó en el papel. «¿No creíste que lo hacía a posta?»

Beth, tras leerlo, le dio la espalda, tiró la gasa usada en una papelera y enroscó la tapa del frasco.

– No hasta hace muy poco, hasta que Lainey dijo el otro día que no lo creía capaz de un error así. Hasta entonces, yo siempre había pensado que él se había casado por equivocación. Si tuviera que echarle la culpa a alguien me la echaría a mí, por no darme cuenta de que destinaba su amor a mi hermana.

Así que aquel cabronazo había estado jugando con las dos hermanas a la vez. La ira comenzaba a agolpársele a Judd en el pecho. Stephen, que ya era un adulto, había abusado de la credulidad de Beth, de solo dieciocho años.

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