Christie Ridgway - Atrévete a amarme

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La reportera Angel Buchanan se ha llevado una sorpresa enorme al descubrir que el difunto pintor Stephen Whitney, quien se autodenominaba el «Artista del corazón» y se caracterizó por defender los valores familiares, es el padre que la abandonó cuando tenía cuatro años. Y no hay nada como la lectura de un testamento para que aparezcan parientes cuya existencia era hasta entonces desconocida: la afligida viuda junto a su sexy hermana gemela… y un tipo de muy buen ver. Se trata de C. J. Jones, un conocido abogado que quiere comprar el silencio de Angel sobre la no tan ejemplar vida secreta de su padre. Ella no ignora que C. J. intentará cortejarla para salirse con la suya, pero ¿quién podría resistirse? Y encima en un escenario como Tranquility House: una mansión plagada de habitaciones y románticos rincones.

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– No es justo -susurró finalmente.

Cooper se metió las manos en los bolsillos y miró en dirección a la puerta.

– No tiene por qué ser siempre justo.

– No me refiero a eso -repuso, entornando los ojos-. Ni siquiera he llegado a eso.

– Entonces, ¿de qué estás hablando?

– Es que esto no me gusta nada. -Angel señaló el banco, a él, a sí misma.

– ¿No te gusta correrte? -preguntó en tono divertido.

¡Qué cabrón!, pensó. Por lo visto había decidido hacer frente a aquella situación incómoda con chulería. Con chulería, indiferencia y haciéndose el gracioso.

Aquella pregunta la enfureció.

– No me gusta lo que viene después -le aclaró.

– Pues…

– ¿Qué se supone que hay que hacer después? ¿Acaso tú lo sabes? He leído miles de artículos sobre cómo llevarte a un hombre a la cama, cómo hacer que se quede en tu cama, cómo llevarle el desayuno a la cama, pero no he leído ni uno que explique cómo retomar la acción con naturalidad después de… bueno, ya sabes.

Cooper arqueó las cejas.

– ¿Retomar la acción? ¿Es eso lo que haces normalmente después de haber tenido relaciones con un hombre?

Angel se quedó boquiabierta. No daba crédito a lo que acababa de oír. ¿Cómo podía haber permitido que aquel tipo, que utilizaba un tono irritante y tenía siempre expresión de superioridad, la hubiera tocado? ¿Era el mismo que hacía unos minutos tenía una mano en su escote y la otra debajo de su falda?

Angel lo señaló con el dedo.

– No vuelvas a hacer eso. No vuelvas a mirarme con esa expresión calculadora y sarcástica mientras me haces preguntas. Guárdate las bravuconadas para los juicios y no trates de evitar una conversación conmigo.

– Angel…

– Y encima, esa palabra, «relaciones». ¿Qué forma es esa de referirse a lo que sucede entre un hombre y una mujer? Que, por cierto, no ha sucedido. Quizá deberías considerarlo, abogado.

No le iría mal ponerse en el lugar del testigo, para variar.

– Oye, oye, oye… Vas demasiado deprisa.

– Sí, claro, permíteme que te lo repita más despacio. Estoy tratando de decir que no hemos…

– No creo que debamos acostarnos.

– Oye, que yo no he dicho que lo quiera -gritó Angel, enfurecida por la exasperante sangre fría de Cooper y su no menos desesperante falta de ella-. Pero bueno… verás… los besos han estado bien y entonces… entonces… ahora…

– ¿Entonces? ¿Ahora, qué?

Angel se llevó las manos a la cabeza.

– Pues que ahora no sé qué hacer ni qué decir.

– Podrías darme las gracias.

En momentos como aquel era difícil no pensar que a los hombres les fallaba algo, pensó Angel, mirándolo fijamente mientras meneaba la cabeza. Por mucho tiempo que pasara, ellos seguirían sin darse cuenta de que, en según qué circunstancias, la razón y la lógica no jugaban ningún papel.

– Mira -dijo entre dientes-. Me siento… me siento como si te hubiera hecho daño.

– Vamos, Angel, no hay para tanto. ¿Es que nadie te lo había hecho pasar bien antes? -preguntó, dirigiéndose a la puerta.

Aquella pregunta era tan apropiada, y a tantos niveles, que Angel sintió que tenía razones de sobra para echarse a reír. Sin embargo, el tono brusco en el que estaba formulada se lo impidió. Angel se detuvo y se fijó en las mejillas sonrojadas de Cooper.

No era la única que estaba pasando vergüenza.

No era la única que quería que aquel incómodo momento acabara cuanto antes.

En fin.

– Creo que la culpa la tiene la berenjena -dijo entonces, mientras se acercaba a Cooper y lo agarraba del brazo. Caminaron juntos hacia la puerta y Angel tiró de él para salir-. Leí un artículo sobre ella en el último número de Vegetarian Times .

Angel lo miró de reojo y se dio cuenta de que la arruga de preocupación en su rostro estaba desapareciendo.

– ¿Berenjena? -repitió.

– Eso es. Berenjena. -Sin demasiado interés en que sus palabras sonaran coherentes, Angel soltó una perorata acerca de las propiedades de la piel morada de las berenjenas y los extraños efectos que, según ella, provocaban en la gente-. Afecta a la capacidad de decisión -concluyó justo cuando llegaron a su cabaña-. En definitiva, es el antiajo.

– El antiajo. -Cooper no daba crédito a lo que estaba escuchando.

– Efectivamente. Todo lo bueno que hace el ajo, ya sabes, propiciar la capacidad de concentración y demás, la berenjena lo deshace.

– En algunas culturas, el ajo es considerado afrodisíaco.

– Pues ya está… -Se interrumpió, embelesada por su sonrisa y por la mirada de comprensión que leyó en sus ojos.

El gesto de Cooper era dulce y tan… honesto, que estuvo a punto de conseguir que le rogara que entrara en su cabaña. Angel Buchanan suplicándole a un hombre que se fuera con ella a la cama.

Pero ¿qué le estaba pasando?

Antes de que tuviera tiempo de dar con la respuesta, Cooper ya se había marchado.

Ya en la cama, se le ocurrió una explicación que le satisfizo. Intentando no pensar en lo que había permitido que el hombre le hiciera, Angel concluyó que el problema estaba en el verbo «dejar».

«Deja que cuide de ti», le había pedido.

Había sido muy tonta por caer en aquella trampa; una mujer debía ser capaz de cuidar de sí misma, y no entregarle a nadie su corazón.

Pero lo cierto era que había caído, y el hecho de haberle entregado una parte de su cuerpo a Cooper hacía necesario que se apresurara en terminar las entrevistas para poder regresar a la ciudad lo antes posible. La combinación de café soluble y berenjena -o productos biológicos en general- la estaba volviendo una blanda. Peligrosamente blanda.

A la mañana siguiente se duchó y apareció en la casa de los Whitney sin previo aviso.

– Me gustaría terminar cuanto antes -anunció en el mismo instante en que Lainey le abrió la puerta-. Esperaba poder hablar con Katie.

Lainey reaccionó como si estuviera acostumbrada a abrir su puerta a mujeres chillonas con el pelo mojado a diario.

– Primero un café, ¿no?

Angel la siguió a la cocina, refunfuñando en voz baja por sus evidentes debilidades. Si no regresaba a la ciudad, y pronto, perdería para siempre su autocontrol. No solo la sometía Cooper, tampoco era capaz de resistirse al café de Lainey.

La taza que le acercó olía a granos tostados recién molidos. A Angel le gustaba aquel café. Se recreó en su aroma. Le encantaba.

Además, una taza no iba a acabar con su objetividad, ¿o sí?

Decidió que lo mejor sería bebérselo de un trago y ponerse manos a la obra con la entrevista. Cuando el borde de la taza estaba ya junto a sus labios, Angel miró a Lainey y se quedó inmóvil.

La mujer se estaba acercando a ella con una caja de cartón en una mano y un afilado cuchillo en la otra.

Angel dejó la taza sobre la mesa.

– ¿Debería armarme con una sartén?

– ¿Cómo dices?

– Parece que tengas miedo de lo que hay en esa caja -respondió, señalando el objeto.

– Sí, bueno… -Lainey se encogió de hombros y utilizó el cuchillo para cortar la cinta adhesiva que la mantenía cerrada-. Es de la compañía de licencias. Más objetos Whitney, ya sabes.

Angel sabía a qué se refería, pero el extraño comportamiento de Lainey le llamó la atención. La mujer separó las tapas de cartón, suspiró y miró en su interior.

– ¿Y bien? -preguntó Angel.

Lainey le dirigió una mirada fugaz y sacó un protector de parabrisas estilo acordeón. Lo abrió con cuidado y apareció una colorida imagen de las que Whitney solía pintar, un cine al aire libre, sesión de noche, años cincuenta.

Angel inclinó la cabeza. El trabajo del artista tenía un punto de Norman Rockwell y también algo de Andy Warhol. Todas y cada una de las sentimentales y anticuadas escenas estaban pintadas en colores tan llamativos como los de las latas de sopa.

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