Lisa Jackson - La magia del deseo

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En otro tiempo, Savannah Beaumont había amado a Travis McCord con todo su corazón. Y una noche de verano, durante su adolescencia, había llegado a creer que él también la amaba. Pero al amanecer se había impuesto la verdad: Travis se había marchado y ella se había sentido como una tonta. Nueve años después, ella seguía diciéndose a sí misma que odiaba a Travis.
Ahora él había regresado al rancho de los Beaumont, y Savannah quería mantenerlo a distancia, pero el engaño tenía muchas caras. Travis le pedía que confiara en él para ayudarla a descubrir los secretos que escondía su propia familia. ¿Podría olvidar las traiciones del pasado… y el deseo que seguían sintiendo el uno por el otro?

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– Me gustaría hablar con usted de Mystic, para empezar -sonrió de oreja a oreja-. Me gustaría escribir un reportaje sobre el purasangre, ya sabe, desde que era un potrillo hasta ahora.

– Yo creía que el Register ya había publicado un artículo sobre Mystic -Savannah no se movió del umbral para dejarlo pasar.

– Cierto, pero nos gustaría elaborar un reportaje más amplio. Necesitaría descubrir dónde se crió, quién trabajó con él, entrevistar a su preparador y al jockey que lo montaba, describir todas sus carreras, sobre todo la del Gran Premio…

– Lo siento, pero no creo que sea una buena idea…

– Sería una buena publicidad para su rancho -insistió John Herman-. Y además, estaríamos encantados de incluir algo nuevo, digamos… sobre otros caballos. Tiene usted otro… -revisó sus notas-. Vagabond se llama, ¿verdad?

– Sí. Tiene dos años.

– He oído que la gente lo compara con Mystic.

– Tiene el mismo genio, sí. Pero en cuanto a Mystic, no estoy preparada para facilitarle los datos para elaborar un reportaje semejante. Al menos por el momento -«no mientras Josh no sepa la verdad»-. Lamento que haya hecho el viaje en balde. Quizá sería mejor que la próxima vez llamara antes -se disponía a cerrar la puerta cuando oyó el motor de la camioneta en el sendero de entrada. Travis acababa de llegar.

– Entonces tal vez pueda hablar con el señor McCord -porfió el periodista, tozudo.

– El… no se encuentra aquí en este momento.

Savannah oyó la puerta trasera al cerrarse. Y escuchó los pasos de Travis atravesando la cocina en dirección al vestíbulo.

– Ya le avisaré yo cuando vuelva y…

– ¡Savannah! -la llamó Travis, y se detuvo en seco al verla en el umbral-. ¿Qué pasa?

– ¡Señor McCord! -exclamó John Herman con tono entusiasmado, asomándose por encima de un hombro de Savannah y sonriendo de oreja a oreja.

Ya no había nada que hacer. Reacia, dejó pasar al periodista. Por el brillo de interés de su mirada, resultaba obvio que el principal motivo de su visita había sido precisamente entrevistar a Travis.

– John Herman, periodista del Register -se presentó el periodista.

Travis le estrechó la mano, pero sin disimular su desconfianza.

– Ya. ¿Por qué no pasa al salón para que podamos hablar? -se volvió hacia ella, consultándole con la mirada-. ¿Savannah?

Sorprendida por su respetuosa reacción, se dio cuenta de que se había olvidado por completo de sus buenos modales.

– Sí, por favor, pase al salón. Le prepararé un café -después de mirar a Travis como diciéndole «tú sabrás lo que estás haciendo», fue a la cocina, preparó la cafetera y puso rápidamente a Sadie al tanto de lo sucedido.

– Que Dios se apiade de nosotros… -rezó Sadie-. Tú vete para allá. Yo serviré el café y las galletas.

– ¿Seguro?

– Sí. Vamos.

– De acuerdo -aceptó Savannah, y salió rápidamente de la cocina.

Había algo en la actitud de John Herman que la enervaba. El periodista solía escribir una columna satírica apoyándose más en rumores que en datos comprobados. «No te preocupes», intentó decirse mientras se dirigía hacia el salón. «Con su experiencia como abogado, Travis se encargará de él».

– Entonces ¿piensa realmente abandonar la carrera electoral? -le estaba preguntando Herman en aquel preciso instante. Estaba sentado en el sofá con una grabadora en la mano.

Travis, de pie, se apoyaba en la chimenea con gesto tranquilo, casi indiferente.

– Nunca estuve en esa carrera.

– Pero ¿aceptó donaciones?

– Jamás.

– Hay varias personas que discuten esa información. Una de las más destacadas es la señora Eleanor Phillips. Ella sostiene que le entregó cinco mil dólares.

– No me dio ni un solo céntimo -replicó Travis-. Y yo jamás lo hubiera aceptado si hubiera intentado dármelo.

– La señora Phillips dice que tiene un cheque anulado que lo demuestra.

– Yo nunca he visto ese cheque.

– Señor McCord, debo advertirle que lo que me diga…

– Es posible que algunas personas que trabajan conmigo, extralimitándose en su celo, hayan podido pensar que yo pretendía presentarme a gobernador. E incluso puede que hayan aceptado donaciones en mi nombre, pero si lo hicieron fue sin mi conocimiento. Hasta el punto de que he ordenado que repongan las cantidades con intereses.

– ¿Está diciendo entonces que nada puede persuadirlo de que presente su candidatura a gobernador?

– Eso es.

Tras pasar una página de su bloc de notas y asegurarse de que la grabadora seguía funcionando, el periodista se volvió hacia Savannah justo cuando Sadie entraba con el café.

– Y ahora, ¿qué pueden decirme sobre Mystic?

– Nada que usted no sepa ya.

– Tenemos la versión oficial del veterinario, Steve Anderson, pero nos gustaría saber exactamente cómo se fracturó el caballo la pata.

– La verdad es que no lo sé -respondió Savannah.

– Bueno, pero… ¿qué le pasó? ¿Realmente se lo llevó el niño?

– Sí, Joshua -admitió.

– Pero ¿por qué? ¿Adonde iba? ¿Tuvo algún cómplice?

– Creo que ya son demasiadas preguntas -lo interrumpió Travis, sonriendo con frialdad-. Josh salió a pasear con Mystic y le sorprendió la tormenta. De resultas de ello, Mystic sufrió una grave lesión. Fue una situación verdaderamente trágica, muy difícil para todos.

– Sí, pero…

– Y ahora, si nos disculpa, la señorita Beaumont y yo tenemos trabajo que hacer.

A regañadientes, John Herman se levantó del sofá, apagó la grabadora y se guardó la libreta en el bolsillo del abrigo.

– Ha sido un placer, señor McCord. Gracias, señorita Beaumont.

– De nada -replicó ella.

Travis lo acompañó hasta la puerta y Savannah se dejó caer en el sofá, agotada.

– Buitre -masculló furioso cuando volvió segundos después-. Menos mal que ya no volveremos a verlo.

– ¿Tú crees?

– Eso espero. Además, una cosa es lo que quiera escribir y otra lo que le deje escribir el editor. Por pura ética profesional tendrá que atenerse a los hechos. Bueno, olvidémonos de ello -miró su reloj-. No tardará en llegar todo el mundo y tenemos que celebrar la Navidad para Josh…

– Por cierto, ¿qué le has comprado de regalo?

– Algo que le encantará, seguro -sonrió de oreja a oreja.

– Detesto tener que preguntarlo.

– Pues no lo hagas. Voy a ducharme y luego trabajaré un poco en el despacho.

– ¿Otra vez? -inquirió, confundida.

– No tardaré mucho -le prometió, besándola en una mejilla.

– ¿Qué es lo que te queda por hacer?

– Cuentas -respondió, enigmático.

– ¿Para qué?

– Para quedarme tranquilo.

– No te creo.

– Bueno, tú me has preguntado y yo te he respondido. Y ahora… ¿por qué no le haces la cama a Josh en el sofá? De ese modo, podrá estar aquí, con nosotros, al lado del árbol que tanto le gusta…

– Es una buena idea, aunque soy consciente de que si la has sugerido ha sido para cambiar de tema.

– Bueno, tengo muchas ideas, algunas de las cuales estaría encantado de explicarte después, con todo lujo de detalles…

Casi a su pesar, Savannah soltó una carcajada.

– Muy bien, señor abogado. Lo que usted diga.

Con el propósito de bajar del dormitorio unas buenas mantas y un grueso edredón para Josh, abandonó la habitación con una sonrisa en los labios.

Josh parecía tan pequeño… Estaba muy pálido, con una escayola que le abarcaba casi todo el torso. Sus ojos azules, siempre tan vivaces, tenían una mirada apagada. Y su cabello había perdido parte de su brillo.

– Parece como si acabaras de volver de la guerra -intentó bromear Savannah mientras terminaba de arroparle con las mantas en el sofá.

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