– Es sólo un hombre -refunfuñó y comenzó a bajar las escaleras-. Eso es todo.
Sin embargo, se relacionaba con hombres todos los días de la semana. De todas las clases y de todos los ámbitos de la vida y ninguno de ellos había llegado a provocarle esa respuesta.
¿Era porque había sido su primer amor? ¿Porque casi le había roto el corazón? ¿Porque la abandonó, y no por otra mujer, no porque tuviera una buena razón, sino porque ella no significaba lo suficiente para él?
– Imbécil -murmuró al empujar la puerta de la planta donde se encontraba su despacho.
– ¿Cómo dice? -le preguntó un celador que pasaba por el pasillo.
– Nada. Estaba hablando sola -le dirigió al hombre una sonrisa avergonzada y continuó hasta su despacho, donde se dejó caer en la silla y se quedó mirando a la pantalla del ordenador.
Las anotaciones que le habían llenado la cabeza una hora antes parecían haberse esfumado y no podía sacarse de la cabeza a Thorne. En su tonta y femenina mente lo vio con la claridad de unos ojos jóvenes y llenos de amor. ¡Oh! Lo había adorado. Era mayor, sofisticado, rico. Uno de los McCafferty, chicos malos todos ellos, famosos por mujeriegos, por fumar, por beber y en general por haber armado buenos líos cuando eran jóvenes.
Guapo, arrogante y algo chulo, Thorne había encontrado fácil acceso a su ingenuo corazón. Nicole, la única hija de una pobre mujer trabajadora que buscaba la perfección y que era muy exigente, a los diecisiete se había vuelto una chica algo rebelde. Y entonces se había topado con Thorne.
Se había enamorado de él como una tonta y prácticamente había puesto todos sus sueños y esperanzas en el libertino universitario.
Se apartó de un soplido el flequillo de los ojos y sacudió la cabeza para deshacerse de esos viejos, dolorosos y humillantes recuerdos. Era tan joven, tan petulante e inmadura… y había quedado atrapada en una fantasía romántica con el candidato menos indicado para una relación a largo plazo.
– Ni siquiera lo pienses -se recordó.
Movió el ratón y observó la pantalla mientras recordaba haber hecho el amor con él bajo el cielo de Montana repleto de estrellas. El cuerpo de Thorne había sido joven, musculoso, duro y resplandeciente de sudor. Sus ojos plateados por el brillo de la luna, su pelo alborotado…
Y ahora era un empresario célebre.
Como Paul. Se miró las manos y quedó aliviada al ver que el surco que durante un tiempo había formado su anillo de boda había desaparecido en los dos últimos años. Paul Stevenson había ascendido en el mundo empresarial tan deprisa que se había desentendido de su esposa y de sus hijas.
Sospechaba que Thorne no era muy diferente.
Cuando había vuelto a Grand Hope un año antes, se había enterado de que la familia de Thorne seguía por allí, pero se había imaginado que él se habría marchado hacía tiempo y no había esperado encontrárselo cara a cara. Según los rumores que circulaban por Grand Hope como incesantes torbellinos y remolinos, Thorne había terminado la carrera de Derecho, después se había unido a una compañía de Missoula, luego se había mudado a California y finalmente se había instalado en Denver como presidente de una multinacional. Nunca se había casado, no tenía hijos, que se supiera, y a lo largo de los años se había relacionado con varias mujeres bellas, ricas y obsesionadas con el trabajo, ninguna de las cuales había durado colgada de su brazo lo suficiente antes de ser reemplazada por la siguiente.
Sí. Thorne se parecía mucho a Paul.
«Con la diferencia de que todavía te sientes atraída por él, ¿verdad? Una sola mirada, y tu crédulo corazón ha comenzado a golpetear otra vez».
– ¡Ya vale! -intentó concentrarse.
Esa no era ella. Se la conocía por ser una persona muy centrada cuando se trataba del trabajo o de sus hijas y la distracción que suponía Thorne McCafferty era más que desconcertante. No podía, no volvería a ser la víctima de sus insidiosos encantos. Con una convicción renovada, ignoró cualquier pensamiento sobre Thorne que pudiera perdurar y se soltó el recogido del pelo. Sin duda tendría que volver a verlo y eso hizo que el corazón le diera un vuelco.
– Genial -se dijo mientras se peinaba con los dedos-. Genial.
En ese momento, tener que ver a Thorne le parecía un desafío insalvable.
Veinte minutos después Thorne seguía recuperándose de la bronca que le había echado una enfermera de constitución rotunda y fuerte carácter; le había permitido ver rápidamente al bebé de Randi para luego sacarlo corriendo de la Unidad de Cuidados Intensivos de pediatría. Thorne se había asomado a través de un grueso cristal para ver la espaciosa habitación en la que dos recién nacidos dormían en cunas de plástico. El niño de su hermana estaba tendido bajo unas lámparas, con una mata de pelo rubio rojizo de punta y moviendo ligeramente sus diminutos labios a la vez que respiraba. Para su gran sorpresa, Thorne había sentido una inesperada reacción en el corazón e instantáneamente se había dado cuenta de que la idiotez era algo característico de la familia McCafferty. Pero era inevitable porque al bebé se lo veía pequeño, inocente e ignoraba todo el revuelo que había causado.
Al salir de pediatría, se preguntó por el padre del niño. ¿Quién era? ¿No debería ponerse en contacto con él? ¿Estaba Randi enamorada de él? ¿O… les había ocultado a sus hermanos el embarazo y el hecho de que estuviera saliendo con alguien por alguna razón?
Eso le daba igual, descubriría quién era el padre del niño aunque ello le costara la vida. Y no podía quedarse sentado a la espera de que Randi se recuperara. No, había muchas cosas por hacer. Con las manos metidas en los bolsillos, bajó un tramo de escaleras hasta el primer piso.
– Piensa -se ordenó y un plan comenzó a tomar forma en su cabeza.
Primero tenía que asegurarse de que tanto Randi como su hijo iban a recuperarse y después contrataría a un detective privado para investigar la vida de su hermana. A pesar de no sentirse cómodo con la idea de espiar en la vida de Randi, sabía que no le quedaba otra opción. En el estado en que se encontraba, no podía ni ayudarse a sí misma, ni cuidar a su hijo.
Thorne tendría que localizar al padre, hablar con él y crear un fideicomiso para el niño.
Planeando cómo ocuparse de la situación de su hermana, empujó con el hombro la puerta que daba al aparcamiento. Fuera, el viento soplaba con furia. Unas gotas de agua frías como el hielo caían de un sombrío cielo. Se subió el cuello del abrigo y encogió la cabeza. Esquivando los charcos, caminó hasta su coche, una camioneta Ford que solía estar aparcada en la pista de aterrizaje del rancho.
Y entonces la vio.
Con el maletín cubriéndole la cabeza, la doctora Stevenson, Nikki Sanders una vez, corría hacia un todoterreno blanco aparcado en una plaza cercana.
La lluvia le recorría el cuello y le goteaba de la nariz mientras la observaba. Ya no tenía el pelo recogido, sino que se movía al viento. Había sustituido su bata blanca por una chaqueta de cuero larga ceñida a la cintura.
Sin pensarlo, cruzó el aparcamiento encharcado.
– ¡Nikki!
Ella miró hacia arriba y él se quedó atónito.
– Oh, Thorne -con gotas de lluvia en las pestañas y su cabello rubio cayéndole en suaves mechones sobre la cara, se la veía más preciosa de lo que recordaba. Unas gotas se deslizaron sobre sus esculpidos pómulos en dirección a su pequeña boca con gesto de sorpresa.
Se le ocurrió besarla, pero al instante desechó ese ridículo pensamiento.
Ella metió la llave en la puerta del todoterreno.
– ¿Qué haces merodeando por aquí?
– A lo mejor estaba esperándote -respondió él de manera automática, más bien flirteando con ella. Por el amor de Dios, pero ¿qué le había pasado?
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