Travis lo fulminó con la mirada.
– ¿Y si me hubiera presentado y perdido? Era una posibilidad bastante factible, tenías que ser consciente de ello.
– No según las encuestas.
– Los votantes suelen cambiar de idea.
– Ya lo pensé -admitió Reginald-. Todavía podía vender aquellas tierras y sacar un buen beneficio. Pero, por supuesto, mucho menos del que habría sacado vendiéndolo al consorcio de inversores que estaban interesados en comprar Parque Beaumont.
– No me lo puedo creer -murmuró Savannah.
– Hay más -prosiguió Travis en voz alta-. Esperabas que yo entrara a formar parte de su consejo de administración, ¿verdad?
Reginald frunció el ceño, pensativo.
– Sí, lo esperaba -admitió.
– Esperabas un montón de cosas, ¿verdad? Dios mío, no sólo apostaste a que ganaría una carrera en la que no iba a participar, sino que también confiabas en que te concedería todo tipo de favores personales -exclamó, airado-. Pues entérate de una vez que, si alguna vez decido meterme en política, ¡nunca le deberé nada a nadie!
– Esto es una locura… -Savannah estaba escandalizada-. ¡Travis ni siquiera había anunciado su candidatura!
Reginald se volvió hacia su hija esbozando una sonrisa humilde.
– Todavía sigo teniendo mis sueños, ¿sabes? Sueños que no he alcanzado, y se me va acabando el tiempo. No soy la clase de hombre que se conforma con jubilarse… -alzó los brazos, como esperando que su hija lo comprendiera.
– Pero no tienes por qué hacerlo…
Encendiendo su pipa, Reginald sacudió la cabeza. Una densa nube de humo azul se elevó hasta el techo.
– Me temo que sí. Necesito trasladar a tu madre a la ciudad: allí estará mejor atendida y más cerca de las cosas que le gustan. Necesita estar cerca de un hospital, pero yo me aburriría mortalmente en la gran ciudad. Eso ya lo sabes tú.
– Sí -repuso Savannah, evocando su propia experiencia en San Francisco. Reginald se levantó de repente para dirigirse hacia la puerta.
– Entonces intenta comprenderme. Y sé paciente conmigo.
Lo observó marcharse, incrédula. Sólo entonces se volvió de nuevo hacia Travis.
– Así que tenías razón.
Por la ventana, vio a su padre atravesar la pradera húmeda rumbo a las cuadras. Arquímedes le seguía los pasos.
– ¿Cambia eso las cosas?
– Un poco, supongo -esbozó una sonrisa temblorosa.
Travis bajó la mirada a su mano izquierda y al diamante que brillaba en su dedo.
– No puedo. Es demasiado pronto. Josh aún está convaleciente, Charmaine se encuentra muy alterada, papá todavía sigue muy deprimido por lo de Mystic y Wade…
– Ya, ya lo he notado. Se encierra en su despacho todas las noches con una botella -repuso Travis, suspirando-. Pero ¿qué sucederá cuando vuelva a buscarte? ¿Serás capaz de venir conmigo?
– Eso espero.
– Pero no me lo puedes asegurar.
– No, aún no.
– Temía que llegara este momento -sonrió, tenso-, pero como te dije ayer, tengo que ir a Los Ángeles para preparar una trampa. Y cuando vuelva, quizá todo este asunto esté arreglado y puedas tomar decisiones.
– No sé cómo…
– Confía en mí -la besó tiernamente en los labios-. Ya te dije que no pienso volver a dejarte. ¡Y es una promesa que pienso cumplir!
Travis llevaba fuera una semana y Josh estaba empezando a recuperarse. Hasta el momento Charmaine había podido interceptar las llamadas de sus amigos, de manera que nadie había podido comunicarle la noticia de la muerte de Mystic.
Pero Savannah se sentía cada día más inquieta, más incómoda. Por mucho que había intentado convencer tanto a Charmaine como a Wade, había sido inútil. Seguían negándose a revelarle la verdad a Josh.
Echaba terriblemente de menos a Travis y le daba la razón en silencio. Había llegado la hora de que tomara sus propias decisiones, de que viviera una vida propia, una vida con él. Pero alejarse de la familia que amaba y de aquel rancho sería como abrir un agujero negro en el corazón, que la dejaría completamente vacía por dentro.
– No seas estúpida -se recriminó, pero a la vez no podía evitar una punzada de arrepentimiento.
Aquel día se dirigía lentamente hacia la cuadra de los potros, preguntándose como siempre cuándo pensaría volver Travis.
Aunque lo había llamado una vez, su conversación había sido tan breve como forzada, poco natural.
El anillo que llevaba en el dedo le recordaba que muy pronto, después de tantos años separados, acabaría convirtiéndose en su esposa, y quizá incluso teniendo un hijo suyo…
De repente se detuvo en seco al ver a Josh en la puerta de las cuadras.
– Hola, campeón -vio que daba un respingo antes de volverse para mirarla-. ¿Qué estás haciendo aquí? -le preguntó con tono suave-. Creía que habías renunciado a tus escapadas matutinas…
– Sólo quería ver a Mystic.
– ¿Sabe tu madre que estás aquí?
– No -respondió, clavando la punta de una bota en el barro.
– ¿Y tu padre o tu abuelo?
– Tampoco. Sólo tú, tía Savvy. Pero no irás a decírselo, ¿verdad?
– Claro que no.
– Entonces ¿me dejarás entrar en las cuadras?
– Si lo hiciera, me buscaría problemas con tus padres.
– Bueno, ellos no se enterarían.
– Se enterarían -la sonrisa se borró de sus labios.
– ¿Cómo?
La inocencia de aquella pregunta le desgarró el corazón. Suspirando profundamente, le puso una mano en el nombro.
– Antes que nada, déjame que te explique algo.
– ¿Por qué?
– Tienes que escucharme, ¿de acuerdo?
– De acuerdo.
– Ya sabes que todos te queremos mucho. Y que todo lo que hemos hecho hasta ahora… ha sido para protegerte.
– ¿Como qué?
– Josh, no sé cómo decírtelo… Ojalá lo hubiera hecho hace tiempo. Vamos -empujó la puerta de las cuadras. Varios potros relincharon suavemente antes de que encendiera las luces.
– ¿Qué es lo que pasa? -inquirió el niño, descubriendo el cubículo vacío de su caballo favorito-. ¿Dónde está Mystic?
– Se ha ido, Josh.
– ¿Que se ha ido? -repitió, aterrado-. ¿Que se ha ido adonde? ¿Dónde está? -gritó con lágrimas en los ojos-. ¡No lo habrá vendido el abuelo! ¡No tenía derecho!
– No. El abuelo tuvo que sacrificarlo para que no sufriera. Estaba herido y el veterinario ya no podía ayudarlo.
– ¡Estaba herido! -chilló el niño, pálido-. ¿Qué quieres decir?
– Tenía una pata rota -le dijo Savannah con el tono más tranquilo posible.
El pequeño rostro de Josh se contrajo de dolor. Las lágrimas le bañaban las mejillas.
– Porque yo lo saqué durante la tormenta, ¿verdad?
– Sí -contestó con un nudo en el estómago-. Fue entonces cuando sucedió.
– ¡Entonces todo es culpa mía!
– Por supuesto que no -se acercó hacia él, sonriendo compasiva.
– ¿Cómo puedes decir eso? -replicó con voz quebrada-. Yo me lo llevé, ¿no? ¡Salí a montarlo cuado se suponía que no tenía que hacerlo! ¡Oh, tía Savvy, yo lo maté! ¡Yo maté a Mystic!
– Mystic se hirió solo. Fue un accidente.
– Pero entonces ¿por qué nadie me dijo nada?
– Porque los médicos temían que te alteraras demasiado. Y una vez que regresaste a casa, era muy difícil decírtelo porque sabíamos lo mucho que querías a Mystic.
– Nunca debí habérmelo llevado -se lamentó, sollozando.
– Es verdad, no debiste hacerlo. Pero sucedió y no puedes echarte la culpa del accidente. Tú amabas a ese caballo: nadie puede culparte de su muerte. Y ahora, vamos. Volvamos a casa. Te prepararé el desayuno.
– ¡No! -se apartó bruscamente, furioso-. ¡Tú me mentiste! ¡Todos me mentisteis! ¡Me dejasteis pensar que estaba vivo cuando durante todo el tiempo estaba muerto! -corrió fuera de las cuadras.
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