Christie Ridgway - Atrévete a amarme

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La reportera Angel Buchanan se ha llevado una sorpresa enorme al descubrir que el difunto pintor Stephen Whitney, quien se autodenominaba el «Artista del corazón» y se caracterizó por defender los valores familiares, es el padre que la abandonó cuando tenía cuatro años. Y no hay nada como la lectura de un testamento para que aparezcan parientes cuya existencia era hasta entonces desconocida: la afligida viuda junto a su sexy hermana gemela… y un tipo de muy buen ver. Se trata de C. J. Jones, un conocido abogado que quiere comprar el silencio de Angel sobre la no tan ejemplar vida secreta de su padre. Ella no ignora que C. J. intentará cortejarla para salirse con la suya, pero ¿quién podría resistirse? Y encima en un escenario como Tranquility House: una mansión plagada de habitaciones y románticos rincones.

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Angel intentaba, una vez más, ser razonable, pero la razón no tenía cabida en aquel momento. En lugar de discutir la agarró por la muñeca con delicadeza, con mucha delicadeza, y caminó con ella a través del bosque hasta su cabaña.

Cuando llegaron a la puerta, Cooper se detuvo. Le acarició el pelo, todavía húmedo. La noche era tan cálida que Angel había optado por no cambiarse y volver con la misma falda. Todavía mojada en la parte más gruesa, la tenía pegada a las caderas y algo más suelta por debajo, donde la tela ya se había secado. Cooper pensó que parecía una sirena.

La idea casi le hizo reír. Una sirena. Un ángel.

Dependiendo del momento, Angel podía ser una sirena que atraía a los hombres hacia su destrucción o una de las que atraían y consolaban una vez que la destrucción ya había tenido lugar.

Con un suspiro, intentó librarse del enfado que lo había invadido desde que, aquella mañana, se había despertado y ella ya no estaba junto a él.

– No puedo dejar que te vayas. -La cara de sorpresa de Angel le provocó una sonrisa-. No esta noche. Te das cuenta, ¿verdad?

Ya había oscurecido, pero la luz de su cabaña era suficiente para adivinar la expresión de su rostro. Todavía estaba pálida, y la tenue luz difuminaba el brillo de sus ojos.

– No creo que sea…

– Por el amor de Dios, Angel, nunca ha sido una buena idea. -Pero tenía que tocarla, abrazarla, asegurarse de que su piel se mantendría caliente toda la noche-. Creo que los dos lo sabemos.

Angel cerró los ojos y asintió. Sus largas pestañas parecían un borrón oscuro sobre la palidez de sus mejillas y Cooper sintió el deseo de acariciárselas con la lengua. El hombre tuvo la sensación de que ella se había inclinado hacia él, o eso quiso creer que había hecho. Dejándose llevar por un impulso, la tomó en brazos como cuando la había sacado de la piscina y entró con ella en la cabaña.

Angel recostó la cabeza sobre su hombro, parecía una niña cansada, y Cooper recordó el mismo gesto en Katie. Sintió el deseo de protegerla, de mimarla. Aquella era la misma niña que se había hecho pasar por niño para enfrentarse a los demás chicos de su clase. La misma mujer que había resistido la austeridad de la cabaña y tres comidas de tofu al día solo para poder escribir un reportaje. La misma atractiva joven que le había hecho recuperar las ganas de vivir.

Una vez dentro, Cooper la dejó sobre la cama y se sentó junto a ella. Llevó una mano a la trenza, le quitó la goma y se la deshizo. Le peinó la melena todavía húmeda con los dedos, esparciéndole los rizos por la espalda.

Angel temblaba.

– ¿Tienes frío? -susurró.

– No, estoy preocupada -respondió con la vista en la mesita de noche-. ¿Por qué no apagas la luz?

Cooper se inclinó para obedecerla y, a oscuras, buscó su rostro con la mano. No quería que se preocupara, solo quería su calor, sentirla cerca. Así que le besó la mejilla, la frente, la cabeza, mientras notaba un dolor en el pecho que no sentía desde que los médicos lo habían partido en dos.

– Es solo sexo -le dijo al oído, con la esperanza de que aquellas palabras la tranquilizaran-. No deberías preocuparte, ambición rubia.

Angel soltó una risotada, y sus músculos se fueron relajando.

– No sé, George. Nunca he tenido muy claro por qué acera ibas…

Entonces Cooper la empujó para tumbarla sobre la cama y él se echó encima de ella. Le separó las piernas y se colocó entre ellas.

– Pues toma nota -dijo, empujando.

– Te lo tienes muy creído, amigo mío.

Cooper sonrió.

– Eso es lo que somos, amigos. -Y la besó, con ternura, suavemente. Cuando levantó la cabeza, Angel soltó un leve gemido.

Quería aprovechar al máximo cada momento que les quedara por pasar juntos.

– Cuéntale tus secretos a tu amigo, Angel.

Bajo su cuerpo, la mujer se puso tensa, pero pronto se relajó.

– No tengo secretos.

Cooper le apartó el pelo de la cara.

– Sí, sí los tienes. Pero no me importa descubrirlos por mí mismo.

Comenzó a recorrerle el cuello con los labios, a lamerle la garganta de abajo arriba. Durante un instante, notó el sabor a cloro y volvió a sentir el miedo, pero pronto apartó el recuerdo de su mente y se entregó de nuevo a su cuello, que sabía a deseo, cálido y creciente.

Ahora estaba allí con él. Segura entre sus brazos.

– Tus secretos, cariño -murmuró-. Última oportunidad.

Atrapada bajo su peso, Angel dibujaba movimientos sinuosos.

– ¿Por qué no te quitas la ropa?

– No me hace falta desnudarme para conseguir lo que quiero -respondió. Además, si se desnudaba demasiado pronto quizá se quedaría sin las respuestas que andaba buscando.

Angel envaró la espalda.

– Y ¿qué es? ¿Qué es lo que quieres?

– Te quiero a ti. -Apoyado sobre los hombros, le acarició la cara y siguió la línea de sus pestañas con el pulgar-. Dime, Angel. ¿Es que alguien te ha hecho daño practicando sexo?

– Pues claro que no. Nadie me ha hecho ningún daño -espetó.

Previsible, pensó Cooper y entornó los ojos.

– ¿En qué estaría yo pensando? Como si en este mundo hubiera alguien capaz de hacerte daño… -Pero la creyó. El problema no estaba en el sexo, él lo sabía bien-. Entonces, ¿qué pasó? -preguntó con dulzura mientras recorría el perfil de sus labios-. ¿Por qué decidiste no obtener placer en la cama?

– Haces que parezca una…

– ¿Una pesimista?

En lugar de responder, Angel lo atrajo hacia sí y lo besó, separando los labios. Al poco, Cooper se separó, dispuesto a averiguar qué le pasaba por la cabeza antes de que él perdiera la suya.

– ¿Por qué, Angel? ¿Por qué te resignaste a no disfrutar en la cama?

Angel frunció el entrecejo.

– Nunca he sido capaz de llevar el ritmo, ¿sabes? Y eso duele… -Se interrumpió y sacudió la cabeza-. No es que duela, es que es un poco frustrante querer algo y no conseguirlo.

– Y te propusiste dejar de quererlo.

– Quiero estar contigo -respondió, mientras se acercaba de nuevo a él. Volvieron a besarse y esta vez a Cooper le costó un gran esfuerzo separarse de ella.

Se echó hacia atrás, respirando aceleradamente. Era tan hermosa, con aquellos labios enrojecidos por los suyos.

– ¿Cómo podría hacer eso un hombre? Dejarte insatisfecha, quiero decir.

Angel soltó un suspiro, algo molesta por su insistencia.

– No creo que se dieran cuenta. Siempre he fingido.

– Angel… -comenzó, sin tener muy claro si sentir compasión por los pobres ilusos que no habían sido capaces de darse cuenta del engaño o por Angel, que había renunciado al placer para no herir el orgullo de aquellos tipos.

– Es un problema de ritmo. Contigo me pasó lo mismo.

Cooper se quedó de piedra.

– ¿Conmigo? Conmigo no fingiste.

Angel sonrió.

– No, pero tampoco estuvo del todo bien. No como se supone que debe ser, en cualquier caso. Me cuesta seguir el ritmo que lleva al éxtasis simultáneo de hombre encima y mujer debajo, ya sabes.

– Como se supone que debe ser -repitió. Entonces lo vio claro. Puede que ella tuviera veintisiete años, pero las relaciones que había mantenido debían de haber sido más bien pocas, espaciadas en el tiempo y con jovencitos. Por favor, cualquier hombre con un poco de experiencia en ese campo sabía si…

– Deja que te vuelva a besar, Cooper. -Angel le agarró la cabeza e intentó atraerlo hacia sí pero como no lo consiguió, fue ella la que se acercó-. Deja que te bese.

Cooper la empujó de nuevo contra la almohada.

– El sexo no debe ser de ninguna forma en concreto, Angel.

– Leo muchas revistas sobre el tema -se defendió-. Y ya sé que no todo se acaba en el misionero, pero…

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