Christie Ridgway - Atrévete a amarme

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La reportera Angel Buchanan se ha llevado una sorpresa enorme al descubrir que el difunto pintor Stephen Whitney, quien se autodenominaba el «Artista del corazón» y se caracterizó por defender los valores familiares, es el padre que la abandonó cuando tenía cuatro años. Y no hay nada como la lectura de un testamento para que aparezcan parientes cuya existencia era hasta entonces desconocida: la afligida viuda junto a su sexy hermana gemela… y un tipo de muy buen ver. Se trata de C. J. Jones, un conocido abogado que quiere comprar el silencio de Angel sobre la no tan ejemplar vida secreta de su padre. Ella no ignora que C. J. intentará cortejarla para salirse con la suya, pero ¿quién podría resistirse? Y encima en un escenario como Tranquility House: una mansión plagada de habitaciones y románticos rincones.

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8

Judd acababa de sentarse a la mesa de la cocina cuando Lainey entró por la puerta trasera portando una caja de cartón. Levantándose de inmediato, le quitó el bulto de las manos y le dio un beso de bienvenida en la mejilla.

– Buenos días, Judd -saludó Lainey, dándole unas palmaditas en la cara por respuesta.

Era de estatura un poco más baja y de líneas un poco más redondeadas que Beth. La broma familiar siempre había consistido en que Beth se había quedado con la elegancia y Lainey con el artista.

La recién llegada se volvió hacia su hermana gemela, que sacaba ya una tercera taza de un aparador.

– Buenos días también para ti, Beth.

En los labios de Beth apareció un leve rastro de sonrisa.

– Vaya, Lainey, ¿qué hay en esa caja?

– Muestras de los últimos productos Whitney de la compañía que se quedó con las licencias. -Aceptó el café que le ofrecían y se sentó en una silla, al lado de Judd-. Me quedé con algunos y supuse que tú querrías el resto.

Beth se dio la vuelta y llenó su taza de café.

– Claro, gracias -dijo.

Judd no podía dejar de notar la nueva tensión que se había instalado en los hombros de Beth. Había estado particularmente pendiente de ella, de cada respiración, movimiento o emoción, desde la fatídica mañana en que había reinstaurado la costumbre de tomar café, la semana anterior. Desde entonces, la había visitado todas las mañanas buscando la aceptación de los sentimientos que albergaba hacia ella y una indicación que le aclarase qué hacer con ellos.

Pero, por encima de todo, no quería causarle más sufrimiento.

– Esta mañana he estado una hora con Angel Buchanan -anunció Lainey tras darle un sorbo a su café-. Es la cuarta vez que hablamos. Me contó que también te había entrevistado a ti -agregó, dirigiéndose a Judd-. Sigue sin entender que hayas elegido no hablar.

El aludido se encogió de hombros. Les había ido bastante bien solo con papel y bolígrafo.

– ¡Pues yo no pienso hablar con ella! -exclamó de pronto Beth, volviéndose hacia su hermana. Luego, con un tono de voz más sosegado y la mirada perdida, añadió-: Preguntas, preguntas y más preguntas sobre Stephen.

Judd también se había negado a hablar sobre el artista. Stephen nunca le había tenido en muy alta estima, y de nada habían servido sus esfuerzos por hacer que el pintor cambiase de opinión.

Lainey alargó un brazo y le dio a su hermana unos golpecitos de ánimo en el hombro.

– No estás obligada a hablar con Angel, así que haz lo que quieras. -Una pequeña sonrisa le iluminó la cara-. Pero a mí me cae bien, y también a Cooper, a quien me parece que ella le corresponde.

– ¿De verdad? -se sorprendió Beth.

Judd alzó las cejas y miró hacia el techo. No hacía falta ser muy suspicaz para darse cuenta de que entre aquellos dos había química.

– Me dijo que Cooper le había mostrado el acceso a la playa -confirmó Lainey-. Y ya sabes lo que significa eso.

Poco menos que estupefacta, Beth buscó a tientas una silla, la apartó de la mesa y se sentó. Lainey guardó silencio y ambas tomaron largos sorbos de sus respectivas tazas.

Podría decirse que fue Judd el que rompió el silencio, tras coger un bolígrafo y papel. «¿Acceso a la playa?» Él ya lo conocía, por supuesto, pero se le escapaba el significado de que Cooper se lo hubiera enseñado a Angel.

Beth leyó la nota y miró por encima de la mesa.

– Solíamos meternos con él cuando éramos niños; la «cala de amor secreta de Cooper». Estábamos seguras de que llevaba allí a sus novias para…

«Entiendo», escribió Judd, sofocando una mueca.

– En fin -siguió relatando Beth-, le dijimos que acordáramos una especie de señal que debía dejarnos cuando estuviese en la playa con alguna chica. -Sonrió y era la primera sonrisa sincera desde la muerte de Stephen-. Se nos ocurrieron varias, ¿te acuerdas, Lainey?

– Claro que sí -convino Lainey-, desde mensajes en clave escritos con tiza en las rocas de la entrada, hasta calzoncillos ondeando como una bandera en alguno de los pinos.

Beth retomó el relato, adaptándose al ritmo de su hermana.

– Pero Cooper no hacía caso de nuestras burlas y consejos; nos dijo que aquel era su sitio secreto, su lugar especial, y que no quería compartirlo con ninguna mujer que no fuera de la familia.

– Excepto algún día -interrumpió Lainey para concluir-, ¡cuando encontrara a la mujer con la que quisiera casarse!

De nuevo atónitas, las gemelas volvieron las cabezas y se miraron.

– ¿Será posible? -corearon.

Judd no tenía ni idea y, por la simpatía que le tenía a Cooper, optó por no especular, pese a lo cual, no lamentaba las dudas y el regocijo visibles en la expresión de ambas hermanas. Le recordaba tiempos pasados, más felices, y le permitía albergar la esperanza de que todos recuperasen aquel sentido de la amistad y la familia, cálido y relajado, que había existido antes de la muerte de Stephen.

A pesar de que las vidas de Lainey y Beth habían girado en torno al artista, Stephen dedicaba a su arte el grueso de su atención y energías. Se pasaba la mayor parte del tiempo recluido en su torre con sus pinturas y dejaba que el resto de la familia disfrutara de su trozo de paraíso en su ausencia.

Las mujeres bebieron café y suspiraron y luego Lainey miró a Beth con ojos expectantes.

– ¿No vas a abrir la caja? Me gustaría saber qué te parece.

La caja de cartón estaba enfrente de Judd, quien, ante la mirada de Beth, tuvo que levantarse y abrirla y también desechar la repentina intuición de que contenía problemas en su interior. Fuera como fuese, él no era Pandora.

El primer objeto que extrajo era, por cierto, más bien inocuo: un juego de ocho lápices al pastel, cada uno de un color y decorado con pequeñas ilustraciones que evocaban los cuentos de hadas. Se los alcanzó a Beth.

– ¿Qué te parece? -insistió Lainey.

Su hermana no sabía muy bien qué decir.

– Están bien, supongo. -Le devolvió los lápices a Judd-. ¿Por qué no te los quedas tú? Te gustan mucho estas cosas.

Judd aceptó la sugerencia y se los guardó en el bolsillo sin echarles un vistazo. Por supuesto que le servirían de algo; siempre tenía la necesidad de astillas de madera para la cocina de leña de su cabaña.

El siguiente objeto que sacó de la caja era uno de aquellos jabones decorativos que su ex mujer amontonaba en el baño de invitados. Era del tamaño de una mano, de color blanco, y estaba moldeado de un modo extraño, parecido a…

Se lo enseñó a Beth y la expresión de esta, al principio confusa, se perfiló de inmediato.

– Mira, es una uve doble, ¿te das cuenta? -Le dio varias vueltas y luego sostuvo el jabón en alto para que Judd lo examinase-. Es la uve doble de Stephen, la que utilizaba para firmar sus cuadros.

Lo meció en la mano, golpeó la superficie con las yemas de los dedos y luego se lo acercó para olfatearlo.

– Pero no huele como él -agregó.

Sin poder contenerse, Judd se inclinó sobre la mesa y le quitó el jabón de las manos. Beth lo miró con sorpresa pero él la ignoró y llevó el jabón hacia la caja. Luego, con un movimiento corto y airado de la mano, lo dejo caer.

Al llegar al fondo de la caja, el jabón se partió en dos.

De no haber estado callado por propia decisión, el siguiente objeto le habría dejado sin habla. Tratando de permanecer indiferente, alzó por encima de la mesa un pequeño rollo de papel higiénico.

Beth no creía lo que estaba viendo. El papel, con fondo blanco, estaba estampado con dibujos de Whitney, todos ellos de inspiración marina; había conchas, delfines y ballenas grises. Un tanto estremecida, dirigió la vista hacia su hermana.

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