Angel apoyó los brazos en la barra y se llevó la hamburguesa a la boca.
– Y también le he contado que, en mi opinión, debió de volar unos doce metros.
Angel tuvo que cerrar los ojos, no muy convencida de si el viejo había sido el que había dicho aquellas palabras o si, en cambio, había sido la voz de su memoria. El camión había arrollado a su padre, lo había lanzado a una distancia de doce metros y le había arrancado las chanclas. Recordó el pelo rubio, el pelo de su padre.
En una ocasión, cansados de las bromas de poca monta, los pilluelos del colegio la habían acorralado cuando iba de camino a su casa. Le quitaron la mochila y luego le dijeron que habían metido en ella un gato muerto y ensangrentado, tras lo cual le pusieron aquello en las manos.
En aquel momento, igual que entonces, Angel se oyó a sí misma gritar como una niña y a todo pulmón, e, igual que entonces, el sonido solo tuvo lugar en su imaginación. Su aspecto era firme, calmo y aplomado, igual que había sido el día del gato muerto. Ella era fuerte y dura: se había rescatado a sí misma.
– ¿Angel?
– ¿Qué? -Todavía sujetaba el trozo de hamburguesa, pero no se sentía con ganas de seguir comiendo.
– Cielo -exclamó Cooper-, estás blanca como un espectro.
– Espectro -repitió ella, sintiendo la repentina necesidad de reír.
Pero Angel Buchanan era demasiado dura como para hacer ese tipo de cosas; así era. Necesitaba ser dura.
El «gato» había resultado ser un batiburrillo de paños rojos empapados en melaza y, aun así, se había convertido en uno de sus fantasmas, en una parte de su pasado que no dejaba de atormentarla. El «gato» y aquel hombre, su padre, que había muerto a unos kilómetros de allí. Tampoco podía olvidarse de él.
Y él, ¿se habría acordado de ella?
Los dedos se le aflojaron y la hamburguesa cayó en el plato.
– Maggie -llamó Cooper mientras tomaba del brazo a Angel y la estrechaba-, trae un té. Muy caliente y con mucho azúcar. -Entonces la sacudió levemente y le preguntó-: ¿Te encuentras mal?
– Por supuesto que no. -Angel observó el pecho de Cooper; allí, bajo la fina tela del jersey, tenía la cicatriz, porque Cooper también era duro, tanto como para sobrevivir a dos infartos-. No quiero té, no lo soporto.
– Bueno, pues entonces nos vamos de aquí.
Sin miramientos, la obligó a bajarse del taburete y Angel se miró los lustrosos zapatos que llevaba.
Chanclas. Había perdido hasta las chanclas, de la talla cuarenta y dos, pensó Angel, empezando a tambalearse.
– Mierda -murmuró Cooper, que, al rodearla con el brazo, le rozó el pecho sin pretenderlo por causa de la diferencia de altura-. Mierda.
Angel notó en aquella zona un cosquilleo cálido que la sacó de su extraño ensimismamiento. Entonces, se deshizo del brazo de Cooper y enderezó los hombros.
– Estoy bien, estoy…
Al volverse en busca de su bolso, descubrió la abandonada hamburguesa, llena de salsa de tomate.
El estómago volvió a decirle que no, tras lo cual miró a Cooper como queriendo responderle a una afirmación que él, callado, no había hecho.
– No creas que no puedo con esto -le advirtió.
– Claro que puedes -la alentó Cooper, sujetándola del brazo como si las rodillas de ella estuvieran a punto de fallar.
Y no lo estaban.
– Déjame que te ayude… -estaba diciéndole el hombre.
– ¡No necesito ayuda! Nunca me ha hecho falta -exclamó ella, llevándose una mano a la frente-. Me duele la cabeza, eso es todo; seguro que por la cantidad de verdura que he tenido que comer.
Él tenía su bolso. Se lo arrebató y, al hacerlo, a punto estuvo de perder el equilibrio, con lo que Cooper volvió a agarrarla.
– Bailemos -propuso insólitamente-. Alguien ha puesto una moneda en la máquina de discos. La que suena es mi canción favorita.
Angel prestó atención.
– ¿«Hakuna Matata» es tu canción favorita? -preguntó, incrédula-. ¿«Hakuna Matata», la canción de El Rey León ?
– Calla -susurró él, estrechándola entre los brazos-. Ahora es nuestra canción.
– O sea, que nuestra canción es un dúo compuesto por un roedor y un cerdo -masculló ella-. Nos viene muy bien, sí.
A pesar de todo, Angel se dejó abrazar pues, a fin de cuentas, le dolía la cabeza. Cualquier cosa menos reconocer que «Hakuna Matata» era una canción simpática, o que no recordaba la última vez que había bailado ni cuándo había tenido la oportunidad de apreciar el aroma de una colonia masculina sobre una piel masculina en lugar de olfatear las muestras que encontraba en las revistas.
Bien pegado a ella y apoyando la barbilla en su mejilla, Cooper comenzó a tararear. ¡Así que tarareaba! Aquello era reconfortante.
La música hizo que Angel se abandonara en los brazos del hombre. Ella también silbaba en la intimidad, así que sentía cierta simpatía hacia quienes gustaban de tararear. Ella silbaba para fingirse más fuerte de lo que en realidad era, y quienes tarareaban, para expresar satisfacción.
Cerró los ojos. Era agradable pensar que a Cooper le gustaba tenerla entre los brazos.
Se olvidó de todo lo demás y permitió que aquel pensamiento la arrullase, que él, con los brazos, la sujetase y se encargase de moverse por los dos. Y, estando sumida en algo parecido a una cálida neblina, notó una súbita oleada de aire fresco. Abrió los ojos y al instante comprobó que Cooper la había conducido al exterior y que estaba abriendo la puerta del copiloto de su todo terreno.
– ¿Qué pretendes? -inquirió, boquiabierta-. Tengo mi propio coche.
Él le quitó el bolso y lo lanzó al interior del vehículo.
– Mañana, si quieres, venimos a buscarlo.
– No… Pero ¿qué haces? -En lugar de prestarle atención, Cooper la alzó y la acomodó en el asiento-. Tengo mi propio… -Entonces la puerta se le cerró en las narices.
Mientras lo veía montarse en el lado del conductor, Angel advirtió que estaba más sorprendida que enfadada.
– ¿Qué está pasando? -preguntó.
– ¿Cuándo fue la última vez que comiste? -contraatacó él.
– ¿La última vez? -Angel sacudió la cabeza-. No lo sé, pero eso…
– Tengo por ahí un periquito que pesa más que tú -la reconvino él-. Hoy no te he visto en el comedor, ni a la hora del desayuno ni a la de la comida, y luego por poco te desmayas en el bar. Por Dios, ¡si mientras bailábamos estabas en Babia! Ahora mismo te llevo de vuelta a Tranquility House para que comas algo antes de que te caigas redonda.
– Si ya tengo comida… -protestó ella, señalando el lugar que acababan de dejar.
– No.
Angel volvió a intentarlo.
– Mi hamburguesa…
Él la interrumpió con un aspaviento impaciente.
– No me hagas reír. Eso no es comida en condiciones.
– Pero…
– Por favor, Angel, cede un poco. Déjame que te cuide, aunque solo sea por esta vez.
«Aunque solo sea por esta vez.» Angel midió la determinación que percibía en la expresión de Cooper.
Pensándolo bien, tenía razón: estaba hambrienta y cansada, y no quería seguir peleándose, ni con él ni consigo misma.
– Está bien.
Permitir por un rato que alguien llevara las riendas por ella no implicaba que la situación se le estuviera yendo de las manos.
Los dos juntos asaltaron la cocina de Tranquility House; bueno, en realidad fue Cooper quien la asaltó mientras ella esperaba. Decidió que aquello era muy agradable, y más aún que él estuviera sentado a la mesa frente a ella, compartiendo un plato de lasaña de berenjena recalentada. Ambos acabaron de comer al mismo tiempo.
Relajada y con el estómago lleno, Angel miró a Cooper y sonrió.
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