– Supongo que no debería haber cambiado mi trabajo de hoy por la ración de monólogo humorístico que acabo de representar.
Él también se levantó y, en lugar de responder, la estrechó entre los brazos.
– Vas a matarme, criatura -masculló-. Vas a conseguirlo.
– Y eso no está bien -le contestó ella, pegada a su camiseta. Como Katie, Cooper despedía un leve olor a cloro y Angel imaginó sus manos, fuertes y decididas, chapoteando en el agua, las mismas manos que la estaban sosteniendo, con la misma fuerza y decisión. Lo miró a los ojos e hizo un esfuerzo por no pasarle los brazos alrededor del cuello-. Y esto me parece que tampoco.
Con el rabillo del ojo distinguió que algo se movía; era Lainey, que se dirigía hacia ellos. Sobresaltada y pensando en la equivocada actitud de casamentera que al parecer animaba a la viuda, retrocedió trastabillando hasta el borde de las piscina.
– Cuidado -le avisó Cooper.
Angel recuperó el equilibrio y se afianzó sobre las losetas del borde.
– No pasa nada.
Lainey continuaba acercándose y observando la escena.
– Necesito hablar contigo -le dijo a Cooper en voz baja, una vez que llegó junto a él-, sin que se entere Katie.
Al oírlo, Angel quiso alejarse de inmediato.
– Bueno, tal vez yo deba…
Cooper la detuvo con la mirada.
– Tú no te vas a ninguna parte.
– Pero…
– No te preocupes, Angel -intervino Lainey-. Confío en ti.
Estamos listos, pensó Angel, que empezaba a olerse algo no demasiado bueno. Pese a ello, se quedó donde estaba.
– Es sobre… Stephen -explicó la viuda, en tono de confidencia-. Estuve revisando sus papeles y, esta mañana, ha aparecido algo. No estoy segura, pero me parece que… él debió de tener otra familia.
– ¿Otra qué? -preguntó Cooper, incrédulo.
Angel quería desaparecer, que se la tragase la tierra y la devolviera a las antípodas. O regresar al día en que había decidido investigar sobre Stephen Whitney y dejar las cosas como estaban -muertas, pensó histéricamente-, sin remover nada.
Lainey se frotaba los brazos con las manos, como si tuviera frío.
– No sé. Lo mejor sería que vosotros vieseis lo que he encontrado. Estaba en un archivador repleto de viejos papeles. Es la mitad de un folio, dividida por el medio. En un lado escribió «irme» y en el otro «quedarme». Stephen solía tomar sus decisiones de ese modo, ya os imagináis, razones para hacer algo y razones para no hacerlo.
– ¿Y? -murmuró Cooper.
– En el lado del «irme» estaba escrito «arte» y «libertad». En el lado del «quedarme»; «Michelle» y… -titubeó.
– ¿Qué? -la instó Cooper.
Angel contuvo la respiración.
Lainey tomó aire y volvió a dudar.
– «Nuestra hija» -dijo al fin.
Cuando aquellas dos palabras le alcanzaron el corazón, Angel intentó apartarse, librarse de ellas, y aun así seguían allí, aguijoneándola. Cuando quiso darse cuenta, no tenía nada bajo los pies. Y luego agua, agua cubriéndola por todas partes.
Instintivamente se puso a bracear. Aún quedaba luz en el cielo y pugnó por salir a él, a pesar de que la falda, retorcida, se le había enrollado en las piernas como una soga. Consiguió llegar a la superficie, sacó la nariz y después la boca, para escupir agua y tomar aire.
Luego, deseando por enésima vez haber tenido un padre que le hubiese enseñado a nadar, volvió a hundirse.
Con un humor de perros, Cooper tiraba de Angel por el camino que llevaba de la casa de los Whitney hasta Tranquility House. Ella intentaba soltarse, pero Cooper la asía con fuerza.
Angel se aclaró la garganta.
El hombre no le hacía ningún caso, estaba demasiado ocupado en intentar controlar su reacción a lo que había estado a punto de suceder.
– No he llegado a decirle a Lainey que no tiene de qué preocuparse -dijo Angel.
Cooper se dio cuenta de que resollaba y le costaba seguirlo, pero no aminoró la marcha y tampoco le respondió.
– Y en cuanto a lo de… lo de la otra esposa -prosiguió entre jadeos- si ese fuera el caso, la prensa lo habría averiguado hace años.
En aquel momento a Cooper le importaba más bien poco si su difunto cuñado había tenido más esposas que el rey de Siam.
– Pero lo podría investigar, si ella quiere.
– No te molestes -gruñó-. Le pediré a alguien de mi bufete que lo haga.
Angel se detuvo.
Cooper le tiró del brazo, pero antes de que ella tuviera tiempo de retomar la marcha, el hombre se volvió para mirarla.
– Todos nos reíamos, maldita sea -soltó, sin poder contenerse-. Nos reíamos a la espera de que sacaras la cabeza.
– Es que…
– Y no lo hiciste, seguías hundida. Yo estaba seguro de que ibas a nadar hasta la escalerilla, pero no, tú… te estabas ahogando.
Estaba ya anocheciendo, pero Cooper pudo observar el gesto de preocupación en el rostro de Angel.
– Hombre, ya sé que no habrá sido muy divertido, pero…
– ¡Divertido! Joder, Angel, ¡se me paró el corazón!
– Oye, lo siento -se quejó.
Intentando relajarse, Cooper dirigió la vista al cielo y se quedó mirando las oscuras sombras de los árboles y las estrellas que comenzaban a hacer su aparición entre las ramas. Respiraba con dificultad, aunque no por el esfuerzo ni porque se encontrara mal. Era miedo.
Miedo.
Mierda.
Le soltó la muñeca y la agarró por los hombros para darle una suave sacudida.
– La vida es demasiado preciosa como para ir haciendo numeritos de este estilo. ¿Lo entiendes? -dijo en tono severo.
– No era ningún numerito -respondió con calma-. Ya te lo he dicho cuando me has sacado del agua. No sé nadar.
Cuando la sacó del agua. Cooper cerró los ojos y revivió toda la escena. De pie en el borde de la piscina, riéndose con Lainey, observando cómo Angel subía, trataba de tomar aire y volvía a hundirse.
Al principio no se había preocupado, aunque Angel no avanzara hacia el borde ni saliera a la superficie. Pasaron unos instantes y entonces se dio cuenta de lo que sucedía. Sintió como si le hubieran dado un puñetazo en el estómago y el miedo estuvo a punto de paralizarlo. Se estaba ahogando.
Antes de darse cuenta ya se había tirado a la piscina. A partir de aquel punto el recuerdo aparecía fragmentado. Su mano agarrada a la trenza de ella, la palidez de su rostro al salir a la superficie, el grito ahogado en busca de aire, el agua que chorreaba de su falda cuando la subía por la escalerilla.
Lainey se había acercado a ellos con toallas y él las había utilizado todas para abrigarla. Entonces la había sentado sobre sus piernas y esperado a que recuperara el aliento y respirara con normalidad.
A los cinco minutos, había emprendido la rápida marcha hacia Tranquility House.
– ¡Dios! -Volvió a zarandearla por los hombros, enfadado con ella y consigo mismo, furioso como no lo había estado en mucho tiempo. Entonces le acarició las mejillas y la miró a los ojos-. ¿Por qué no me habías dicho que no sabías nadar?
– No salió el tema.
La respuesta era razonable.
No, joder, no lo era. En un mundo ideal, se suponía que él tendría que saber esas cosas sobre ella. Era inexplicable, no tenía ningún sentido, pero él sabía que debía haber supuesto que Angel no sabía nadar. Era a él a quien tendría que contarle aquellas cosas, sus miedos, debilidades, cicatrices -desde arañazos en las rodillas hasta sentimientos heridos- y solo él debía escucharla y darle consuelo.
Entonces la soltó y se dio la vuelta.
– La otra noche te metiste en los baños termales. Es peligroso que estés allí sola.
– Pero no estaba sola. Tú también estabas.
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