Christie Ridgway - Atrévete a amarme

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La reportera Angel Buchanan se ha llevado una sorpresa enorme al descubrir que el difunto pintor Stephen Whitney, quien se autodenominaba el «Artista del corazón» y se caracterizó por defender los valores familiares, es el padre que la abandonó cuando tenía cuatro años. Y no hay nada como la lectura de un testamento para que aparezcan parientes cuya existencia era hasta entonces desconocida: la afligida viuda junto a su sexy hermana gemela… y un tipo de muy buen ver. Se trata de C. J. Jones, un conocido abogado que quiere comprar el silencio de Angel sobre la no tan ejemplar vida secreta de su padre. Ella no ignora que C. J. intentará cortejarla para salirse con la suya, pero ¿quién podría resistirse? Y encima en un escenario como Tranquility House: una mansión plagada de habitaciones y románticos rincones.

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– Tú eres un diablo.

– Perdona, un ángel, como sabes.

– Un diablo. -Cooper le hacía cosquillas detrás de la oreja-. ¿Seguro que quieres que me marche, como dijiste?

Angel había dejado de comprender sus palabras, atrapada por la excitación que le provocaba el aliento jadeante del hombre.

– Sí, hazlo. Quiero decir, hagámoslo.

– ¿Ves cómo eres un diablo? Y no sabes lo bien que suena eso, un diablo.

Cooper se reencontró con la boca de Angel y deslizó la lengua en su interior con lentitud, tanta que ella pudo sentir cómo se le paraba el pulso, en espera de que el beso culminase.

Y cuando ocurrió, notó una ardorosa corriente que le recorrió el cuerpo para después vertérsele en la entrepierna. Se abrazó aún más y él le correspondió con la fuerza de los brazos, pero necesitaba estar más cerca, más cerca, y ello a pesar de que la mano de Cooper, bajo la sudadera, le recorría la piel desnuda.

Entonces se dio cuenta de que, en efecto, no llevaba sujetador. La mano de él se quedó en suspenso y de su boca salió un gemido.

– Angel…-murmuró Cooper.

Él volvió a acariciarla, a cubrirle los pechos con los dedos estirados. Gimiendo, Angel facilitó las cosas para ambos tras subirse a la cintura del hombre y pasarle las piernas por detrás.

Ay, ay. Lo notó duro, duro en aquella zona en particular, y así presionó hacia abajo para cargar contra su erección. Su súbito lamento de placer le supo dulce.

Se besaron largamente, con besos suaves, lentos, apasionados, o tal vez con un solo beso en el que las bocas no llegaron a separarse.

Al fin, él aparto los labios y la miró con un pánico en los ojos que escondía un deseo ferviente.

– Cooper -susurró ella-, Cooper.

– Angel. -Su voz era gutural, gruesa.

Su mirada estaba colmada de una emoción para la que ella no conocía nombre.

Y en aquel momento las rodillas de Cooper fallaron y Angel, que hasta entonces había estado en sus brazos, agazapada contra su calor, se vio en la arena fría y húmeda. Él estaba de rodillas, a su lado, y la miraba con aquellos ojos extrañamente luminosos y con la misma expresión de pánico.

– Mi corazón -musitó, desmoronándose-. Joder, mi corazón.

– ¿Cómo? -El terror la atenazó al instante.

Luego el miedo la abofeteó, despertándola de la parálisis y alertando su atención. Se acercó a él, se puso a su lado, le tomó la mano y lo miró a los ojos.

– Tranquilo, no va a pasarte nada -le prometió con firmeza mientras se tragaba su propio temor-. Estoy entrenada en primeros auxilios.

Nada más decirlo, le presionó la frente con la base de la mano y con la otra le alzó la barbilla; después le abrió la camisa de un tirón y los botones saltaron por el aire. Sus vías respiratorias estaban despejadas y su pecho estaba funcionando; entonces Angel se inclinó sobre él y se acercó para oír.

Estaba respirando, inhalando y exhalando, una y otra vez. El ritmo estaba tal vez un poco acelerado, pero lo cierto era que respiraba. Con delicadeza, le puso la mano en el pecho para asegurarse de su movimiento.

– Estás respirando -dijo. No hacían falta los primeros auxilios-. ¿Estás consciente?

– Por supuesto.

El humor era también un buen síntoma, pero Angel no quiso confiarse y se mantuvo alerta a la más mínima reacción.

– ¿Cómo te encuentras?

– Más o menos, igual -admitió él-. Mi respiración es demasiado rápida y débil, y mi corazón late como si me hubieran implantado un tambor durante la operación.

– Vale, vale. -Angel le acarició la piel con la esperanza de proporcionarle un poco de calma-. ¿Tienes dormido el costado izquierdo? Mira a ver si puedes cerrar la mano.

– No tengo nada dormido y cierro las manos sin problemas.

Angel no sabía qué hacer, si dejarlo allí y correr en busca de ayuda o quedarse por si acaso se hicieran necesarias las técnicas de masaje cardiovascular y de asistencia a la respiración.

– En este momento daría la vida por tener un móvil -masculló.

Cooper consiguió reírse débilmente.

– No sé por qué, pero creo que si lo tuvieras tampoco adelantaríamos nada.

A Angel le pareció que aquel acceso de risa permitía cierto optimismo, aunque, al fin y al cabo, ¿qué demonios sabía ella?

– ¿Qué te dijo tu médico? -le preguntó con ansiedad, desesperada por saber qué pasos tenía que dar-. ¿Qué debes hacer ahora?

– Me dijo que estoy bien. Perdí 16 kilos, soy vegetariano, dejé de fumar, hago ejercicio. Me dijo que mi corazón está perfecto.

Angel habría podido tranquilizarse y creer que todo iba a salir bien si Cooper no estuviera tirado en la arena y si los latidos de su corazón no se asemejaran a golpes de tambor. Se metió la mano bajo la sudadera y se la colocó junto al corazón para comprobar cómo era un latido normal.

También como un tambor. Bum-bum, bum-bum, bum-bum.

Cooper seguía respirando y su pecho ascendía y descendía al mismo ritmo que el de Angel. Ella estaba un poco atemorizada, pero notaba que el pulso del hombre era menor que el que había tenido cuando la besaba y la tocaba.

Se incorporó lentamente manteniendo la mano sobre el pecho de Cooper.

– ¿Y ahora cómo estás?

– Más tranquilo; por lo demás, me parece que igual.

El color de Cooper era sano y hablaba con normalidad. Angel se sintió optimista.

– ¿El doctor te dijo que estabas curado?

– Me parece que «curado» no es la palabra. -Tomó una bocanada de aire, lenta y precavida-. Pero lo cierto es que todo estaba en orden la última vez que estuve en la consulta, el mes pasado.

Angel tenía una conocida en el gimnasio, de alrededor de cincuenta años, cuyo marido había sufrido un ataque al corazón el año anterior. Era increíble la clase de chismes que podía alguien contarle a una casi desconocida que hacía ejercicio en la máquina de al lado. Llegó a hablarle sobre la mezcla de gotas de sudor en el suelo y cosas por el estilo.

El recuerdo de aquellas conversaciones le dio a Angel una idea.

Volvió a palparle el pecho.

– ¿Cómo estás ahora?

– Puede ser que un poco mejor.

Aparentando inocencia, Angel deslizó la mano hacia abajo, y le rozó la cintura de los pantalones; los músculos de Cooper se tensaron.

– Por Dios, Angel -se quejó él, agarrándola por la muñeca.

– Lo siento. -Se desembarazó con delicadeza del apretón y devolvió la mano a su lugar, sobre el corazón del hombre. Ajajá. Un toquecito de estimulación sexual y los latidos habían vuelto a dispararse.

– Me parece que ya sé qué te pasa. -Angel le tomó la mano y se la condujo bajo la sudadera.

La apretó contra los pechos desnudos y luego, manteniéndola allí, se inclinó sobre Cooper para besarlo, lenta y deliberadamente. Él se resistió en un primer momento, aunque acabó por ceder a su delicada insistencia. Un beso largo y sugerente.

Cuando Angel volvió a incorporarse, ambos estaban jadeantes.

– ¿Te has quedado sin respiración? -le preguntó-. Yo sí.

Los ojos de Cooper se agrandaron mientras su ritmo cardíaco continuaba estando desbocado.

– ¿Sientes mi corazón? -Angel hizo fuerza sobre la mano de Cooper que tenía sobre el pecho-. Yo creo que está acelerado, tanto o más que el tuyo.

– No hablas en serio…

– Tan en serio como los ataques al corazón. -Sonrió y le acarició la mejilla-. Esto es excitación sexual, querido mío, lujuria, deseo. No hay peligro.

Cooper se quedó boquiabierto y no tardó en azorarse.

Al marido de su amiga de gimnasio le había aterrorizado hacer el amor. Cada vez que llegaba el momento, sus reacciones físicas, comprensibles a tenor de la situación, lo asustaban como a un niño. Estaba convencido de que aquello iba a provocarle un segundo infarto. En fin, su amiga le había dicho que aquel era un problema muy habitual y, pese a ello, su marido había tardado meses en superar su ansiedad.

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