Christie Ridgway - Atrévete a amarme

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La reportera Angel Buchanan se ha llevado una sorpresa enorme al descubrir que el difunto pintor Stephen Whitney, quien se autodenominaba el «Artista del corazón» y se caracterizó por defender los valores familiares, es el padre que la abandonó cuando tenía cuatro años. Y no hay nada como la lectura de un testamento para que aparezcan parientes cuya existencia era hasta entonces desconocida: la afligida viuda junto a su sexy hermana gemela… y un tipo de muy buen ver. Se trata de C. J. Jones, un conocido abogado que quiere comprar el silencio de Angel sobre la no tan ejemplar vida secreta de su padre. Ella no ignora que C. J. intentará cortejarla para salirse con la suya, pero ¿quién podría resistirse? Y encima en un escenario como Tranquility House: una mansión plagada de habitaciones y románticos rincones.

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Lainey dejó el objeto sobre la mesa y volvió a introducir las manos, en aquella ocasión para sacar tres pequeñas alfombras enrolladas, las tres estampadas con la misma jofaina y jarrón con flores. A Angel le costó algún tiempo darse cuenta de que una de aquellas tupidas alfombras era en realidad una funda para la taza del váter.

– Stephen… -suspiró Lainey con impotencia.

Angel meneó la cabeza. Las últimas obras del Artista del Corazón iban a darles a los críticos de arte, que ya aborrecían sus cuadros de forma unánime, motivos de sobra para ensañarse.

– Se lo van a cargar -murmuró Angel para sí, mientras Lainey desenrollaba una de las alfombras.

– Dios mío, esto cada vez se pone peor. Fíjate, esta es una alfombra para la base de la taza. Mi marido aprobó que estamparan su arte en algo que iba a estar a los pies del retrete. -Lainey la sostuvo en alto y observó a Angel a través de la inconfundible abertura.

La expresión horrorizada de Lainey enmarcada en aquella pequeña alfombra fue algo demasiado cómico, y Angel tuvo que morderse el labio para contener una carcajada.

– ¿Qué ocurre? -preguntó Lainey, acercándose a ella-. ¿Estás bien?

– Mmm, mmm -consiguió musitar Angel, mientras asentía con rápidos movimientos de cabeza.

– Tú te estás riendo…

Entonces, Angel se sintió culpable y se concentró para dejar de reír y disculparse con la viuda. Pero Lainey seguía mirando la alfombrilla con expresión aterrada.

– Después del papel higiénico Artista del Corazón, esto es lo más hortera que he visto en toda mi vida -dijo en tono sombrío.

– ¿Papel higiénico? -repitió Angel.

Y entonces, sin poder evitarlo, soltó una sonora risotada. Lainey tampoco pudo contenerse y empezó a reírse con naturalidad. Para empeorar aún más las cosas, se agarró al brazo de Angel como si ambas estuvieran compartiendo algo, como si fueran buenas amigas.

– ¿A santo de qué? -consiguió articular Lainey, todavía enlazada a Angel y agitando la alfombra con la otra mano-. ¿A qué viene esto? ¿En qué diablos estaba pensando cuando se le ocurrió esto?

Angel no pudo contenerse.

– ¿En que quería que el mundo pensara en él en todo momento?

Aquello volvió a provocar grandes carcajadas. Cuando se les pasó el ataque, Angel le sirvió café a Lainey. Tomó su taza y se sentó junto a ella a la mesa.

La mujer apartó aquellos objetos hacia un lado y, resignada, añadió:

– Lo que me duele es que esto sea la última aportación que Stephen haya dado al mundo del arte.

Angel sorbió un poco de café.

– ¿Tú no estabas de acuerdo en quemar sus cuadros?

Lainey se encogió de hombros.

– Ese era su deseo, que quemáramos las obras incompletas. Lo cual significa que hemos perdido todo su trabajo del año pasado. Tenía la costumbre de dejar un trozo inacabado en cada uno de los cuadros, y cuando llegaba el mes antes de la exposición, se ponía a pintar como un loco para terminarlos. Recuerdo que le llevaba comida a la torre, pero la mitad de las veces ni la tocaba.

Una sombra de tristeza se posó en el rostro de Lainey, y Angel se apresuró a animarla.

– Estoy segura de que lo cuidaste muy bien -dijo, consciente de que aquel no era un comentario muy objetivo ni profesional. El hecho era que no solo le gustaba el café de Lainey, también le gustaba aquella mujer-. Estoy segura de ello.

– Ese era mi trabajo. Cuidarlo y hacer que su vida fuera lo más cómoda posible para que pudiera dedicarse a su arte. -Lainey se la quedó mirando fijamente-. Pero ¿qué voy a hacer ahora?

Angel no supo qué decir, desvió la mirada al interior de su taza y deseó ser transportada a una galaxia muy, muy lejana.

– Bueno, pues… no sé.

Le estaba bien empleado, se había excedido en su confianza con aquella mujer y ahora le tocaba enfrentarse a engorrosas preguntas cargadas de emoción.

– ¿Qué querías antes de que él apareciera en tu vida?

Lainey rió, pero sin el menor rastro de diversión.

– Quería que apareciera en mi vida.

Angel se levantó de un salto. La respuesta de Lainey se parecía demasiado a lo que ella había deseado de pequeña y lo que se había obligado a no desear una vez tuvo el juicio suficiente para entender por qué su madre se había casado precipitadamente cuando Stephen Whitney las abandonó.

Para Angel, hacer que su felicidad o cualquier aspecto de su vida dependiera de un hombre era lo peor que le podía pasar.

– ¿Podría hablar con Katie? -preguntó mientras dejaba la taza en el fregadero-. Si veo que no está bien no la presionaré.

Cuando oyó el nombre de su hija, la expresión de Lainey pasó de la tristeza a la preocupación.

– Quizá hablar le siente bien. Yo no consigo que me diga nada, ni yo ni nadie más de la familia. Puedes subir, su habitación es la primera puerta de la izquierda.

Angel asintió y se dio la vuelta.

– No ha llorado desde que murió su padre -añadió Lainey-. Una amiga me mandó un libro sobre el dolor en los niños y he leído que le vendría bien llorar.

Angel sintió un escalofrío y se detuvo en seco.

– Igual tú puedes hacer algo al respecto.

– A lo mejor. Sí, claro, ahora me pongo a ello.

No había nada, nada en el mundo que le apeteciera menos a Angel que tener que consolar a una niña destrozada por haber perdido a su padre.

10

Por fortuna, Katie no dio señales de haber llorado cuando acudió a la llamada de Angel, que esperaba tras la puerta medio abierta. Aun así, la periodista intentó imponer un ambiente desenfadado, para lo cual se presentó con la mano en la frente, en actitud melodramática.

– Por favor, por favor. Es una emergencia. Me hace muchísima falta un secador y un poquito de corriente eléctrica.

El pelo era un medio seguro de enternecerle el corazón a cualquier mujer. Escasos instantes después de haber entrado, Angel estaba en el baño adyacente a la espaciosa habitación de Katie y, al poco, tenía ya el pelo un poco mejor de lo que lo había tenido en semanas. Una vez el secador cumplió su función, Angel lo guardó en su lugar correspondiente y prefirió imaginarse en la peluquería antes que comprender que estaba perdiendo el tiempo.

Puedes hacerlo, se ordenó para sus adentros.

¿Era o no era la periodista profesional y audaz con la que había soñado desde los doce años?

Sin recurrir a una entrevista con Katie, estaba segura de que ya podía escribir el reportaje sobre Stephen Whitney, pues, al fin y al cabo, no tenía ninguna garantía de dar con algo que valiera la pena utilizar. Por otra parte, había tenido oportunidades de hablar con la muchacha durante las dos semanas anteriores y, sin embargo, no había querido aprovecharlas.

Pero Angel Buchanan no desperdiciaba las oportunidades ni estaba allí para huir de la verdad o de la otra hija de su padre.

Y aunque se permitiera el lujo de arreglarse el pelo, no tenía intención de postergar su cometido.

Se dirigió una mirada severa en el espejo y optó por concederse un segundo más de descanso. Luego volvió a la habitación de Katie y encontró a la joven tumbada en su cama leyendo una revista.

Angel inclinó la cabeza para echar un vistazo y vio que la muchacha estaba leyendo una revista para adolescentes, a juzgar por los anuncios de crema antiacné y las fotografías de las amplias sonrisas que lucían los famosos.

– No me digas que Britney Spears ha vuelto con su novio.

Tras recibir por toda respuesta un murmullo inarticulado y evasivo, Angel se encogió de hombros y dio un lento giro de trescientos sesenta grados para escrutar las estanterías de la habitación, el equipo de música, el ordenador y la impresora. Una de las paredes estaba ocupada por un tablero que mostraba lo consabido en aquellos casos: fotografías, diplomas y un boletín de notas reciente en el que todo eran sobresalientes a excepción del aprobado de educación física.

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