Christie Ridgway - Atrévete a amarme

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La reportera Angel Buchanan se ha llevado una sorpresa enorme al descubrir que el difunto pintor Stephen Whitney, quien se autodenominaba el «Artista del corazón» y se caracterizó por defender los valores familiares, es el padre que la abandonó cuando tenía cuatro años. Y no hay nada como la lectura de un testamento para que aparezcan parientes cuya existencia era hasta entonces desconocida: la afligida viuda junto a su sexy hermana gemela… y un tipo de muy buen ver. Se trata de C. J. Jones, un conocido abogado que quiere comprar el silencio de Angel sobre la no tan ejemplar vida secreta de su padre. Ella no ignora que C. J. intentará cortejarla para salirse con la suya, pero ¿quién podría resistirse? Y encima en un escenario como Tranquility House: una mansión plagada de habitaciones y románticos rincones.

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Más tranquila, suspiró cuando vio que el joven se alejaba con el cuadro perseguido por Ray, dispuesto a cerrar la compra. Con intención de despedirse de Caramelito, Angel se volvió hacia ella.

– Estoy segura de que disfrutará mucho de su…

La mujer estaba llorando.

Una sensación de impotencia se agarró al interior todavía frío de Angel.

– Pero ¿qué le ocurre? ¿Cuál es el problema? -Sostuvo el capuchino con la otra mano y buscó en su bolso algo con lo que enjugar las lágrimas de aquella mujer.

– No, no. -Caramelito ya había sacado su propio pañuelo-. Estoy bien, no te preocupes. Es que el cuadro…

Angel apretó el vaso de papel, casi enfadada por que Caramelito estuviera tan disgustada. Aquel cuadro era una auténtica mierda, cutre como los trajes de terciopelo de Elvis o las imágenes de payasos que lloran. Por el amor de Dios, al menos los perros jugando al póquer tenían su gracia.

Caramelito se secó las lágrimas.

– Lo siento, es que me recuerda a cuando era niña.

– ¿Llorar?

La mujer sonrió.

– No, el cuadro. Probablemente pienses que soy una vieja tonta, pero cuando lo miro, cuando miro cualquiera de mis Whitney, me vienen a la cabeza tiempos más dulces e inocentes. Y a mi edad, eso son muchos años, pero con solo echarles un vistazo vuelvo enseguida a aquella época.

– Ya.

Caramelito volvió a sonreír.

– Puede que a ti no te pase. Y lo que quizá no entiendas, y los críticos de arte tampoco, es que estos cuadros me proporcionan placer. Y no me avergüenzo de ello ni tengo por qué excusarme.

Angel oyó de nuevo la voz de su conciencia. En aquel momento Ray se acercó a su esposa sujetando el paquete marrón con una expresión tan feliz que Angel estuvo a punto de soltar unas lágrimas.

Con un nudo en la garganta salió de la tienda y cuando se hubo alejado se volvió para observar a la pareja de ancianos, sonriendo felices por su nueva adquisición.

Hasta entonces, había considerado la idea de enfocar el artículo sobre Whitney desde el punto de vista de los críticos. Aunque el artista contaba con el beneplácito de políticos y religiosos devotos de los «valores tradicionales», los expertos en arte se ensañaban con su obra. Sin embargo, Angel se preguntó si su opinión tenía realmente más valor que la de Caramelito. Al fin y al cabo, ¿qué placer ofrecían ellos a la gente con sus sarcásticos puyazos?

El problema estaba en que, si no captaba la atención de los lectores con alguna crítica aparatosa y despiadada de la obra de Whitney, ¿qué iba a hacer? ¿Abrir el artículo con una crítica de su personalidad? ¿Relatar que el Artista del Corazón había dado la espalda a su hija cuando ella más lo necesitaba? Desde luego, aquella idea también se le había pasado por la cabeza. Un relato en primera persona de la traición de su padre. «Y traicionar también a Lainey y a Katie», le susurró su conciencia. Y a Cooper, aun si decidía no acostarse con él.

Mierda. Angel se quedó mirando su reflejo en el escaparate de otra de las tiendas. Está bien, tú ganas, le respondió a su conciencia. Teniendo en cuenta que lo único de lo que disponía para hundir a Stephen Whitney era su lacrimógena historia, tendría que olvidarse del asunto.

Que lo siguieran adorando. Le daba igual, si así lo querían podían canonizar a san Stephen en aquel mismo momento.

Sin tener muy claro si se sentía triste o aliviada, arrugó el vaso y lo tiró a la papelera. El capuchino no la había puesto de mejor humor, así que les había llegado el turno a las tarjetas de crédito.

Mientras se apresuraba a cruzar la calle en dirección a las boutiques y calculaba cuánto podía gastarse, le sobrevino una nueva idea. Acababa de dar con la solución a su dilema ético.

El artículo sobre Stephen Whitney sería comedido y desapegado, igual que el polvo de aquella noche. Una oportunidad para, sin necesidad de involucrarse demasiado, proporcionar placer a Cooper Jones.

12

Hacía una noche sofocante y oscura, acorde con el humor de Cooper.

Pasaban de las diez cuando oyó el suave golpecito en la puerta y supo quién llamaba. Se preguntó si debía ignorarla, aunque entonces ella se daría cuenta de que a él le importaba. Sintiendo que no tenía ninguna opción, se encaminó hacia la puerta, la abrió y apoyó el hombro en el marco con aire indiferente.

Estaba bloqueando el vano con el cuerpo.

– Ah, hola -saludó Angel con los ojos muy abiertos.

Debía de llevar alguna clase de modelito sedoso de color amarillo pálido que contrastaba con cómo Cooper se la había estado imaginando durante todo el día: cuero negro y látigo.

– Hoy has desaparecido muy temprano. Creía que te habrías marchado de Tranquility House para siempre -masculló.

Esa sospecha lo había mantenido en vilo hasta aquel momento.

– Pues si te hubieras molestado en comprobarlo, habrías visto que he dejado todas mis cosas en la cabaña.

Cooper titubeó, pues sí que se había molestado en comprobarlo y, aun así, no le había servido para sosegarse.

– Me he preguntado todo el día, hora a hora y minuto a minuto, cuándo volverías.

– Ya, tenía unas cuantas cosas que hacer en San Luis Obispo -contestó Angel tras apartar la mirada-. Además, está un poco lejos de aquí.

– Pero has vuelto hace un par de horas. -Y en ese momento fue cuando la verdadera tortura había comenzado. Él se había prometido que la esperaría y ella le había hecho esperar-. Por cierto que ahora puedo demandarte por haber faltado al acuerdo. Dijiste por la noche y hace tiempo que ha anochecido.

– Faltar al acuerdo -repitió Angel meneando la cabeza-. Son esa clase de cosas las que dan mala fama a los abogados, ¿sabías?

– Dijiste por la noche -insistió él, impertérrito y metiéndose las manos en los bolsillos-. Ya es de noche.

En la expresión de Angel surgió un leve indicio de desesperación.

– Bueno, pero estoy aquí, ¿verdad? ¿Me vas a invitar a pasar o no?

«O no» era una opción que se había vuelto apetecible. Lo había tenido en vilo las anteriores veinticuatro horas, aunque, de todos modos, ella era la que podía desenmarañar el entuerto que los tenía a ambos en aquella situación.

– Si te apetece, sí -farfulló.

– ¿Cómo no va a apetecerme, tontito? -Mirando al cielo en señal de incredulidad Angel lo empujó hacia el interior-. Esto está empezando a parecer torpe y premeditado y… -Calló al echar un vistazo a la sala de estar-… y maravilloso -agregó en último término.

– Como ves, no soy tan tontito. -Cerró la puerta tras ella y la miró-. Tenía una mesa reservada en el hotel Crosscreek, pero ya es demasiado tarde.

Angel continuaba contemplando el panorama. Todas las cabañas contaban con una buena provisión de velas para utilizar en caso de producirse un corte en el suministro de electricidad, algo habitual durante las tormentas de invierno. Su anfitrión las había colocado en lugares estratégicos de la sala y, aún con mayor pericia, si no arte, en el dormitorio. El parpadeo de las llamas hacía que la oscuridad que los acogía palpitase.

– De verdad que lo siento. No sabía lo de la cena. -Su exasperación previa había desaparecido y le dirigió a Cooper una mirada dulce, casi tímida. Luego se acercó a la mesa auxiliar, junto al sofá, en la que una botella de vino se enfriaba en una cubitera-. Esto es espectacular.

Volvió a mirarlo de aquella manera fugaz mientras palpaba perezosamente el cuello de la botella de vino. Al verla recorrer el cristal con un gesto tan lento y delicado, el humor de Cooper también cambió. Con ella en su cabaña, tan cerca de él, su irritación e impaciencia desaparecieron sin dejar otro rastro que no fuera el deseo.

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