Christie Ridgway - Atrévete a amarme

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La reportera Angel Buchanan se ha llevado una sorpresa enorme al descubrir que el difunto pintor Stephen Whitney, quien se autodenominaba el «Artista del corazón» y se caracterizó por defender los valores familiares, es el padre que la abandonó cuando tenía cuatro años. Y no hay nada como la lectura de un testamento para que aparezcan parientes cuya existencia era hasta entonces desconocida: la afligida viuda junto a su sexy hermana gemela… y un tipo de muy buen ver. Se trata de C. J. Jones, un conocido abogado que quiere comprar el silencio de Angel sobre la no tan ejemplar vida secreta de su padre. Ella no ignora que C. J. intentará cortejarla para salirse con la suya, pero ¿quién podría resistirse? Y encima en un escenario como Tranquility House: una mansión plagada de habitaciones y románticos rincones.

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– Estoy segura de que lleva tiempo entender la verdadera dimensión de lo sucedido.

– Sí, me doy cuenta. -Lainey estaba inmóvil, frente a las puertas que daban a la terraza-. Me doy cuenta de lo corta que ahora se ha vuelto la vida, por eso quiero que la exposición no se demore. No puedo permitirme el lujo de perder el tiempo, ¿entiendes?

– Claro. -Angel trataba de no pensar en otra cosa que no fueran las labores culinarias.

– Y el amor -siguió explayándose Lainey-, el amor es un milagro si lo piensas con detenimiento. Encuentras a un hombre al que ansias abrirle tu corazón. Eso tampoco puede desperdiciarse.

– Ya, ya -murmuró Angel.

Claro, como si ella le hubiera abierto el corazón a algún hombre. Que la perdonaran, pero ella era de las que mantenían a raya a aquella parte de la humanidad.

Lainey hizo ademán de abrir la puerta de la terraza pero, de repente, cambió de idea.

– Escúchame, Angel. No dejes que Cooper se te escape.

Cuando desapareció tras la hoja de la puerta, Angel aún estaba tratando de cerrar la boca. Por Cristo bendito.

Có-mo-e-ra-po-si-ble.

En aquel momento entendió para qué la habían invitado a la cena familiar. No había duda; Lainey estaba ejerciendo de celestina.

Cuando acabó con las últimas brochetas, decidió que iba a buscar un momento de intimidad con Cooper en cuanto dispusiera de la oportunidad para aclararle unas cuantas cosas. Aquella era su hermana, después de todo, su hermana recién enviudada, así que era su responsabilidad no ocasionarle un nuevo disgusto. Tendría que decirle que no había nada entre ellos, ni tampoco esperanza de que llegara a haberlo.

Sin embargo, cuando salió al exterior con la bandeja repleta de brochetas, Angel vio decrecer las posibilidades de éxito de sus pretensiones, pues Katie parecía decidida a no separarse de ella. No sabía lo que quería la muchacha, pero sí que le hacía sentirse extrañamente incómoda.

– Ah, hola -la saludó.

Katie inclinó la cabeza para contestarle. Olía un poco a cloro, tal vez porque el sol, fortísimo, había evaporado el agua de su piel. Llevaba el pelo mojado y peinado en una trenza, y, al mirarla, se dio cuenta de que tenía la nariz plagada de pecas.

Angel se frotó la suya, que tenía las mismas pecas que las de la niña, e intentó decir algo, aunque con poca fortuna.

– Yo… ah… ah… -Maldiciendo para sus adentros el extraño impulso que la había llevado a quedarse a cenar en la casa de los Whitney, Angel acabó por decir lo primero que se le ocurrió-: Siempre he querido llevar una trenza como la tuya.

El comentario, sin embargo, fue acertado, al igual que, una vez más, el cabello como denominador común de las conversaciones entre mujeres. Había quien pensaba que las mujeres podían extenderse con facilidad hablando de los hombres, pero, según se lo dictaba la experiencia a Angel, eran las preocupaciones de peluquería las que, sin duda, le soltaban la lengua a cualquier mujer. Aquella ocasión no fue distinta. En cuestión de segundos, Katie la había instalado en una pequeña mesa, a un lado de la terraza, y había puesto a su disposición un peine y un espejo. Acto seguido, se consagró a enseñarle cómo hacerse a sí misma una trenza.

Beth y Lainey no tardaron en acercarse para ofrecer sus consejos técnicos, que Angel, con los brazos alzados sobre la cabeza y los músculos quejándose por el esfuerzo, intentó seguir como buenamente pudo para regocijo de las otras tres.

– Muchas gracias -masculló Angel, examinando su imagen en el espejo-, pero no es culpa mía si me he convertido en un híbrido entre Pippi Calzaslargas y el último mohicano. -Hizo una mueca, pues las risas no cesaban-. Una de vosotras tiene que venir aquí y arreglar este desaguisado.

Katie se acercó, sintiéndose responsable, y Angel distinguió en el espejo a Judd y a Cooper, que miraban al grupo de mujeres desde donde estaban, al lado de la parrilla. Tal vez fuera su desastroso aspecto lo que había llamado su atención. Pero, al mirar a su alrededor, Angel se dio cuenta de que la nefasta trenza no era la razón.

Era la risa, era la alegría del momento, pintada en las caras de Lainey, Beth y Katie.

La invadió una sensación cálida, algo parecido al orgullo, parecido a… bueno, a sentirse parte de aquello.

El mismo estado de ánimo se prolongó durante la cena, de la que todos dieron cuenta sentados a una mesa de cristal situada bajo una sombrilla. Lainey y Beth relataron diversos experimentos fallidos de espejo, peine y tijeras, y se metieron con Cooper por el parecido que había querido adoptar con George Michael durante cierta época.

Angel, horrorizada, se quedó mirando al hombre que estaba sentado a su lado.

– Cómo que George Michael. ¿George Michael, el del pelo rubio oxigenado y las gafas de sol?

– Tal vez estés en disposición de aceptar que no te avergüenzas de tu «época Madonna» -terció Cooper, de brazos cruzados y con una ceja enarcada.

– ¿Cómo te atreves a…? -Se había delatado a sí misma, así que se detuvo y optó por mentir-. Yo nunca quise parecerme a Madonna, ni mucho menos.

– Mentirosa -la acusó Cooper y luego, bajando la voz para que solo ella lo oyera, agregó-: ¿Cuál de sus pintas te iba más? ¿La de macarrilla callejera? ¿La de rubia explosiva?

Tras sentir que un escalofrío le recorría la espalda, Angel se acordó de pronto del malentendido en el que había caído Lainey. También se había olvidado de lo oscuros que se volvían los ojos de Cooper cuando hablaba para seducir, de sus pobladas pestañas que los volvían casi como una profunda y calurosa noche en Big Sur…

Se obligó a prestar atención a lo que estaba sucediendo a su alrededor y, para meterse en cintura, carraspeó.

– Ya te lo he dicho: nunca me he vestido como Madonna.

– Pero se vistió de niño -intervino Katie-. Cuando estaba en el colegio fingió ser un niño.

El comentario cayó como una lluvia fría entre los comensales. Todas las cabezas se volvieron hacia Angel. Todas las miradas.

El ambiente amistoso de la velada se disolvió y Angel se volvió a sentir como una extraña, como la invitada que no pertenecía a la familia.

– Puede que a Angel no le apetezca hablar de eso, Katie -advirtió Cooper con delicadeza.

– Vaya, yo… -Katie se avergonzó y guardó silencio.

Entonces fue el turno de Angel, de meter baza y remediar la vergüenza que estaba pasando la muchacha.

– No, no pasa nada. De hecho, puedo contaros la divertidísima historia de mi primera noche en vela como niño.

Hizo una breve explicación, dirigida a Lainey, Beth y Judd, de las razones que la habían llevado a aparentar ser un niño y, llegados a ese punto, se lanzó a describir la noche que había pasado junto a otros tres niños y que había acabado por convertirse en un concurso de meadas.

Un concurso de meadas de verdad, tal y como se lo estaba contando.

Beth se quedó con la boca abierta.

– ¿Y qué hiciste? -preguntó.

Aunque en aquel entonces lo hubiera pasado mal, a Angel le hacía gracia recordarlo.

– Les dije que se dieran la vuelta y entonces me hice con una lata de refresco casi llena, y la fui vaciando poco a poco, para imitar el chorrito -explicó Angel mientras gesticulaba para ilustrar sus palabras-. Sabía que no iba a obtener el récord de distancia, pero gané en las categorías de caudal y control del chorro sin manos.

En lugar de reírse, o siquiera sonreír, todos se quedaron callados durante un rato. Luego, Lainey se levantó e instó a Katie a que recogiera la mesa, tarea a la que ayudaron Beth y Judd. Angel también quiso echar una mano, pero Cooper se lo impidió reteniéndola por la muñeca.

Mientras los demás iban con las bandejas a la cocina, Angel le hizo una mueca a Cooper e, irritada, se levantó.

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