Christie Ridgway - Atrévete a amarme

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La reportera Angel Buchanan se ha llevado una sorpresa enorme al descubrir que el difunto pintor Stephen Whitney, quien se autodenominaba el «Artista del corazón» y se caracterizó por defender los valores familiares, es el padre que la abandonó cuando tenía cuatro años. Y no hay nada como la lectura de un testamento para que aparezcan parientes cuya existencia era hasta entonces desconocida: la afligida viuda junto a su sexy hermana gemela… y un tipo de muy buen ver. Se trata de C. J. Jones, un conocido abogado que quiere comprar el silencio de Angel sobre la no tan ejemplar vida secreta de su padre. Ella no ignora que C. J. intentará cortejarla para salirse con la suya, pero ¿quién podría resistirse? Y encima en un escenario como Tranquility House: una mansión plagada de habitaciones y románticos rincones.

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– Nos hemos olvidado de algo -le recordó él con dulzura.

Angel sonrió perezosamente.

– ¿De qué?

Cooper adelantó las dos manos y las hundió en los cabellos de ella. Los reflejos de Angel también debían de estar adormecidos, pues la mujer no mostró el más leve indicio de protesta.

– El postre -susurró él, rozándole los labios.

9

Eso es, postre, pensó Cooper, mientras los labios de Angel acariciaban los suyos. Estaban calientes, eran dulces y sabían a algo que no estaba dispuesto a dejar escapar. No aquella noche.

Cooper alzó la cabeza para tomar aire. La mujer tenía los ojos entornados y los labios enrojecidos por el beso. Hacía ya una semana que lo llevaba de cabeza, entrando y saliendo del refugio con aquellos vestidos de chica de ciudad y faldas cortas, en actitud decidida. Dios, cómo envidiaba su seguridad. Y además era preciosa. Realmente preciosa.

Durante aquellos días se había mantenido alejado de ella, convenciéndose de que debía aceptar su vida monacal e intentando apartar de su mente las fantasías de cubrirle las piernas con rodajas de embutido y comérselas una a una. Pero por el amor de Dios, había dejado el tabaco, la cafeína y la adrenalina que le proporcionaba su trabajo. Era evidente que tenía el control suficiente sobre sus apetitos para consentirse probar algo más de ella.

– Ven aquí -le ordenó mientras introducía los dedos en su melena-. Acércate a mí.

– A ti -susurró Angel, cerrando lentamente los ojos.

– Acércate. -Cooper no quería arriesgarse a trasladar la acción a un lugar más cómodo; después de todo solo quería probarla. Angel apoyó la mano en la mesa para levantarse y Cooper la agarró para atraerla hasta él-. Ven aquí, cariño.

Aunque se acercó a él, Cooper percibió que entre sus rubias cejas se dibujaba una tenue arruga de preocupación.

– No sé si esto es una buena idea…

– No pienses en ello -respondió, dispuesto a no llegar demasiado lejos-. Recuerda que solo por esta vez vas a dejar que cuide de ti.

Angel suspiró y permitió que Cooper la guiara hasta sus rodillas. Estaba tan delgada que, cuando se sentó sobre él, Cooper solo notó el cosquilleo de su melena en la barbilla. Durante unos instantes permaneció quieto, recreándose tan solo en la calidez que emanaba de su cuerpo. Intentó controlar la respiración, dispuesto a disfrutar al máximo del momento, de la sensación de tenerla entre sus brazos.

Fue casi suficiente.

Pero en ese momento Angel se acomodó sobre sus piernas y la ajustada falda se le levantó hasta la mitad del muslo. Mientras Cooper le acariciaba la pierna notó que se le disparaba el pulso.

Angel contuvo la respiración y arqueó la espalda. El hombre no pudo resistirse y volvió a besarla. Pretendía tomárselo con calma, darse el tiempo suficiente para disfrutar de ella antes de dar por finalizada la sesión. Pero Angel era más tentadora que el propio diablo. Los labios de la mujer se abrieron entre los suyos y Cooper estaba tan extasiado que tuvo que hacer un esfuerzo por no embestirla en aquel mismo momento. Se tomó su tiempo besándole las comisuras y dibujando con la lengua el perfil de su boca para, finalmente, morder con dulzura la suave carnosidad de su labio inferior.

Angel gimió pero Cooper hizo lo posible por no ceder a la petición que entrañaba aquel sonido y siguió con los besos delicados, acariciándola con la lengua y succionando levemente su labio inferior. Con cada succión, Angel se estremecía y apretaba las rodillas contra sus caderas. Se notaba que aquello le estaba gustando.

Sin embargo, Cooper sabía que ella quería más, que la fuerza con la que se aferraba a su pelo y le acariciaba la cabeza demostraba que no tenía suficiente. Cooper le soltó el labio y Angel le acercó de nuevo la boca con decisión. Deslizándola con suavidad, Cooper le metió la lengua y ambos empezaron a gemir.

Recordándose una y otra vez que debía ir despacio, que debía intentar deleitarse con lo poco que iba a probar de ella, Cooper le acarició el paladar con la lengua y apartó la cabeza.

– Más -rogó Angel, aferrándose con fuerza a su pelo.

Cooper sonrió.

– No te preocupes. Aún no hemos terminado.

No me preocupo. Al parecer, hasta las chicas duras podían suplicar.

Cooper enroscó los rizos en sus dedos y la atrajo de nuevo hacia sí.

– Tienes un cuello precioso -murmuró, mientras le mordisqueaba la mandíbula y le lamía la garganta-. Tuve ganas de probarlo en el mismo instante en que té vi.

– Mmm… -Angel cerró los ojos.

Cooper sonrió y se tomó unos segundos para recrearse en el olor del cuerpo femenino, en la suavidad de su piel, en el calor que emanaba y en el embriagador perfume de su fragancia. Entonces retomó los besos y siguió bajando hasta que la barbilla topó con la delicada tela de su blusa. Levantó de nuevo la cabeza, esforzándose por no mirar la hilera de botones que la mantenían abrochada.

Mejor ni tocarla.

Durante aquel año en Tranquility House había aprendido a conformarse con poco y, aunque todavía le costaba trabajo, seguía esforzándose por no hacerse demasiadas ilusiones. Aquello sería suficiente, se dijo. Unos cuantos besos y caricias, lo suficiente para engañar al hambre sin tener que repetir.

Le besó el hombro, la barbilla y volvió a la boca. Angel separó los labios y en aquella ocasión fue ella quien le metió la lengua.

Unos cuantos besos y caricias. Convencido de que tenía la situación bajo control, continuó.

Pero entonces Angel apartó los labios y comenzó a lamerle el lóbulo de la oreja.

Cooper soltó un quejido de placer. Oh sí, sí. Sigue, sigue…

Sin apartar la boca de su oreja, Angel le metió las manos debajo de la camiseta. Cuando, desde la espalda, comenzó a arañarle las costillas con suavidad, Cooper se estremeció y el corazón le dio un vuelco.

La sensación era tan placentera que trató de que Angel parara. En un intento de distraer su atención, empezó a acariciarle un pecho. La mujer envaró la espalda y sus miradas se encontraron. Ambos respiraban precipitadamente, y cada vez que ella tomaba aire, Cooper notaba la agitación en su mano.

Entonces fue ella la que movió la mano, desplazándola desde las costillas hasta el pecho. Cooper contuvo el aliento pues sabía bien hacia dónde la dirigía. Comenzó a desabrocharle la blusa y, por suerte, Angel paró.

En aquel momento Cooper supo cómo debía actuar. Si conseguía que ella no se moviera, si se dejara tocar sin reaccionar a sus caricias, él podría llevar a cabo su placentero plan. En un intento de calmarse pensó en su abuela y se dispuso a desabrochar la hilera de botones.

Angel no se movía, tan solo lo miraba, ruborizada y atenta.

– Eres preciosa -murmuró con la voz entrecortada-. Pareces un ángel.

Ella sonrió y le acarició la mejilla. Cooper posó la mano sobre la suya, le besó los dedos y la colocó junto a su cuerpo.

– Déjame -comenzó-, deja que te toque, no te muevas.

Desabotonó la blusa hasta llegar a media cintura y fue incapaz de continuar. No pudo contenerse, tuvo que separar los dos pedazos de tela y contemplar las curvas que se dibujaban bajo el sujetador rosa de satén.

Sentía cómo el deseo le golpeaba el pecho y tomó aire para controlar el pánico que empezaba a apoderarse de él. Tenía que mantener la calma y respiró profundamente. Entonces se dispuso a desabrocharle el sujetador, de cierre frontal.

Y no pudo.

Cooper no se lo podía creer. En el pasado, había sido capaz de desabrochar hasta veinticinco sujetadores distintos en la impresionante marca de quince segundos, y, aunque aún se creía capaz de batirla, en aquel momento estaba tan nervioso que el temblor se lo impedía. De acuerdo, había practicado con sujetadores atados a sillas y no a suaves cuerpos de mujer, pero lo cierto era que tampoco le faltaba experiencia en esas lides.

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