Christie Ridgway - Atrévete a amarme

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La reportera Angel Buchanan se ha llevado una sorpresa enorme al descubrir que el difunto pintor Stephen Whitney, quien se autodenominaba el «Artista del corazón» y se caracterizó por defender los valores familiares, es el padre que la abandonó cuando tenía cuatro años. Y no hay nada como la lectura de un testamento para que aparezcan parientes cuya existencia era hasta entonces desconocida: la afligida viuda junto a su sexy hermana gemela… y un tipo de muy buen ver. Se trata de C. J. Jones, un conocido abogado que quiere comprar el silencio de Angel sobre la no tan ejemplar vida secreta de su padre. Ella no ignora que C. J. intentará cortejarla para salirse con la suya, pero ¿quién podría resistirse? Y encima en un escenario como Tranquility House: una mansión plagada de habitaciones y románticos rincones.

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– ¿Cómo? -En aquella ocasión fue Beth la que apretó los dedos de Judd-. No podemos, ya la hemos cancelado. Además, quemamos los cuadros.

– Podemos volver a programarla y mostrar todos estos. Voy a buscar a Cooper, tiene que verlo -añadió, dirigiéndose hacia la puerta.

Lainey desapareció y dejó a Judd y a Beth a solas.

Tras unos instantes la mujer se acercó a uno de los cuadros. Aún iban cogidos de la mano, así que Judd la siguió, aunque Beth, con la mirada fija en el lienzo, pareció no darse cuenta.

– Me dijo que los había destruido -susurró-. Yo le rogué que lo hiciera porque temía que alguien los encontrara algún día y se descubriera la verdad.

Entonces miró a Judd con los ojos muy abiertos. Estaba pálida.

– Stephen me decía que los pintaba para consolarse. Aunque me juró que no era así, yo siempre creí que se trataba de la criatura que perdí. De nuestra hija. Mía y de Stephen.

Aturdido, Judd apartó la vista. Una violenta ola de celos se apoderó de él, lo invadió, barrió su chi y cualquier otro pensamiento. No podía quitarse de la cabeza la imagen de Beth embarazada. Embarazada de Stephen.

Stephen. Maldita sea. Siempre Stephen. Judd apretó los puños.

No, no, cálmate, se dijo en un intento de controlarse. El taoísmo le había enseñado a desdeñar la violencia y los celos. Al igual que la mayoría de religiones -y él había estudiado los principios de un montón de ellas-, el taoísmo rechazaba el odio. Pero el sentimiento en aquel momento era nuevo para él.

Hacía cinco años que había decidido abandonar su pequeña existencia como corredor de bolsa para mudarse a Big Sur en busca de una vida auténtica, de armonía, paz y equilibrio.

Pero no aquella… aquella confusión de emociones, pensó, y soltó la mano de Beth. No era aquello lo que quería.

– Salgo dentro de unos minutos. -De espaldas a la puerta, Angel se acercó el auricular todavía más y bajó el tono de voz-. Dile a Jane que estaré en la oficina esta tarde. No he podido hablar con la hermana de la viuda, pero sí con todos los demás.

Ya había colocado las bolsas en el coche. Había comprobado los cajones de su cabaña, recogido el champú del baño, incluso mirado debajo de la cama. No se dejaba nada.

Al otro lado de la línea, su ayudante le dijo algo que le molestó.

– Si hace días que no llamo es porque he estado ocupada, Cara, ocupada con mi trabajo.

La respuesta de Cara hizo que Angel frunciera el entrecejo.

– ¿De dónde sacas esas ideas? No, no he encontrado a ningún montañés del que me haya enamorado perdidamente. -Soltó un bufido-. ¿Para eso me llamas?

El chirrido de la puerta de la enfermería hizo que Angel se diera la vuelta.

– Está bien, te he llamado yo. Tengo que dejarte.

Ahí estaba Cooper, mirándola fijamente. Angel dio un respingo y sintió cómo la invadía una oleada de calor. El hombre parecía enfadado, pero Angel no fue capaz de discernir si se debía a que se había marchado de su cama al amanecer, mientras él dormía, o a que la había sorprendido utilizando el teléfono.

Decidió no averiguarlo. Se acercó a él apresuradamente, en dirección a la puerta.

El suelo estaba encerado y las zapatillas de Angel estuvieron a punto de jugarle una mala pasada. Resbaló.

Cooper alargó un brazo para sujetarla pero ella se echó hacia atrás para evitarlo. Dio con la cadera contra una mesa pero, a pesar del dolor, consiguió mantener el equilibrio. Menos mal que no había tenido que agarrarse a él. Calma.

Inspiró profundamente y volvió a intentarlo. Con el corazón desbocado, pasó junto a él y percibió el olor a jabón y piel mojada. Ya estaba en la puerta. Cruzó el umbral.

La había dejado pasar.

Cómo no. Nunca había parecido demasiado interesado en retenerla.

Un par de minutos más tarde, Angel se encontraba bajando la pendiente que separaba las cabañas de la zona de aparcamiento mientras inspiraba el aroma salado del océano y la fragancia de los árboles.

No estaba mal, no se llevaba un mal recuerdo, se dijo.

– Angel.

La voz de Cooper a sus espaldas la sobresaltó y a punto estuvo de resbalar sobre la alfombra de hojas que cubrían el camino. Se apoyó con fuerza en los talones y agitó los brazos a gran velocidad para evitar el improvisado deslizamiento.

Miró de reojo y vio que Cooper se acercaba para sujetarla. El hombre le alargó la mano, pero los poco elegantes aleteos cumplieron su función y Angel consiguió mantenerse en pie.

– ¿Estás bien?

– Pues claro que estoy bien -respondió, evitando su mirada.

Arrepentida por no haberse largado cuando él estaba todavía durmiendo, siguió avanzando. No querría hablar sobre la noche anterior, ¿no? Porque ella no quería hablar de ello. De ningún aspecto de aquella noche.

Entonces ¿por qué estaría siguiéndola?

Quizá quisiera su número de teléfono. O su dirección. Puede que quisiera proponerle que se vieran cuando él regresara a la ciudad.

En su cabeza, Angel empezó a imaginar escenas de ambos en algún bar de la ciudad, con los maletines sobre las rodillas mientras comían algo. Ella le contaría cómo le había ido el día y él se reiría por el último lío amoroso de Cara. Entonces él empezaría a despotricar sobre el caso que estuviera llevando y ella se acercaría para borrarle la mueca con un beso.

Saldrían del restaurante y se irían a…

A casa.

Dios, aquello también lo veía muy claro. Tom Jones, el gato de su vecina, los estaría esperando en el rellano. Ella se inclinaría para acariciarlo mientras Cooper abría la puerta. Una vez dentro, él impediría que ella pusiera las noticias y la abrazaría para que el latido de ambos llenara el silencio. Más tarde, cuando él abriera el maletín y sacara su montón de papeles, ella lo agarraría del cuello de la camisa y lo conduciría hasta el dormitorio.

Angel seguía sumida en su ensoñación cuando llegó a su coche.

– Angel.

Intentó liberar su mente de aquella fantasía y se preguntó qué haría si él le pedía su número de teléfono. ¿Cómo debería reaccionar? ¿Debería aceptar quedar con él?

– Angel.

Con la bonita escena que acababa de imaginar todavía reciente, decidió que sí. Se volvió para mirarlo.

– Sí, esto…

Cooper sujetaba una bolsa de plástico. Angel se la quedó mirando y el hombre añadió:

– Esto es tuyo.

Sus cosas.

– Tu portátil, tu móvil y tu secador.

Muy amable, se dijo con ironía. Se lo tenía bien merecido por haberse imaginado tantas estupideces. Le arrancó la bolsa de la mano y la tiró en el asiento trasero del coche.

– Gracias. -Cerró la puerta de un golpe y se volvió para mirarlo-. Supongo que esto es todo.

– Supongo. -La mirada de Cooper era severa y difícil de interpretar.

– Cooper…

– Angel…

Entonces Cooper hizo un gesto con la mano para que hablara ella primero.

Incómoda por la situación y sin saber muy bien qué decir, Angel sonrió.

– Bueno…

– Bueno -repitió Cooper.

La mujer asintió, le dedicó una forzada sonrisa y volvió a asentir.

– Que seas feliz por lo que te queda de vida.

Cooper arqueó una ceja.

– Sí, tú también.

Ahora, se ordenó, mientras miraba las llaves que sostenía en la mano. Despídete ahora mismo.

Sin embargo, cuando levantó de nuevo la vista y lo miró a los ojos no pudo evitar recordar la noche que habían pasado juntos. El reflejo de la luz de las velas en sus ojos, el dulce calor que se había apoderado de ella, los dedos de Cooper jugueteando con su cuerpo y sus maravillosas caricias.

Bajó la vista y se fijó en sus manos; las recordó sosteniéndole el pecho, enredadas en su pelo, recorriéndole la espalda y agarrándole el trasero mientras empujaba para introducirse en ella.

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