Christie Ridgway - Atrévete a amarme

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La reportera Angel Buchanan se ha llevado una sorpresa enorme al descubrir que el difunto pintor Stephen Whitney, quien se autodenominaba el «Artista del corazón» y se caracterizó por defender los valores familiares, es el padre que la abandonó cuando tenía cuatro años. Y no hay nada como la lectura de un testamento para que aparezcan parientes cuya existencia era hasta entonces desconocida: la afligida viuda junto a su sexy hermana gemela… y un tipo de muy buen ver. Se trata de C. J. Jones, un conocido abogado que quiere comprar el silencio de Angel sobre la no tan ejemplar vida secreta de su padre. Ella no ignora que C. J. intentará cortejarla para salirse con la suya, pero ¿quién podría resistirse? Y encima en un escenario como Tranquility House: una mansión plagada de habitaciones y románticos rincones.

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El miedo -o algo que se le parecía mucho- se le instaló a Angel en el estómago con violencia. Lo que estaba a punto de contar no era para que Cooper lo oyera. Ni siquiera podía decir por qué le había dado por contárselo a Katie.

O sí, sí que lo sabía. La muchacha le había sonreído el día de la iglesia, Angel había estado a punto de hacerla reír y, desde entonces, no había podido desechar la idea de que, de algún modo, aquello las había unido… con un vínculo semejante al que surge con la persona a la que se le salva la vida.

Aunque con Cooper allí presente, ¡no podía hablar de aquello!

– ¿Angel?

Era la voz de Katie, y la periodista la miró sin poder apartar la vista.

– Sí, sí. Él, en fin, le hacía daño a mi madre, pero como era policía, ella no se atrevió a denunciarlo.

Los ojos de Katie volvieron a agrandarse y Angel interpretó que podía saltarse los detalles escabrosos.

– Decidimos… marcharnos -escaparnos-. Y como tenía muchas maneras de encontrarnos, nos escondimos de él, a menudo cambiando de identidad y mudándonos de un sitio a otro.

Notaba la mirada de Cooper fija en ella, su atención ininterrumpida, y supo que el hombre podría rellenar todos los huecos que ella estaba dejando entre palabra y palabra.

– En aquellas circunstancias, me matriculé en secundaria como si fuera un niño para intentar despistarlo.

Katie, de nuevo, no salía de su asombro.

– Pero si… tú eres… -balbuceó con voz entrecortada por una carcajada que acabó por abrirse paso.

Al oírla, el estómago de Angel volvió a reaccionar, pero de un modo cálido y agradable. Valía la pena contar lo que estaba contando solo por presenciar aquel instante efímero de alegría que el rostro de la niña expresaba.

– Ya, lo sé -admitió Angel-. Soy la chica más femenina que jamás hayas conocido. Y en aquel momento era tan femenina y pequeñaja como ahora. Eso fue lo que me complicó tanto las cosas.

– Pero lo conseguiste.

El breve acceso de buen humor en el rostro de Katie había puesto en movimiento su expresión agarrotada, pese a lo cual, Angel no cantó victoria creyendo que había logrado sacar a la niña de su abatimiento. Era solo un comienzo, un primer paso.

– Como pude, sí, pero lo conseguí. -Le dedicó una sonrisa a Katie y, sin pensárselo dos veces, se acercó y tomó su mano; los dedos entrelazados de ambas descansaron sobre el apuesto novio de Britney Spears-. Las personas estamos hechas de acero inoxidable. Te conviene no olvidarlo para superar los malos ratos. -Luego, avergonzada, le guiñó un ojo tratando de remediar su tono de telenovela-. En fin, escúchame, porque te voy a decir algo más que sé por experiencia.

En la cara de Katie había casi una sonrisa. Casi.

– ¿Qué? -inquirió la muchacha.

Angel echó un rápido vistazo a Cooper y luego se inclinó hacia delante para adoptar una actitud misteriosa y teatral.

– Pues que donde manda mujer no manda marinero.

Sentada sobre una manta en la arena de la playa secreta de Cooper, Angel contemplaba cómo el sol se lanzaba al Pacífico sin salpicar. El viento había amainado y el ambiente de la protegida cala era agradable.

Aquel debería ser el momento de paz de la jornada y también de su trabajo, pues ya había reunido la información, establecido los contactos y acabado las entrevistas. Estaba a punto de dedicarse a lo que más le gustaba: formar un producto a partir de la materia prima para informar y además inflamar las emociones de los lectores.

Y, sin embargo, estaba de los nervios.

Se recostó sobre la manta y cerró los ojos.

En ese momento percibió algo, un sonido, el rumor de alguien que se acercaba por el túnel hacia la cala.

Ese alguien era el motivo de sus nervios: Cooper. Tras salir de la casa de los Whitney aquella mañana, se había dedicado a esconderse de él. El modo en que él había dicho «Ya hablaremos» cuando ella se despedía de Lainey era un aviso de que Cooper quería volver a oír lo que ella había confesado en la habitación de Katie.

Pero aquello no iba a ocurrir. Su pasado no era su debilidad aunque, por desgracia, de vez en cuando la llevara a sentirse como si lo fuera.

Los pasos cesaron.

– Estás aquí.

Angel no abrió los ojos. No tenía sentido escaparse sabiendo que él ya estaba allí, pero podía deshacerse de él, ¿no era cierto?

– La verdad es que me apetecía estar sola, ¿te importa?

– Lo siento, pero para eso tendrías que haberte quitado el sujetador.

Su respuesta constituyó motivo suficiente para que Angel abriera los ojos y se incorporara con las cejas arqueadas.

– ¿Cómo?

Desde luego, era imposible saber si llevaba uno bajo el grueso jersey.

– Pretendía llamar tu atención -explicó Cooper, sonriendo, antes de acomodarse en la manta al lado de Angel-. Esa era la señal que mis hermanas me instaron a utilizar si pretendía que nadie viniera a la playa a interrumpirme.

– Si lo hubiera sabido… -murmuró Angel, que volvió a relajarse y a cerrar los ojos.

– Bueno, ahora que ya lo sabes…

– Sí, hombre, tú sigue soñando.

– Pero si ya lo hago, corazón -proclamó Cooper tras una carcajada-; todas las noches.

Angel procuró ignorarlo, a él y a la satisfacción que sus palabras le habían provocado. Cooper también se inmiscuía en sus sueños.

– No has venido a cenar -dijo él.

– No podía ni pensar en otra ración sorpresa de tofu, así que he venido aquí a imaginarme en un tugurio de los míos. -Hablaba con los párpados cerrados y una sonrisa soñadora-. Ahora mismo estoy en una taberna vienesa: dos salchichas rebozadas, un perrito caliente con chile y más cebolla, un batido de chocolate y dos raciones de aros de cebolla.

– Eso está mal.

– Perdóname, a veces se me olvida que eres un experto en nutrición.

– No, me refería a que está mal que, puesta a fantasear, elijas una taberna vienesa y no el Doc's Dogs.

Sorprendida, Angel se inclinó y apoyó la cabeza en la mano para mirarlo.

– ¿Conoces el Doc's, el de Ocean Street? Creía que era un secreto solo compartido por mí y los chicos que van al instituto de la misma manzana.

Cooper abrió mucho los ojos.

– No se lo habrás dicho a nadie más, ¿no?

– ¿Y arriesgarme a perder el mejor sitio de comida rápida de la ciudad? Por supuesto que no. Si esos cerdos del distrito financiero se enterasen de su existencia, mandarían ipso facto a sus asistentes a comer allí. Se formarían colas interminables todos los días de la semana.

– Acuérdate de lo que hicieron con El Rey de la Fritanga -afirmó Cooper, asintiendo.

– Los inversores se lanzaron sobre él como buitres y lo convirtieron en una franquicia. Me dan ganas de llorar al recordar los bollos de canela que hacían antes de que convirtieran el lugar en otro McDonald's.

– A mí lo que más me fastidia es el nuevo nombre. No estoy yo para poner el pie en un sitio que se llame La Canelita.

– Ya me lo imaginaba. -Angel lo miró con perspicacia-. Una vez me dieron plantón, y siempre he creído que fue por el restaurante que yo había elegido. Era un sitio estupendo llamado Glamour y Lentejuelas.

– Me lo creo -convino Cooper, riéndose-. Solo un nombre tan bobo como ese podría interponerse entre un hombre y el objeto de sus deseos -agregó, y la sonrisa se desvaneció.

Angel apartó la vista. Ambos sabían que ella era el objeto de sus deseos, claro. Para evitar la repentina tensión que se había instalado en el ambiente, la periodista señaló la maravillosa vista del cielo anaranjado y las aguas plateadas que se abría ante ellos.

– Vaya, pues yo me preguntaba… Esto está bien y todo eso, pero ¿no te estás muriendo por volver a la ciudad? ¿Al Doc's y a la televisión por cable? Por si no te acordabas, te diré qué allí también hay mar.

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