Christie Ridgway - Atrévete a amarme

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La reportera Angel Buchanan se ha llevado una sorpresa enorme al descubrir que el difunto pintor Stephen Whitney, quien se autodenominaba el «Artista del corazón» y se caracterizó por defender los valores familiares, es el padre que la abandonó cuando tenía cuatro años. Y no hay nada como la lectura de un testamento para que aparezcan parientes cuya existencia era hasta entonces desconocida: la afligida viuda junto a su sexy hermana gemela… y un tipo de muy buen ver. Se trata de C. J. Jones, un conocido abogado que quiere comprar el silencio de Angel sobre la no tan ejemplar vida secreta de su padre. Ella no ignora que C. J. intentará cortejarla para salirse con la suya, pero ¿quién podría resistirse? Y encima en un escenario como Tranquility House: una mansión plagada de habitaciones y románticos rincones.

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– Hace bastante que no mantienes relaciones sexuales, ¿no es cierto? Ninguna desde el ataque.

El rubor de la cara de Cooper iba en aumento.

– No me apetece hablar de eso -afirmó al tiempo que retiraba la mano de la piel de Angel y se sentaba.

Ella se fijó en su postura envarada e, intentando relajarlo, le dio un leve golpe en el hombro.

– ¿Qué te pasa? ¿Te sentirías mejor si te dijera que mi cama lleva mucho tiempo desierta?

Como él no contestaba, Angel intentó adivinar cuánto tiempo hacía que Cooper se había marchado de San Francisco. ¿Diez meses? ¿Más?

– Por todos los santos -exclamó, todavía con intención de aliviarle su visible pesadumbre-. Estaba dispuesta a salvarte la vida, incluso hasta hacerte el boca a boca y todo. ¿Me vas a decir que no podemos hablar?

Él la miró de soslayo.

– El boca a boca me lo has hecho antes de que me cayera a la arena, y así me ha dado el achuchón que ha dado.

– ¡Ya, y ahora tienes que compensarme! ¡Pensaba que te había matado con un beso! -Le dio un nuevo golpecito en el hombro-. Venga, hombre. Soy yo, Angel, la mujer que probablemente no volverás a ver otra vez. ¿No crees que podemos hablarlo?

A pesar de que, tal como estaban las cosas, era él y no ella quien prefería estar solo, Angel no podía dejarlo allí. Aquel no podía ser el último recuerdo que ambos tuviesen del otro: Cooper sintiéndose avergonzado y Angel sintiéndose… comoquiera que se sintiese.

– Bien. -Cooper volvió la cabeza y le clavó la mirada, más oscura y profunda a la menguada luz del atardecer-. Tienes razón. No he probado el sexo desde los ataques y la operación, es decir, desde hace veinte meses, dieciséis días y, bueno, aproximadamente tres horas y cuarenta y un minutos.

11

Aunque ya había anochecido, Cooper pudo distinguir la mirada sorprendida de Angel.

– ¿Tres horas y cuarenta y cinco minutos? -repitió-. ¿Cuentas también los minutos?

Cooper miró el reloj.

– Y cincuenta segundos.

Angel arqueó una ceja.

– Me estás tomando el pelo.

– Te estoy tomando el pelo -admitió.

– ¿Por qué?

– Para que te calles.

En otras circunstancias, el resoplido de indignación que soltó la mujer le habría hecho gracia, pero todo aquello resultaba un tanto humillante. Lo único que quería era sentarse y descansar.

– Así que, veamos… -comenzó tras dos segundos de silencio-. ¿Cuánto hace que te operaron?

– Doce meses, casi trece.

Angel guardó un breve silencio.

– Pero has dicho veinte…

– Maldita sea, Angel, ¿es que tienes que darle tantas vueltas a todo? -gruñó-. Tuve un caso muy importante antes de eso y no me quedaba tiempo para salir de copas. -Ni para encuentros sexuales. En esa época, la sequía momentánea no le preocupaba demasiado. Cuando se acostaba, si es que lo hacía, se quedaba dormido de inmediato.

– Vale, vale, lo siento si te he molestado.

– Sí, bueno, yo también siento haberte… haberte… -Cooper no sabía cómo continuar, así que se limitó a encogerse de hombros-. Ahora que ya nos hemos disculpado el uno con el otro, márchate.

– Estás enfadado.

Sí, con Dios, con el mundo, con su cuerpo, por haberle fallado un año atrás, consigo mismo, por haber sido estúpido y no cuidarse, por lo tonto que le habría parecido a Angel hacía tan solo unos minutos, cuando estaba estirado sobre la arena.

– No estoy enfadado contigo. Por favor, vete.

Angel meneó la cabeza de nuevo y el viento le hizo llegar una oleada de su perfume. ¿A qué diablos venía aquel acoso? Si el destino quería que estuvieran juntos, ¿por qué no se la había mandado años antes? ¿Por qué no se habían conocido en cualquiera de las hamburgueserías de San Francisco? Se imaginó haciendo cola detrás de ella, atraído de inmediato por la intensidad de su perfume, por su abundante melena y las curvas de su cuerpo.

Era probable que hubieran iniciado una conversación, a no ser que tuviera prisa o estuviera demasiado preocupado por un caso, claro. De haberse producido la charla, seguramente le habría propuesto una cita y habrían salido a tomar una copa. Entonces, una semana más tarde, él habría estado en un bar cualquiera y Angel habría hecho su aparición subida a un par de zapatos de tacón, dedicándole la mejor de sus sonrisas. ¿Qué habría sucedido en ese caso?

Por supuesto, todo habría sido muy distinto. Seguramente, en tal situación él habría esperado en la cola con impaciencia y con la cabeza ocupada en los detalles de su próximo caso. El perfume de la mujer habría bastado para distraer su atención un instante, durante el cual se habría fijado en su figura y admirado el milagroso efecto de su feminidad. Pero entonces le habría llegado el turno, y después a él, y en aquel momento su mente volvería a estar bullendo con asuntos de trabajo. Unos minutos para pedir la comida, y al darse la vuelta, ella habría desaparecido de su vida para siempre.

Y Cooper habría dejado escapar la oportunidad de catar aquel bombón relleno de licor embriagador, de descubrir el tentador diablo que se escondía bajo su aspecto angelical. Sin embargo, con la vida que llevaba antes, frenética y violenta, como si no fuera a terminar jamás, lo más probable es que no se hubiera tomado el tiempo necesario para llegar a conocerla.

Un poco más relajado, se acercó a Angel y le acarició la mejilla.

– Me alegro de haberte conocido.

Por unos instantes, Cooper creyó que había logrado hacerla callar.

– ¡Qué bonito! Me tiemblan las rodillas -respondió Angel en voz baja.

Le apartó con suavidad un mechón de rizos y retiró la mano.

Bajo la tenue luz del atardecer comenzaron a distinguirse las primeras estrellas. Cooper alzó la cabeza para mirarlas e intentó relajarse con la belleza calma de la noche, pensando en los libros sobre terapias orientales que Judd le dejaba. A Cooper no se le daba demasiado bien la meditación, pero seguía intentándolo. Se concentró en su respiración y trató de deshacer los nudos que todavía lo atenazaban: el deseo carnal que sentía por Angel, la preocupación por su corazón y la vergüenza por el amago de infarto.

Parecía funcionar. Logró sincronizar la respiración con el regular vaivén de las olas y procuró liberarse de sí mismo, de su condición de hombre, para conseguir una comunión con el orden de la naturaleza. Nacimiento, vida y muerte.

– ¿Y cuánto tiempo planeabas pasar sin sexo?

La pregunta de Angel perturbó aquel breve estado de serenidad. Pero qué diablos… Dios, aquella mujer era realmente irritante.

– Lo siento, supongo que no puedo evitarlo. Soy periodista, ya sabes -añadió sin el menor rastro de arrepentimiento en la voz-. Me preguntaba cuánto tiempo pensabas mantener el celibato. Supongo que no toda la vida.

Estupendo. Mientras él intentaba fundirse con el universo, pensando en memeces tipo kung fu y pequeño saltamontes, ella se dedicaba a especular acerca del futuro de su vida sexual. Los nudos volvieron a apretarse.

– ¿No podríamos dejar el tema? -preguntó a regañadientes. El hecho era que «toda la vida» no significaba demasiado tiempo. Al igual que él, su padre había sufrido un ataque al corazón, volvió a casa, cambió de hábitos y falleció después de un año, de un segundo ataque. Y Cooper ya había pasado por el segundo infarto de miocardio, por lo que tenía la sensación de vivir de prestado.

– Es que tengo curiosidad por saber cómo piensas. Cómo piensa un hombre. No hace mucho leí un artículo sobre el lugar preeminente que el sexo ocupa en vuestras vidas y me quedé de piedra. Por eso pregunto, ¿cuánto crees que pasará antes de que tus ganas de sexo sean más fuertes que el miedo que te causa tu corazón? Si supieras que ibas a morir mañana, ¿estaría el sexo entre tus actividades de la noche antes?

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