Christie Ridgway - Atrévete a amarme

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La reportera Angel Buchanan se ha llevado una sorpresa enorme al descubrir que el difunto pintor Stephen Whitney, quien se autodenominaba el «Artista del corazón» y se caracterizó por defender los valores familiares, es el padre que la abandonó cuando tenía cuatro años. Y no hay nada como la lectura de un testamento para que aparezcan parientes cuya existencia era hasta entonces desconocida: la afligida viuda junto a su sexy hermana gemela… y un tipo de muy buen ver. Se trata de C. J. Jones, un conocido abogado que quiere comprar el silencio de Angel sobre la no tan ejemplar vida secreta de su padre. Ella no ignora que C. J. intentará cortejarla para salirse con la suya, pero ¿quién podría resistirse? Y encima en un escenario como Tranquility House: una mansión plagada de habitaciones y románticos rincones.

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– Cuando se casaron, me quedé sin razones para tener una aventura con él -masculló Beth-, exceptuando mi intención de ser su esposa, de ser la mujer que él habría tenido que elegir.

Judd extendió los brazos, queriendo estrecharla, pero ella se apartó.

– Creo que me volví un poco loca después de la boda. Mi padre había muerto, mi madre no parecía tener muchas ganas de vivir y mi hermana se había casado con el hombre a quien yo amaba. Empecé a actuar teniendo en cuenta solo lo que yo quería, sin pensar en nada más. Cuando Lainey hizo público su embarazo, yo ya estaba de tres meses y no se lo había dicho a nadie, ni tan solo a Stephen. En el fondo me sentía muy segura de lo que hacía porque iba a ser la primera en tener un hijo de él.

Judd se aferró al borde de la mesa. Pero ¿qué carajo se creía Whitney que estaba haciendo? ¿En qué habría estado pensando?

Beth alzó la vista para enfocar un punto indefinido.

– Mi aborto puso fin a aquel sinsentido. De pronto me di cuenta de lo que mi actitud podría haber supuesto para mi familia y para mi hermana. Le dije a Stephen que habíamos perdido a nuestro futuro hijo y también que… que nuestra relación había terminado. Y desde entonces, me he dedicado a…

«¿A hacer penitencia?» Judd se puso en pie y le situó el papel delante de los ojos.

Beth hizo un gesto de desamparo.

– No ha valido de nada. Dedicarme a la expiación de mis actos no ha servido para eliminar la sensación de culpabilidad. Ahora sé que tengo que continuar. -Se apartó el pelo de la cara, intranquila-. Creo que podría superar todo esto si…

Beth guardó un repentino silencio y luego se acercó y se colocó frente a él.

– Judd, tú eres la persona más comprensiva y consciente que conozco, la más sabia. Yo estimo tu espiritualidad y te respeto mucho.

Una súbita aprensión se le instaló al hombre en las entrañas, y reculó hasta tropezar con el sólido metal de la mesa.

– Me serviría de mucho para entenderlo, para aliviarme un poco, comprobar que tú lo entiendes, que tú… -Su voz se enronqueció-. Judd, por favor. ¿Serías capaz de… perdonarme?

¿Perdonarla?

La rabia que Stephen le inspiraba llegó a límites que hasta entonces no había alcanzado. Intento tragársela, guardársela mientras mantenía el silencio al que se había consagrado desde hacía cinco años, pero lo único que consiguió fue que la rabia se transformara en furia. ¡Perdonarla!

Aquella fue la gota que colmó el vaso, el último toque de cincel que hacía falta para que la roca se partiera. Los sentimientos de Judd alcanzaron su punto álgido, ácido, y se llevaron por delante cualquiera de sus precauciones.

Alargó los brazos y con ellos rodeó la cintura de Beth. Tiró de ella, la atrajo hacia sí como si fuera el corcho que necesitaba para taponar la avalancha de emociones que amenazaba con precipitarse.

Beth alzó la vista, pasmada, y eso enloqueció todavía más a Judd.

Sin embargo, los años de silencio no le sirvieron de nada en aquella ocasión, pues no intentó tranquilizarla. Él había sido su confidente durante mucho tiempo, la contraparte silenciosa de su relación.

Y no podía seguir evitando la comunicación.

Judd se inclinó y la besó.

Dios, Dios.

El sabor de ella. Su sabor, elegante y sobrio.

Y también agridulce, pues quería sentir su pasión, su ser último, y ella no reaccionaba, se mantenía inmóvil, correspondía al beso con la cortesía que utilizaba para hablar de los cuadros y asistir a las exposiciones de Whitney.

Ni siquiera podía estar seguro de que el corazón de Beth latiera.

Necesitaba hacerle sentir, sentirlo a él.

Volvió a atacarla, esta vez más decidido, procurando que relajara los labios, y entonces deslizó la mano bajo el fino jersey que llevaba la mujer y le tomó un pecho.

En ese momento se dio cuenta de que Beth respondía.

Ella lo abrazó y él se aventuró más allá en su beso. Le exploró la boca y la notó cálida, le recorrió los dientes y el velo del paladar, y después las lenguas de ambos se encontraron. Se plantaron batalla en lugar de confortarse, se pidieron, se incitaron, se exigieron como espadachines en un duelo.

Del fondo de la garganta de Beth llegó un quejido que lo reclamaba, que, como la chispa en la hierba seca, encendió los instintos de Judd. Saliéndose del beso y extendiéndosele por las mejillas, Judd quiso recibirla a un tiempo y saborear todos los recovecos de su piel sedosa. Luego fue resbalando, beso a beso, por el cuello de la mujer, y acabó por arrodillarse a sus pies.

La ternura lo colmó en aquel momento y pudo rebajar el ritmo de la respiración y la prisa de sus gestos. Un tanto tembloroso, le subió el jersey para acceder a la cintura de los pantalones, donde, a pesar de su agitación, fue capaz de desabrocharle el botón y bajarle lentamente la cremallera. Y cuando apartó la tela para desnudarla, no supo distinguir a quién pertenecían los jadeos.

Entre el elástico de la prenda interior y el ombligo, estaba el tan tien de Beth, el punto en el que se concentraba su chi . Judd se dirigió a él, hacia la piel que cubría su tan tien , hacia el lugar que había portado una criatura que la mujer había perdido y, con la boca abierta, húmeda y caliente, avanzó hasta allí y le marcó el lugar con un último, febril y lento beso, con el que quiso hacerla suya.

Aflojó la tensión que se había apoderado de sus labios y, centímetro a centímetro, le examinó la fragante piel del vientre mientras le acariciaba las piernas con las manos. Ella le agarró el cabello y él se estremeció y, a pesar de ello, continuó cuidándola, besándola, curándola con cada uno de sus sentidos, con cada una de sus delicadas caricias. Le alcanzó con los dedos uno de los esbeltos tobillos y lo acarició hasta que se encontró con el frío y sinuoso perfil de la tobillera de platino que llevaba.

La tobillera, la cadena de Stephen.

La ira volvió a aflorar y Judd aferró el metal y lo arrancó.

Beth profirió una exclamación y reculó.

Él la miró. Nunca la había visto así, descompuesta, medio desvestida, despeinada y ruborizada. Su beso le había dejado la barriga enrojecida.

– ¿Por qué? -Beth se tocó la piel del vientre y luego los labios-. ¿Por qué me has besado?

Judd se puso en pie. Tenía que decirle algo, dejar que sus sentimientos encontraran una vía para expresarse. Sin embargo, la costumbre, enraizada después de cinco años, le hizo dudar.

Y así descubrió que las palabras se le habían quedado presas en un lugar inalcanzable de su interior. Entonces, incluso mientras la miraba y la encontraba más hermosa que nunca, sintió un alivio enorme al comprobar que sus emociones permanecían a salvo, que, después de todo, su amor no corría peligro, que él no corría peligro si… no rompía su silencio.

– Dímelo -lo urgió Beth a media voz-. Dime por qué me has besado.

Judd, el comprensivo, consciente y sabio Judd, se limitó a alzar una mano que, tras un instante, dejó caer, aunque la sabiduría le bastó para no sorprenderse al ver que Beth se arreglaba la ropa y se marchaba dando un portazo.

Se acercó la mano y observó la tobillera y la letra «E» incrustada de diamantes que colgaba en uno de sus extremos.

Cinco años atrás, él había sido un fino y perspicaz orador. Se había servido de aquella habilidad para ganar dinero y hacer amigos, hasta que llegó el día en que se dio cuenta de que la utilizaba para pasar de puntillas por la vida y por sus relaciones; incluso para pasar de puntillas por su matrimonio.

Tras aquella revelación, se había decidido a abandonar Silicon Valley con cierta intención estúpida y romántica de encontrar una vida auténtica, de escuchar en vez de hablar, de vivir en vez de apartarse, de hallar la verdad en vez de evitar el impostergable vacío que ningún acaudalado cliente ni asunto de trabajo podía remediar.

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