Christie Ridgway - Atrévete a amarme

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La reportera Angel Buchanan se ha llevado una sorpresa enorme al descubrir que el difunto pintor Stephen Whitney, quien se autodenominaba el «Artista del corazón» y se caracterizó por defender los valores familiares, es el padre que la abandonó cuando tenía cuatro años. Y no hay nada como la lectura de un testamento para que aparezcan parientes cuya existencia era hasta entonces desconocida: la afligida viuda junto a su sexy hermana gemela… y un tipo de muy buen ver. Se trata de C. J. Jones, un conocido abogado que quiere comprar el silencio de Angel sobre la no tan ejemplar vida secreta de su padre. Ella no ignora que C. J. intentará cortejarla para salirse con la suya, pero ¿quién podría resistirse? Y encima en un escenario como Tranquility House: una mansión plagada de habitaciones y románticos rincones.

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Angel le dio la espalda.

– Yo… no quiero que lo hagas. -Sin saber qué pensar, Cooper observaba la tensión acumulada en sus hombros-. No quiero que te preocupes por eso, que te preocupes por mí -agregó Angel.

Cooper se irguió, todavía sin aclararse, sin saber qué decir ni qué hacer.

– Angel, me lo estás poniendo difícil. -La espalda de la mujer se tensó aún más cuando él se la acarició-. ¿Por qué iba yo a acostarme contigo sin pensar en ti? ¿Por qué no iba a hacer que te lo pasaras bien? -Como ella no respondía, Cooper insistió-. ¿Angel…?

– Porque no serías capaz… -le espetó con un hilo de voz-, ¿te vale? ¿Ya estás contento? La verdad es que…

– Sí -la interrumpió-, dime cuál es la verdad.

Angel tomó aire.

– La verdad es que nos podríamos morir de viejos si esperamos a que yo tenga un orgasmo.

Cooper habría creído que la conversación formaba parte de una pesadilla de no ser porque la vergüenza que notaba en la voz de Angel era muy evidente, muy dolorosa.

– Pero… -Se pasó las manos por la cara y trató de repasar mentalmente las anteriores dos semanas.

Ella había sido la primera en admitir la atracción.

Ella lo había besado, lo había tocado.

Él había hecho lo propio.

Y, por el amor de Cristo, ¡si él ya había conseguido que Angel se corriera!

Eso no podía negarse, de ninguna manera. Cierto que las mujeres podían fingir, pero no con tanto realismo.

– Pero si en la cocina…

Angel lo interrumpió con un gesto de la mano.

– La excepción que confirma la regla. Ya te lo dije: demasiado tofu, demasiada berenjena o lo que sea. En fin, no sé, pero no fue como si, como si…

– Como si yo estuviera en ti, dentro -vaticinó él.

Ella negó con un nuevo aspaviento, aunque guardó silencio.

Cooper se entretuvo en un largo y reparador suspiro. Si no había conseguido satisfacerla en la cocina la otra noche, tenía de que preocuparse. Sin embargo, tal como se presentaba la situación, lo único que le preocupaba era cómo convencerla de que él era muy capaz de acostarse con ella y cumplir.

– Angel…

– Por favor, Cooper, dejemos el tema, ¿vale?

Al parecer, la artillería estaba de capa caída. Volvió a recorrerle la espalda con los dedos.

– Reconocerás, al menos, que te gustan mis besos.

– Ya sabes que sí.

Cooper se colocó detrás de Angel y apoyó la mejilla en su nuca.

– Que te gusta que te toque.

– Claro que sí -aceptó ella, cargando el peso contra él-. Y también me gusta tocarte yo.

Él sonrió y las manos de ambos se entrelazaron. No había necesidad de seguir discutiendo con ella.

– Entonces vayamos a la cama.

Cooper se prometió que cuando hubieran entrado en materia, ella estaría demasiado encantada para dejarlo.

Para asegurarse de que todo saliese como ella quería, Angel se deshizo del vestido nada más entrar en la habitación.

Al ver su cuerpo a la tenue luz de las velas, Cooper trastabilló, absolutamente estupefacto.

– Pero… pero ¿qué es eso?

– Un pequeño detalle que encontré para la ocasión.

Era un body muy ceñido, de encaje blanco o, al menos, de encaje blanco en su mayor parte, desde la uve que formaba entre las piernas hasta el borde que señalaba el nacimiento de los pechos, cubiertos por sendas copas de tul casi transparente.

– ¿Te gusta? -quiso saber Angel, volviéndose para enseñárselo.

Cooper emitió un ruido ahogado, semejante al quejido que a ella se le había escapado al probárselo en el vestidor de la tienda. La espalda del atrevido modelo, que acababa en un tanga, también estaba confeccionada con la misma tela de tul. Angel solía vestirse con ropa muy recatada, pero aquella vestimenta estaba más allá de la audacia; era enloquecedora.

Estaba pensada para enloquecer a los hombres, para que un hombre se olvidara de todo y se entregara al placer.

Y ella quería dárselo a Cooper. En algún punto situado entre el momento en que él había rodeado con un brazo a su hermana en el funeral y en el que ella se lo había encontrado junto a su sobrina contemplando la puesta de sol, Angel había entregado su primera línea de defensa. La anterior noche, en la playa, sin siquiera despertar la más mínima señal de alarma, aquel hombre se había escurrido y superado la segunda.

Y en aquel momento Angel quería tenerlo entre los brazos y sentir cómo se abandonaba a ella.

Como se trataba de un deseo tan peligroso, había pergeñado el plan de aquí te pillo, aquí te mato, mientras volvía del centro comercial. Se marchaba a la mañana siguiente y con aquella estrategia se aseguraría de no dejar atrás nada de sí misma, de que él no se fuera a quedar con nada.

Al acercársele, Cooper permaneció inmóvil excepto por cierto gesto desasosegado que hizo con la cabeza.

– Estás decidida a salirte con la tuya, por lo que veo.

– Mmm. -Angel se concentró en desabrocharle la camisa-. ¿Y eso qué tiene de malo? -repuso, siguiéndole con las manos la línea de los hombros para despojarlos de la tela que los cubría.

Al besarle en el pecho, en medio de la cicatriz, Cooper resopló y avanzó con la mano a través de su pelo para asirla por la nuca.

– Eres mala.

Ella sonrió con los labios pegados a la piel del hombre, y con la lengua trazó una línea sobre la lustrosa cicatriz. Cuando notó que Cooper se estremecía, concluyó que aquel «mala» era un buen nombre de guerra.

Mientras le cruzaba el pecho con los labios la idea fue cobrando fuerza en su fuero interno. La mala Angel podía obtener lo que se propusiera, probar lo que se le antojase, obligarlo a que la tomara, a que la hiciera suya de inmediato, enseguida, tal y como ella pretendía hacer con él. Paseó la mejilla por su vientre, plano y duro, y fue bajando hasta caer de rodillas y coger con las manos la erección inevitable que abultaba los vaqueros del hombre.

Cooper gimió y se aferró con más fuerza a los cabellos de Angel mientras repetía su nombre una y otra vez.

Ella le sonreía, pendiente de sus reacciones: los ojos entrecerrados, el leve sobresalto de su cuerpo cuando lo palpó allí con las palmas abiertas. Casi fascinada, se inclinó y empujó con la cara, barrió con la mejilla la protuberancia recién descubierta, mientras con las manos, a ciegas, fue escalando hasta remontarse al ombligo.

Él la agarró de las axilas y la obligó a levantarse.

– No -rogó, enfebrecido-, todavía es demasiado pronto.

– Pero…

Cooper la interrumpió estrellándose contra su boca, y entonces ella pudo descubrir que aquel «mala» comenzaba a hervir, a quemarle las entrañas, impulsado por un deseo que la sorprendía a medida que se incrementaba y el beso se prolongaba, tenso e insistente, y la obligó a abrir los labios, a cerrar los ojos.

Sintió que la boca se le quedaba en el aire, húmeda y anhelante, cuando él se arqueó y le tomó un pezón entre los labios, cuando notó la succión en el coronamiento del pecho.

A lo mejor, de repente, resultó que estaba llamándolo, pronunciando su nombre entre gemido y gemido.

– Cooper…

– No puedes venir a mí, no puedes venir a mi cama así como estás y pretender que te ignore.

Angel oyó sus palabras pero no llegó a entenderlas, arrobada como estaba mientras él, sin detenerse, llevaba la boca al otro pezón al tiempo que tomaba entre los dedos el que acababa de abandonar y lo pellizcaba con firme vehemencia. La espalda de ella, tensa, trazó una curva que él aprovechó para alzarla en vilo y llevarla hasta la cama, cegado y sin dejar de sostenerle el pecho con los labios.

Angel sentía un incesante martilleo en las sienes que se le extendió palpitando por todo el cuerpo. Cuando él la dejó en la cama y se quitó los pantalones, el deseo se convirtió en una estremecida sensibilidad a flor de piel.

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