Angel advirtió que Katie la estaba mirando y esbozó una sonrisa.
– ¿Cómo te va en el colegio?
– Bien, supongo.
– Las mías también eran así -indicó la periodista en referencia a las calificaciones escolares-. El examen de gimnasia era mi cruz de todos los años; ya sabes, flexiones, abdominales… De cintura para arriba, mi fuerza es cero.
Katie permaneció indiferente, sin cambios en la expresión que pudieran percibirse.
Huy, qué mal lo llevo. A Angel solían dársele bien los niños debido a su aspecto infantil que, según ella misma sabía, aún no había perdido. Así que todavía no estaba dispuesta a darse por vencida. ¿No era cierto que aquel primer día, en el exterior de la iglesia, había conseguido que la muchacha se riera un poco?
Se acercó y se instaló con prudencia a los pies de la cama.
– Me queda poco tiempo por aquí. Pasado mañana vuelvo a San Francisco.
Los ojos de Katie se detuvieron por un momento en el rostro de Angel.
– ¿Ya has acabado tu reportaje?
Angel sacudió la cabeza.
– En realidad, aún tendré que escribirlo cuando llegue a mi casa aunque, de todos modos, ya he hablado con casi todos los que conocieron a tu padre.
Se hizo un silencio. Vamos, está al caer.
– Conmigo no.
Ahí lo tienes. Era mucho mejor que fuese Katie quien diera el primer paso; de ese modo, Angel no se sentía tan culpable.
– Bueno, le he preguntado a tu madre y ella me ha dicho que dependía de ti.
– Ya, pero no sabría qué decirte -repuso Katie apartando la mirada.
Pues, por ejemplo, cómo es eso de tener un padre que no se va de casa.
El pensamiento pujó por salir, pero Angel apretó las manos con fuerza e intentó librarse de él. Era demasiado decidida para echarlo todo a perder, demasiado fuerte para lamentarse de la antigua herida.
Limítate a preguntarle algo sobre la relación que tenían entre ellos, se ordenó a sí misma. Después podría cortar los vínculos que la habían acercado a aquella gente y alejarse para siempre.
– ¿Y tu padre? ¿Sigue vivo?
La inesperada pregunta provocó la estupefacción de Angel.
– ¿Qué? -tartamudeó mirando a la niña-. ¿Qué acabas de decir?
– Que si tu padre sigue vivo.
– Ah, ya, pues no. Ha muerto.
– ¿Cuándo? Quiero decir, ¿cuántos años tenías cuando ocurrió? -Katie se había incorporado y la miraba con atención.
Angel se sorprendió trazando circunferencias sobre la tela de su pantalón; la conversación había tomado un cariz que la inquietaba.
– Mis padres rompieron cuando yo tenía cuatro años. Desde entonces, no he vuelto a ver a mi padre.
– ¿Y tu madre?… ¿Volvió a casarse?
La urgencia implícita en la pregunta no pasó desapercibida para Angel. Al mirar a la niña observó que su expresión, antes petrificada, se había animado en cierto modo; en ella había una evidente nota de ansiedad.
Pobrecilla, pensó, presa de una repentina empatía hacia la muchacha, está preocupada por los cambios que aún le esperan en la vida.
– Mi madre se casó dos veces después de que mi padre la abandonara. Ahora vive en Francia con su marido, muy cerca de París.
– París. -La expresión de Katie volvió al mutismo precedente-. Allí fue donde mamá y yo nos encontramos con papá, cuando yo tenía ocho años.
Angel procuró sonreír.
– ¿En Eurodisney?
La niña asintió.
– Solo estuvimos allí unos días, pero después mi padre volvió a Francia un montón de veces.
– ¿Un montón de veces, dices? -Angel iba tensándose por momentos e intentó mantener una actitud indiferente mientras calculaba las fechas en que ella y su madre habían estado en Europa-. ¿Sabes cuándo exactamente?
– Estoy bastante segura de que aquella fue la primera vez que salió de Estados Unidos, cuando yo tenía ocho años. Luego empezó a viajar mucho.
El pulso de Angel se había acelerado. Por un momento creyó que Stephen Whitney había ido a buscarlas, a su madre y a ella. Qué estúpida, cómo podía pensar algo así después de todos aquellos años.
Decidida a deshacerse de las viejas angustias, se levantó de la cama y empezó a caminar por la habitación. Volvió a detenerse junto al tablero y a mirar el boletín de notas de Katie.
– Las mismas -dijo para demostrarse que todo iba bien-. Mis notas eran como las tuyas.
Armándose de valor, volvió la vista. Era el momento de olvidarse de la educación física, París y la evidente tristeza de la niña, y seguir adelante con la entrevista.
Abrió la boca para hablar pero titubeó y, luego, titubeó una vez más. Vamos, Angel, ponte a ello.
¿Por qué permitía que la niña le hiciera preguntas? ¿Por qué sentía aquella alocada necesidad de protegerla? Vínculos biológicos aparte, ella no pertenecía a la familia de la muchacha. No le debía nada, ¡ni a Katie ni a nadie!
Pese a todo, Angel volvió a la cama y se sentó, aunque aquella vez, mucho más cerca de Katie.
– Sé que… lo que estás pasando es muy duro.
Vale. Aquel había sido un comentario más bien pobre, tan insignificante como cualquier otro tópico por el estilo. Admitía que no se le daba nada bien airear sus sentimientos y que, en lugar de ello, prefería preservarlos enlatados para sí. Aun así, jugaba con la ventaja de los años de experiencia a su favor.
– Muy duro -continuó diciendo con cierto malestar-. Pero ya verás cómo pronto te recuperas.
Lo último lo dijo remarcando las palabras.
Fatal. Era una idiota.
Una idiota con mayúsculas pues, a pesar de los pesares, seguía hablando con aquel tono bobalicón y afectado.
– Te sorprendería lo mucho que puedes soportar.
La inexpresiva mirada que le endilgó Katie le hizo pensar que la niña también la juzgaba de idiota.
– ¿Y qué es lo peor que has tenido que soportar?
Angel decidió que contestar no era muy difícil teniendo en cuenta que ni ella ni cualquier otro adulto cercano a Katie tenían ni idea de cuáles eran las dificultades de la niña.
Los quince años eran una edad desastrosa.
Teniéndolo en cuenta, Angel hizo cuanto pudo para contestar.
– Lo peor… No lo sé… -Le vinieron a la mente las historias que durante años había escrito para la West Coast -. Viví una semana en la calle para preparar un reportaje sobre las mujeres indigentes. -Como la niña no decía nada, Angel continuó su melodramático relato-. Desde luego, era verano, y por las noches dormía en un albergue, tumbada en un camastro… -Aquello sonaba más a excursión estival que a un trance difícil-. Bueno, en realidad la vez que… -Y abandonó el intento, consciente de que participar en una regata de yates de dos días de duración era una chorrada frente a la experiencia de perder a un padre.
Suspirando, Angel deseó que aquello no estuviera ocurriendo, deseó no sentir aquella repentina prisa por transmitirle a la niña algún tipo de esperanza… o, al menos, por darle otra cosa en que pensar. Echó la cabeza hacia atrás e inspiró profundamente, y entonces vio las nubes que alguien -con toda probabilidad, Stephen Whitney- había pintado en el techo de la habitación de Katie.
– Cuando quise ser niño, eso fue lo peor por lo que tuve que pasar.
– ¿Cómo dices? -exclamó Katie con los ojos muy abiertos.
Esto sí que te interesa, ¿eh?, pensó Angel mientras tomaba una nueva bocanada de aire.
– Bueno, ya te he contado que mis padres se separaron. Pues al poco tiempo, mi madre se casó con otro, un policía. Y ese no era precisamente un buen hombre.
– ¿Y por qué no era un buen hombre?
– Sí, ¿por qué no lo era? -interrumpió Cooper, recién llegado y excusándose con la mirada por haber entrado en la habitación tan de repente-. Lo siento, pero Lainey me pidió que viniera a ver qué tal estabais. No tenía intención de entrometerme.
Читать дальше