Christie Ridgway - Atrévete a amarme

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La reportera Angel Buchanan se ha llevado una sorpresa enorme al descubrir que el difunto pintor Stephen Whitney, quien se autodenominaba el «Artista del corazón» y se caracterizó por defender los valores familiares, es el padre que la abandonó cuando tenía cuatro años. Y no hay nada como la lectura de un testamento para que aparezcan parientes cuya existencia era hasta entonces desconocida: la afligida viuda junto a su sexy hermana gemela… y un tipo de muy buen ver. Se trata de C. J. Jones, un conocido abogado que quiere comprar el silencio de Angel sobre la no tan ejemplar vida secreta de su padre. Ella no ignora que C. J. intentará cortejarla para salirse con la suya, pero ¿quién podría resistirse? Y encima en un escenario como Tranquility House: una mansión plagada de habitaciones y románticos rincones.

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Daba la impresión de que solo se había fallado a sí misma.

Sacudió la cabeza con la pretensión de que aquel pensamiento no echara raíces. Ella era una periodista y Stephen Whitney el objeto de su reportaje, nada más. ¿No se lo había demostrado a sí misma durante los anteriores diez días, por no hablar de la última hora? Le había hecho falta una buena dosis de imparcialidad profesional para aguantar una descripción con pelos y señales a cargo de la primera persona en llegar al accidente en que el pintor había perdido la vida.

Bueno, tal vez hubiera flaqueado una o dos veces, pero se había sobrepuesto a la debilidad a base de repetirse un breve y apaciguador mantra. Y todo eso quería decir que tenía una mente fría, de periodista -y, por lo demás, un estómago a prueba de bomba-, concluyó mientras se adentraba en el bar tras observar que la robusta camarera dejaba un plato en la barra. ¡Su ración de patatas!

Sentada en el taburete, Angel se dispuso a poner manos a la obra. El aroma delicioso y decadente de las untuosas patatas le hizo sentirse en la gloria. Eligió una con el índice y el pulgar y gimió un poco al encontrarla hirviendo y casi cristalizada por la sal.

Perfecto, juzgó, arrellanándose en la plataforma del taburete, forrada de eskay. Cerró los ojos y se llevó la patata a la boca.

– ¿Llegué a hablarle de la carnicería del 52?

Angel abrió un ojo. El hombre que había ido a entrevistar, Dale Michaelson, había evadido sus preguntas y ello a pesar de las dos jarras de cerveza a las que lo había invitado. Allí estaba, de nuevo, mesándose la barba.

– ¿Carnicería? -inquirió Angel, aún entretenida con su patata-. ¿Qué tipo de carnicería exactamente?

– Una bandada de gaviotas, señorita -contestó el señor Michaelson mientras cogía uno de los cigarrillos liados a mano que llevaba en la oreja-. Soy experto en explosivos, ¿sabe?, y llegué a Big Sur de joven para trabajar en la carretera.

Estupendo. Angel seguía masticando la patata -la gloria-, lo que no le impidió echar cuentas. La carretera Uno se había construido con prisioneros, y las obras habían acabado en 1937. Si el señor Michaelson decía la verdad, entonces pasaba de los ochenta años y, para rematarlo, era ex convicto.

– ¿Qué quiere decir, en concreto, eso de experto en explosivos? -preguntó, atacando otra patata.

Con un ampuloso desprecio por las leyes antitabaco de California, el señor Michaelson sacó una cerilla y encendió su cigarrillo.

– No tema por el fuego, jovencita -afirmó antes de dar una larga calada.

Angel lo miró y descubrió que le estaban cayendo sobre la barba las ascuas del cigarrillo. La mata entrecana empezó a humear.

– Oiga… -tartamudeó, señalándole el peligro.

Él se rió y, como por casualidad, sofocó con la mano el conato de incendio.

– ¿Entiende lo que le digo? Con el fuego no hay nada que temer.

Alguien ocupó el taburete vacío que estaba junto a Angel.

– ¿Qué, Dale, intentando impresionar a las mujeres?

Cooper. Al oír el sonido de su voz, Angel contuvo la respiración y, procurando ocultar su sobresalto, se limitó a dirigirle una esquiva mirada. Sin embargo, eso fue todo lo que hizo falta para que algo -bueno, el deseo- se le extendiese por todo el cuerpo como una inyección de adrenalina. La impresión hizo que se sintiera mareada, pero no fue capaz de apartar de él la mirada.

Estaba acostumbrada a verlo con la vestimenta habitual en Big Sur: vaqueros o pantalones cortos, camiseta y botas de montaña. Pero en aquella ocasión iba vestido de urbanita, con unos pantalones negros y un jersey ceñido de color azul que debía de estar confeccionado con seda italiana. Modelito postinfarto, fue lo primero que pensó Angel, pues la ropa le quedaba como un guante.

Su segundo pensamiento fue que estaba allí vestido de aquella manera porque debía de tener una cita.

Dale Michaelson se inclinó para evitar a Angel y se dirigió a Cooper.

– ¿Es esta tu chica, Cooper? ¿Te da miedo que alguien te la robe?

Angel arrugó el entrecejo, se apartó de Cooper y se acercó el plato de patatas fritas.

– Yo no soy la chica de nadie, señor Michaelson.

El hombre volvió a reírse.

– ¿Qué te parece? Toma nota, Cooper. El caso es que yo le estaba hablando de la bandada de gaviotas que dinamitamos por accidente en el 52. Por culpa de esos pajarracos tuvimos uno de los incendios más grandes que se recuerdan por aquí. No fue tan importante como el de hace veinte años, pero por ahí anduvo. Quemados, esos condenados olían de lo lindo. -El hombre hizo una pausa y apuntó con el cigarrillo a la camarera, que, en aquel momento, salía de la cocina con la hamburguesa de Angel en las manos-. Mejor que el especial de pollo Ave César de Maggie -agregó.

¡Caramba! Angel tomó aliento y, dejando a un lado su objetividad de periodista, se concentró en la enorme y jugosa hamburguesa que colocaron frente a ella. Estaba atiborrada de lechuga, tomate, pepinillos y cebolla, partida por la mitad, y su aspecto era como para despertar a los muertos. Angel la abrió y añadió un toque de mostaza y salsa de tomate.

– Eso va a acabar contigo -le murmuró Cooper al oído.

Al sentir su aliento, a Angel se le erizó la piel.

– Sí, pero moriré contenta -replicó ella sin levantar la vista de la comida.

No podía permitirse volver a mirar a Cooper ni tampoco darle la oportunidad de ver con cuánta facilidad podía dominarla.

– Eh, te he oído, Cooper -bramó la camarera Maggie, con sus enormes caderas apoyadas tras la barra y la expresión irritada-. No veo por qué tienes que venir aquí a espantarme a la clientela.

– Quizá solo esté buscando compañía para remediar mi miserable situación, Maggie -contestó Cooper con aire burlón-. ¿Quién fue siempre tu mejor cliente?

– Tú -convino ella-, siempre que te mantuviéramos apartado de la ciudad.

– Y ahí es precisamente donde yo encontré a Cooper -terció el señor Michaelson al tiempo que la ceniza, esta vez, se le caía sobre la barra-. Como le he dicho antes, señorita, después de llamar a la policía, al primero a quien llamé fue a Cooper, que estaba en su gabinete de la ciudad.

– ¿Qué? -Cooper apoyó los codos encima de la barra y miró al hombre a través del humo-. ¿Qué ha sido lo que le has dicho a Angel?

Maggie contestó en lugar del señor Michaelson, afortunadamente, con tacto y brevedad:

– Le he hablado de Stephen.

– Le he dicho que el camión le arrancó hasta los zapatos -contestó el señor Michaelson obedientemente-, un par de chanclas de la talla cuarenta y dos.

El estómago de Angel dio un vuelco y la reportera tuvo que atenerse a su pequeño mantra.

… información para el reportaje, información para el reportaje, información para el reportaje…

Tomó aire con decisión y volvió a la hamburguesa.

– Del pobre desgraciado solo quedó la mata de pelo rubio -siguió describiendo el viejo-, y poco más.

Las manos de Angel apretaron la hamburguesa, que comenzó a gotear salsa de tomate por un costado.

… información para el reportaje, información para el reportaje, información para el reportaje…

– Joder, Dale -masculló Cooper y, luego, dirigiéndose a Angel, añadió-: ¿Estás bien?

… información para el reportaje, información para el reportaje, información para el reportaje…

– Oye, ¿estás bien? -insistió.

– Claro. -Angel se puso de espaldas para protegerse de Cooper-. Soy periodista y los detalles forman parte de mi trabajo.

– Pero Angel…

– No creas que no soy capaz de soportar cosas así.

Cuando cambió de colegio, sufrió las bromas de un grupo de niños que aprovechaban cualquier oportunidad para asustarla. Como se metían con ella diciéndole que chillaba como una niña, ella pugnó por endurecerse, por no emitir ningún sonido ni tan solo parpadear cuando, por ejemplo, encontraba grillos en la comida o caracoles en la carpeta.

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