Christie Ridgway - Atrévete a amarme

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La reportera Angel Buchanan se ha llevado una sorpresa enorme al descubrir que el difunto pintor Stephen Whitney, quien se autodenominaba el «Artista del corazón» y se caracterizó por defender los valores familiares, es el padre que la abandonó cuando tenía cuatro años. Y no hay nada como la lectura de un testamento para que aparezcan parientes cuya existencia era hasta entonces desconocida: la afligida viuda junto a su sexy hermana gemela… y un tipo de muy buen ver. Se trata de C. J. Jones, un conocido abogado que quiere comprar el silencio de Angel sobre la no tan ejemplar vida secreta de su padre. Ella no ignora que C. J. intentará cortejarla para salirse con la suya, pero ¿quién podría resistirse? Y encima en un escenario como Tranquility House: una mansión plagada de habitaciones y románticos rincones.

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– Angel -susurró Cooper mientras alargaba el brazo para tocarla.

De manera instintiva, Angel dio un salto atrás y resbaló por tercera vez aquella mañana. Despacio, sintió cómo iba cayendo, tras de sí solo notaba aire. Entonces Cooper se acercó para sostenerla.

Cerró los ojos y se resignó a caer, consciente de que no podía esperar que él la salvara. Solo ella podía hacerlo, aunque en aquella ocasión fuera demasiado tarde.

Se preparó para el golpe inevitable y fue entonces cuando sintió los dedos de Cooper en los antebrazos. Tiró de ella y la abrazó.

Ambos contuvieron la respiración.

– Gracias -acertó a decir.

Cooper soltó un resoplido pero no se movió. Siguió abrazándola.

Angel se dio cuenta de que ella también tenía los dedos aferrados a su camiseta. Soltadlo, les ordenó, con la mirada fija en ellos. Soltadlo. Entonces los dedos empezaron a obedecer.

Angel lo miró creyendo que sería la última vez que lo haría. Esto es todo.

– Bueno…

– ¡Cooper!

Aquel grito de entusiasmo hizo que el hombre se diera la vuelta de inmediato, arrastrando con él a Angel.

– ¡Cooper! ¡Angel! -Lainey se estaba acercando a ellos, con las mejillas encendidas y un extraño brillo en la mirada-. Tenéis que venir conmigo. Quiero que veáis algo.

– ¿El qué? -preguntó Cooper.

Su hermana sonrió y meneó la cabeza.

– Ven y lo verás. Venid los dos, vamos.

Cooper se dirigió a Angel:

– ¿Tienes tiempo? -le preguntó, mientras le acariciaba la cintura con los pulgares.

Por alguna razón, Angel se sintió aliviada.

– De acuerdo. Vamos. -Y con un gesto de resignación fingió estar haciéndoles un favor para que no se dieran cuenta de que, en realidad, no hacía más que posponer el momento del adiós, extrañamente difícil y doloroso.

– No debería haberlo hecho. -Cooper estaba en la habitación a solas con Angel, rodeados por los cuadros recién descubiertos. Se metió las manos en los bolsillos-. Lainey no debería haberlo mencionado -añadió.

Angel miraba por la ventana, poco interesada en los lienzos que la rodeaban.

– No lo mencionó. Preguntó si me quedaría unos días más.

Dios, Cooper estaba indignado con Lainey por haber puesto a Angel en una situación tan incómoda. O puede que fuera Angel quien lo irritaba, con aquel tono suyo, calmado y razonable.

Era evidente que Cooper se había molestado porque ella había estado a punto de marcharse sin despedirse de él.

Y también lo era que estaba cabreado consigo mismo por alegrarse de que no lo hubiera hecho.

– Pero bueno, no tienes por qué quedarte. -Agitó la mano en un gesto de impaciencia-. No creo que sea una buena idea.

– ¿Que mi artículo mencione la exposición?

– No. ¡Sí! -Cooper soltó un bufido y volvió a hacer aspavientos con las manos-. Bueno, no sé. Tú eres la periodista.

Lo que no quería decir era que le parecía una mala idea que ella prolongara su estancia en Tranquility House. Si Lainey hubiera aparecido unos segundos más tarde, Angel se habría marchado y desaparecido de su vida. Aquella mujer solo podía traerle problemas, lo había sabido en el mismo instante en que la vio y en aquel momento estaba todavía más convencido de ello.

– No estaría mal darle un enfoque distinto, la verdad -dijo en tono pausado, como si estuviera considerando la idea-. Lainey me dijo que ha concedido otras entrevistas, y, de momento, la información de la que dispongo no hará mi artículo muy distinto al de los demás réquiems por el alma de Stephen Whitney.

A Cooper no le gustaba el tono de su voz. Si decidiera quedarse hasta después de la exposición, ¿cómo iba a lograr mantenerse alejado de ella? ¿Qué impediría que se acercara, que volviera a tocarla?

Lo último que deseaba era hacerle daño, y temía que eso era lo que sucedería si ella creía que estaban empezando una relación. Se habían conocido en un funeral y tenía bastante claro que no quería despedirse de ella en otro. El suyo propio.

Cooper se acercó despacio.

– Estoy seguro de que no puedes ausentarte de tu trabajo durante más tiempo.

– Mi trabajo está aquí -le aclaró, y volvió a mirar por la ventana-. Por cierto, tu hermana parecía un poco… disgustada.

Angel llevaba aquel sofisticado perfume suyo. Lo había olido al despertarse por la mañana. En las sábanas, en las manos. ¡Era necesario que se largara de Tranquility House si quería tener opción a un poco de tranquilidad para sí mismo!

– Lainey no estaba disgustada, sino más bien alborotada -respondió, acercándose a ella un poco más y deleitándose en su aroma. No podía resistirse.

Angel lo observó durante un instante y volvió a apartar la mirada mientras retrocedía para alejarse de su lado.

– No me refería a Lainey. Hablaba de Beth. ¿Le ocurre algo?

Cooper se encogió de hombros y siguió a Angel mientras esta paseaba por el centro de la habitación.

– Canceló la exposición y ahora tiene que volver a organizarla.

– ¿Y tú crees que es mala idea? -preguntó, mirándolo de reojo.

Cooper le recorrió la espalda con la vista. Angel llevaba una camiseta ceñida y vaqueros ajustados arremangados en los tobillos. Les faltaba un bolsillo trasero y Cooper no pudo apartar los ojos. Quería meterle las manos debajo del pantalón, de las bragas, volver a apretar la suave piel que había acariciado la noche anterior.

Ella se había estremecido cuando la tocó allí, cuando la acercó a su cuerpo.

Estaba muy cerca, tanto que seguro que ella notaba su aliento en la nuca. Se inclinó hacia delante y le acercó los labios a la oreja.

– ¿Por qué diablos has huido de mí esta mañana?

Angel se quedó inmóvil durante un instante, el tiempo suficiente para que Cooper se diera cuenta de que tenía la piel del cuello erizada, y después se apartó precipitadamente.

Genial, pensó Cooper, algo más aliviado. La reacción de la mujer a su pregunta demostraba que él tenía la sartén por el mango. Se libraría de ella, podía hacerlo. Si la acosaba sexualmente, aunque solo fuera con la voz, ella volvería de inmediato a San Francisco.

Ahora tenía claro que ella no permitiría volver a sentirse vulnerable entre sus brazos.

«Déjame», le había dicho, y aquella palabra, incluso cuando estaba dentro de ella, llevándola hasta el orgasmo, la había aterrorizado.

Angel se acercó a otra de las ventanas de la torre.

– No me has respondido. ¿Crees que la exposición es una mala idea?

– No. -Avanzó hasta ella-. Por lo que sé de la popularidad de Stephen, al público le van a encantar estos nuevos cuadros. Y por motivos económicos, conviene que la familia aproveche la oportunidad.

– Mi artículo contribuiría a despertar el interés, sobre todo si me quedo y escribo sobre la exposición.

¡No!, Cooper pensó con rapidez y apoyó los brazos sobre el marco de la ventana para encerrarla en su interior.

– ¿Estás segura de que eso es lo que quieres? -le susurró al oído.

Angel no respondió y Cooper intentó descifrar la expresión de su rostro a contraluz. Sus facciones, puras y delicadas, lograron cautivarlo durante unos instantes. Cooper respiraba agitadamente y sentía cómo ella vibraba junto a él.

Es tan frágil, pensó.

Otra razón para seguir presionándola. Que regresara cuanto antes a San Francisco sería lo mejor para ambos. Se acercó más y se apoyó contra su cuerpo.

– Estás temblando, cariño. ¿Es que me tienes miedo?

Angel le empujó el pecho con las manos para poner distancia entre ellos.

– ¿Miedo? ¿De ti?

– Sí, miedo de mí. -Cooper se esperaba su reacción. Levantó una mano y le acarició los rizos-. De la intimidad a la que llegamos anoche.

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