Angel sacudió la cabeza intentando librarse de su contacto.
– No tengo ni idea de qué me estás hablando.
A Cooper no le gustaba acosar a las mujeres. Y no lo hacía. Pero en aquel momento era necesario. Su sonrisa era dulce y estaba llena de promesas. Y de amenazas.
– Tienes que abrirte a los hombres, Angel. Y ser honesta, si quieres conseguir intimidad. Una intimidad placentera.
– Nuestra noche se acabó. Ese era el trato -espetó, con los ojos muy abiertos y mirada nerviosa.
La expresión de Angel le hizo sentir culpable, pero al fin y al cabo aquello era lo que él pretendía, ¿no?
Sí, justo aquello. Sentirse como una bestia sádica. Una bestia que iba por el mundo aterrorizando a preciosas jovencitas con las que había echado los mejores polvos de su vida.
¿En qué diablos estaba pensando? No le hacía falta llegar a aquellos extremos. Ella era muy consciente de que había llegado el momento de separarse. Cooper levantó las manos y retrocedió unos pasos.
– Tienes razón. Ese era el trato. No te volveré a tocar.
El alivio de Angel fue tan evidente que Cooper sintió vergüenza de sí mismo y la abrazó en señal de despedida.
Sin embargo, lejos de decirle adiós, la mujer le respondió con una sonrisa descarada y pícara.
– Perfecto -soltó-. Ahora que hemos solucionado ese problemilla, creo que me voy a quedar algunos días más.
Dicho lo cual, se sacudió la melena y, contoneando las caderas, se dirigió hacia la puerta. Cuando llegó al umbral se detuvo y se volvió para dedicarle una mirada picante.
– ¿Qué pasa, Cooper? ¿Es que me tienes miedo?
Pues sí, Sherlock. Estaba acojonado. Porque por muy listo que él fuera y por mucha experiencia que tuviera con delincuentes y asuntos legales, se le olvidaba con frecuencia que bajo aquel envoltorio dulce y en apariencia vulnerable se escondía una mujer fascinante y absolutamente letal.
Dos días más tarde, Angel estaba tumbada a la sombra sobre una manta en el claro de hierba que rodeaba el edificio común de Tranquility House. A través de las pestañas, entrecerradas, distinguió a un grupo de huéspedes que, liderados por Judd, estaban enfrascados en una serie de movimientos de tai-chi . Le faltaba una pizca más de aburrimiento para levantarse y unirse a ellos.
Debería haberse marchado a San Francisco cuando tuvo la oportunidad. En lugar de ello, se había dejado convencer por Cooper para quedarse.
Pero no, no. Aquello no era cierto. Él no había querido convencerla, concluyó mientras observaba cómo unas treinta mujeres adoptaban una postura que se le antojó no solo incómoda sino, sobre todo, peligrosa. Cooper no había querido que se quedase, había intentado ahuyentarla hablándole de sexo.
Eso había sido lo que la había convencido para quedarse, es decir, el hecho de que él tratara de amedrentarla para que abandonara el lugar.
Ella no le tenía miedo a nada y ya iba siendo hora de que él se diera por enterado. El hombre del saco había salido de sus sueños y había pasado a formar parte de su mundo, de su realidad, hacía veinte años. Había podido con eso entonces y seguía pudiendo ahora.
En aquel momento, como si se tratara de un espíritu convocado por sus pensamientos, una presencia ensombreció el lugar en el que Angel se encontraba. Reconocer las largas piernas musculosas de Cooper le llevó un instante, al final del cual cerró los ojos y fingió estar dormida.
Cuando él le sacudió un hombro, Angel abrió los párpados, pero los cerró al observar que el recién llegado empezaba a hablar. Desde luego, se trataba de una táctica evasiva, tal vez incluso infantil, cuya única explicación estribaba en que Angel se encontraba en una situación insufrible, como reportera y como mujer, de no saber qué decir.
Ninguno de la infinidad de artículos que había leído a lo largo de los años le había dado una razón plausible que explicara por qué un acto sexual tan gratificante y satisfactorio podía dejar a una mujer presa de una debilidad tan acusada. Como una florecilla de invernadero. Ni uno solo de aquellos artículos le había dado alguna pista sobre qué hacer en aquellas circunstancias.
O, por cierto, qué hacer con un hombre que, insensible a la indiferencia con que ella lo estaba tratando, se sentaba tan campante a su lado. Antes de que tuviera oportunidad de salir por piernas, él la sujetó por una muñeca, y antes de que tuviera oportunidad de zafarse de sus dedos, él los apretó con más fuerza y comenzó a escribirle algo con un bolígrafo en la palma de la mano.
Vencida, se dejó hacer, como si en verdad estuviera dormida. El firme trazo de Cooper y la decisión que imprimía a su manera de agarrarla, le recordó a Angel aquellas otras implacables caricias que habían ocurrido en la oscuridad iluminada por las velas, le hizo pensar en una lengua que le había recorrido la piel.
Su lengua.
Un escalofrío la cruzó de parte a parte, y ello a pesar de que Cooper había dejado de escribir y la había soltado.
No iba a mirar de inmediato lo que él había escrito, decidió. Se limpiaría la tinta, borraría aquello que él se creía con derecho a decirle.
Sin embargo, de vuelta en su cabaña, Angel no encontró jabón ni agua que pudieran llevársele de la piel lo que Cooper había escrito. Aquellas palabras eran… indelebles.
«Ve a casa de Lainey a las 16:00h. Si estás dormida, haré lo que sea para despertarte.»
Aunque consideró negarse a aceptar la orden o invitación de Cooper, lo que fuera, Angel acabó por rendirse a la curiosidad y a la necesidad de distraerse y, por eso, agobiada por un sofocante calor, llamó a la puerta de Lainey a las cuatro y dos minutos. El día era asfixiante y las montañas Santa Lucia irradiaban la luz de la tarde como si fuesen gigantescos pedazos de metal.
Lainey acudió y la recibió con una sonrisa que, al instante, se convirtió en una mueca de contrariedad.
– No traes la ropa adecuada.
Angel se miró la camiseta sin mangas y la larga falda de tela vaporosa que llevaba.
– Bueno, es que… -balbuceó.
– Ay, ¿para qué servirán los hermanos? -exclamó Lainey con gesto irritado-. Cooper tenía que haberte avisado de que trajeras un bañador.
Angel, que no acababa de entender de qué iba aquello, se limitó a asentir.
– Cooper, Beth y Judd también están invitados -continuó diciendo Lainey-, y se me ocurrió que a todos nos apetecería darnos un baño antes de la cena. Pero no te preocupes, tengo bañadores de sobra.
¿Baño? ¿Cena? A pesar del agradable aroma especiado que la invitaba a entrar en la casa de los Whitney, Angel dudó. Ya había tenido que acallar su conciencia de periodista antes de irse a la cama con Cooper, para lo cual había decidido que su reportaje sobre Stephen Whitney sería tan banal e inocente como la reputación del pintor. Además, seguía allí por motivos de trabajo, que, desde luego, no incluían seguir intimando con Cooper o hacer vida social con el resto de la familia.
Sin embargo, la posibilidad era tentadora. Por otro lado, tal vez bajaran la guardia y ella pudiese descubrir algo interesante.
No podía seguir titubeando, así que se encogió de hombros.
– Vaya, Lainey. Lo cierto es que Cooper ni siquiera mencionó…
– ¿Tampoco te dijo lo de la cena? -La expresión de Lainey denotaba irritación.
– No.
Lainey alargó un brazo, tomó el de Angel y tiró de ella hasta hacerla pasar por el vano de la puerta.
– Sea como sea, estás invitada. Judd está en la barbacoa, preparando unas brochetas vegetales a la parrilla, y yo he asado dos pollos esta mañana. Los he tenido en la nevera para que se enfriaran.
Pollo, carne. Dándose por vencida, Angel se dejó llevar por la casa hasta pasar por las puertas de la terraza, que daban al área de la piscina. Sí, era débil. ¿Quién habría dicho que, tras aquella magra temporada a base de comida vegetariana, iba a caer en la tentación por algo tan vulgar como un plato de muslos de pollo fríos?
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