– ¡Oídme todos; mirad a quién traigo! -clamó Lainey para llamar la atención de quienes se encontraban en la terraza.
Katie, Judd y Beth alzaron la vista, pero la última miró con expresión un tanto desencajada y dio un paso atrás, incluso a pesar de que estuviera a varios metros de Angel.
– Creía que habías dicho que esta iba a ser una cena familiar -murmuró, aunque la recién llegada pudo oírla.
– Eso es, una cena familiar. -Lainey le dedicó a su hermana una mirada inquisitiva-. Piensa, Beth, acuérdate de la cala. -Luego se volvió en la dirección de Angel-. Cooper está por aquí, aparecerá enseguida.
La cabeza de Angel bullía con diversas ideas y dudas. Como era costumbre, Beth se ponía nerviosa en su presencia, por razones que la periodista desconocía. ¿Por qué se había negado en rotundo a que la entrevistase? Y luego estaba lo que acababa de decir Lainey, aquel «acuérdate de la cala». ¿A qué venía aquel misterioso comentario?
Antes de que lograra poner orden a sus pensamientos, Angel fue conducida al vestidor de la piscina y allí se encontró con toda una colección de bañadores y, al salir al exterior, con un discreto bañador de una pieza y la falda puesta, aún continuaba procesando los datos recibidos. Aunque no le apeteciese nadar, no le hacía ascos a sentarse en el borde de la piscina y chapotear con las piernas.
Como Lainey había dicho, Cooper ya había llegado; estaba en el agua, refrescándose. La piscina tenía una extraña forma, casi como la de una uve doble, con dos brazos simétricos que se encontraban a media altura. Cada uno de ellos contaba con su propio trampolín y, en el momento en que Angel miró, Cooper estaba a punto de lanzarse desde uno y Katie desde el otro.
Aun sabiendo que lo mejor era guardar las distancias, Angel se aproximó al borde de la piscina, atraída contra su voluntad hacia Cooper y sus largos mechones de cabello, anchos hombros, torso esbelto y piernas torneadas; llevaba un bañador de color azul cobalto que le cubría hasta las rodillas. La cicatriz que le diseccionaba el pecho destacaba con su brillo rosado sobre el dorado oscuro de la piel morena. El hombre le dijo algo a Katie y luego ambos ejecutaron idénticos saltos para zambullirse en el agua.
Las gotas salpicaron la falda de Angel y, un momento después, una mano empapada emergió y le agarró un tobillo.
Ella gritó, aunque poco tenía que hacer ante la fuerza de Cooper, que sacó la cabeza del agua y, al sacudirla, salpicó de nuevo a Angel. El ambiente en la piscina era refrescante, pero había algo en la mirada del hombre que distaba mucho de serlo.
– Has venido -dijo Cooper-, a mi pesar.
Él había prometido sacarla de la cama si hacía falta. Lo había dicho en broma, por supuesto, aunque, mientras se miraban, ella advirtió que los ojos de él la traspasaban y, cuando él le acarició levemente el tobillo, se vio invadida por ciertos cosquilleos que se le precipitaron por la cara interna de las piernas.
La mirada de Cooper era muy, muy masculina, tan viril que Angel se sorprendió a punto de encenderse. No, por favor, no podía permitirse aquel punto débil -un punto minúsculo, por cierto, y escondido-, tan proclive a hacerse notar cada vez que se encontraba con aquella versión moderna de Tarzán.
Enarcó una ceja, decidida a no dejarle descubrir el frenético estado que le provocaba su presencia.
– No podía rechazar una invitación tan… memorable.
Angel alargó un brazo con la piel de gallina para que él viese que lo que acababa de decirle iba más allá de las palabras.
Él gruñó.
A pesar de arriesgar su vida, Angel se lanzó a sus brazos. Quizá, Cooper le leyó las intenciones.
– ¿Qué, te apetece nadar? -le preguntó.
No, no. Angel no quería aceptar la oferta.
Tras unos instantes confusos, Cooper la dejó con un encogimiento de hombros, se hundió en el agua y nadó hasta donde estaba su sobrina. Angel estuvo observándolos durante un rato, mientras el hombre y la niña se perseguían y se salpicaban golpeando el agua con las manos abiertas.
Hubo un momento en que los ojos de Katie se iluminaron y Angel estuvo a punto de rendirse a sus sencillos juegos, aunque luego la niña cambió de expresión y se alejó nadando con gráciles y eficientes brazadas. ¿Quién le habría enseñado a nadar de aquella manera? ¿Habría sido Stephen? ¿Cooper, tal vez?
¿Cooper, cuyos brazos la habrían asido, cuya voz grave habría aplacado sus temores? Le vino a la mente una súbita imagen de Cooper abrazándola a ella y no a la niña, hablándole al oído, que le hizo dar media vuelta sin perder tiempo y encaminarse hacia la cocina y Lainey.
Tal vez debería dar alguna excusa, un dolor de cabeza o algo por el estilo, y marcharse.
Pero en la cocina también estaban Beth y Judd, dedicados a la elaboración de una ensalada de frutas y, una vez más, Angel se encontró con aquel extraño humor que inspiraba en la hermana gemela de Lainey. Acicateada por la curiosidad, abandonó su proyecto de fuga y les ofreció su ayuda.
Beth la miró con nerviosismo, aunque inmediatamente Lainey comenzó a charlar sobre los detalles de la exposición de arte, como para no darle la oportunidad a Angel de hacer preguntas.
Por los comentarios de Beth, Angel se enteró de que iban a levantarse dos carpas para la exposición en un terreno adyacente al edificio comunitario de Tranquility House, de las cuales una albergaría los cuadros y la otra un servicio de bar. Gracias a la hospitalidad de los monjes benedictinos, los huéspedes pasarían el día en el monasterio, de modo que nada iba a perturbar la tranquilidad que habían venido a buscar. Como el espacio de aparcamiento no era suficiente, habían alquilado autobuses para traer a los invitados desde Carmel.
– ¿Cuánta gente pensáis que acudirá? -preguntó Angel, empeñada en rescatar un trozo de calabacín de un cuenco que contenía diversos tipos de vegetales en adobo. Había aceptado la insoslayable tarea de ensartar pedacitos de vegetales en los pinchos.
Beth le clavó la mirada.
– Puesto que Lainey insistió en mantener la fecha original, se reducirán a unos ciento cincuenta. Suelen venir el doble, más o menos, aunque con la escasa antelación con que mandamos el aviso…
Lainey no estaba dispuesta a aceptar el tono desaprobador que la voz de su hermana denotaba.
– Siempre montamos la exposición el trece de septiembre -repuso-. Mejor ciento cincuenta para ese día que el doble cualquier otro.
– ¿Porque es un día especial? -terció Angel.
– Es la fecha en que Stephen llegó a Big Sur.
La mano de Angel, ocupada con un champiñón, resbaló de su objetivo y a punto estuvo de atravesar el pincho.
– ¿Desde San Francisco? -preguntó.
– En efecto. -Lainey acabó de colocar unos platos de papel en una bandeja y se dirigió hacia la piscina-. Pienso en ese día como el momento en que mi vida, tal y como la conocía entonces, cambió para siempre.
Sí, y también la de Angel, aquel mismo día su padre había dejado a su madre.
Al volverse, la periodista se encontró con el rostro de Beth mostrando una extraña expresión. Su olfato de reportera le dio una señal de alarma.
Sin embargo, la mujer debía de estar muy concentrada en lo que estaba haciendo, pues, tras levantar la vista durante un instante, alcanzó a su hermana y le quitó la bandeja de las manos.
– Ya la llevo yo -le dijo-. Acaba tú en la cocina. -Y se marchó a la terraza con Judd a sus espaldas.
Lainey se quedó mirando a su hermana a través del cristal de las puertas durante largo rato, en silencio.
– Todavía no puedo creerme lo que nos ha ocurrido -anunció al fin-, cómo nos ha cambiado la vida, de un día para otro.
Su voz era llorosa y, de repente, Angel deseó ausentarse ella también de la cocina. En lugar de ello, agachó la cabeza y se afanó con los pinchos.
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