Lisa Jackson - La magia del deseo

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En otro tiempo, Savannah Beaumont había amado a Travis McCord con todo su corazón. Y una noche de verano, durante su adolescencia, había llegado a creer que él también la amaba. Pero al amanecer se había impuesto la verdad: Travis se había marchado y ella se había sentido como una tonta. Nueve años después, ella seguía diciéndose a sí misma que odiaba a Travis.
Ahora él había regresado al rancho de los Beaumont, y Savannah quería mantenerlo a distancia, pero el engaño tenía muchas caras. Travis le pedía que confiara en él para ayudarla a descubrir los secretos que escondía su propia familia. ¿Podría olvidar las traiciones del pasado… y el deseo que seguían sintiendo el uno por el otro?

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Savannah soltó un profundo suspiro. Así que había sido él…

– Y ahora Josh tiene verdadero pánico a que su padre lo castigue… y le prohíba que vuelva a ver a Mystic. Un desastre, vamos.

– ¿Hay algo que yo pueda hacer?

– Ahora no.

– Llamaré a Josh por la mañana, cuando se encuentre mejor.

– Le encantará.

– ¿Cómo está mamá?

– Bien. Se queda aquí con nosotros.

Savannah pensó en la frágil salud de su madre.

– ¿Sabes? Creo que es la que mejor lo lleva de todos -comentó Charmaine antes de darle el número del hotel donde iban a alojarse-. Llámame si sabes algo nuevo de Mystic.

– Lo haré -le prometió.

Después de colgar el teléfono, miró el reloj. Las cuatro y media. Había pasado las seis últimas horas asegurándose de que los caballos estuvieran bien cuidados y las cuadras limpias y calientes. El cansancio le estaba pasando factura. Apenas podía tenerse de pie.

Todavía preocupada por Mystic y Josh, se duchó y cayó rendida en la cama.

Cuando se despertó, ya era noche cerrada. Una mirada al reloj de la mesilla le confirmó que habían transcurrido otras cuatro horas. Estaba intentando levantarse de la cama para llamar al veterinario cuando escuchó unas voces familiares en el piso de abajo. ¡Travis había vuelto a casa! ¡Quizá Mystic estuviera de regreso en las cuadras!

Se puso una bata y bajó apresurada las escaleras. Travis y Lester estaban hablando en la cocina. Ambos tenían aspecto de no haber dormido durante una semana entera.

Travis estaba sentado en el mostrador, los codos sobre las rodillas. Sin afeitar desde hacía dos días, tenía una expresión tensa y sus ojos grises habían perdido su brillo habitual. Se le veía completamente agotado.

Lester, por su parte, parecía haber envejecido diez años. El menudo y enjuto preparador estaba sentado ante la mesa de la cocina tomando café y fumando un cigarrillo. Tenía una mirada triste, deprimida. Instintivamente, Savannah se preparó para lo peor.

– ¿Cómo está Mystic?

Los dos hombres cruzaron una mirada de preocupación.

– Ha muerto -respondió Travis-. No tenía la menor oportunidad -disgustado, se bajó del mostrador y lanzó el resto de su café al fregadero con gesto rabioso.

– ¿Qué? Oh, no…

– Tu padre lo ha sacrificado -la informó Lester-. Era lo único que podía hacer por él.

– Pero ¿por qué? -inquirió Savannah, dejándose caer en una de las sillas.

– No es culpa de nadie. Steve hizo todo lo posible por salvarle la pata -le explicó Lester-. Pensó que podía hacerlo, pero… -el preparador sacudió la cabeza, soltando una bocanada de humo-. Mystic, sencillamente, no pudo soportarlo.

– ¿Qué pasó exactamente?

– Por lo que yo sé, la operación fue todo un éxito -Travis se frotó el mentón, oscurecido por la barba-. Después de sedar a Mystic, Steve limpió la herida, retiró parte de los huesos rotos, le cosió los ligamentos, juntó los huesos principales y le escayoló la pata.

– Entonces ¿qué es lo que falló?

– Mystic se puso como loco cuando se despertó de la anestesia -dijo Lester, fumando su cigarrillo de pie ante la ventana-. No podíamos controlarlo.

– Se puso hecho una fiera, pataleando y dando coces. Nadie fue capaz de dominarlo. Se deshizo de su escayola e incluso golpeó a Lester en un muslo.

Lester se limitó a sacudir la cabeza.

– ¿No pudo habérsela inmovilizado de nuevo Steve? -quiso saber Savannah.

– Quizá -admitió Lester-. Pero tu padre, bueno, él hizo todo lo humanamente posible; más anestesia y cirugía no habría hecho más que empeorar las cosas. Habría sido demasiado traumático para Mystic. Era dudoso que hubiera sobrevivido a una segunda operación. Fue una lástima. Una lástima.

Luchando contra el nudo de emoción que le apretaba el pecho, Savannah bajó la mirada a sus manos entrelazadas.

– ¿Cómo vamos a decírselo a Josh?

– No lo sé -reconoció Travis-. Tu padre se fue directamente de la clínica veterinaria al hospital Mercy. Pero no creo que se lo digan hasta que Josh se haya recuperado del todo.

– ¿Tú… tú crees que mentirle será una buena idea?

– Ojalá lo supiera -se sentó a su lado-. Hoy me he hecho a mí mismo un montón de preguntas y no he tenido mucha suerte a la hora de encontrar las respuestas.

– Bueno -dijo Savannah, aspirando profundamente. No tenía sentido seguir lamentando la muerte de Mystic. Al menos ya no sufría y no había nada más que pudieran hacer por él. Y Josh iba a recuperarse.

Cuando les contó lo de la llamada de Charmaine, Travis y Lester se relajaron un tanto.

– Y ahora, ¿os apetece comer algo? -forzó un tono ligero-. Hay sopa.

– No, gracias -dijo Lester, apagando el cigarrillo-. Ha sido un día muy duro. Creo que me iré a casa.

– ¿Estás seguro?

– Sí -recogió su gorra y se dirigió hacia la puerta. Minutos después oyeron su camioneta alejándose por el sendero de entrada.

– ¿Y tú?

– Estoy muerto de hambre -admitió Travis-. Sólo espero no tener nunca que volver a pasar un día como éste. Nadie pudo hacer nada para ayudar a ese caballo. No tenía la menor posibilidad.

– Entonces lo mejor que podemos hacer es olvidarlo.

– Pero está Josh…

– Sí -admitió ella-. No será fácil que lo acepte.

– Bueno -al verla tan abatida, Travis procuró animarse-, ¿qué pasa con esa sopa?

– Sólo me llevará unos minutos calentarla.

– ¿Tendré tiempo para tomar una ducha?

– Claro -repuso, obligándose a sonreír.

Travis le agarró una mano y la atrajo hacia sí.

– Han sido las treinta y seis horas más horribles de mi vida -le confesó, con el rostro apenas a unos centímetros del suyo. Deslizó un dedo de su mano libre por el escote de su bata, entre las solapas-. Pero durante todo el tiempo, lo único que me animaba a seguir adelante era que al final, cuando todo hubiera terminado…, estaría contigo.

– No tienes idea de las ganas que tenía de escuchar esas palabras, señor abogado -admitió ella, suspirando.

Vio que bajaba las manos al nudo del cinturón de su bata para desatárselo y contuvo el aliento.

– Hay una cosa que preferiría antes que una ducha caliente.

– ¿Y qué es? -le preguntó Savannah, con el corazón acelerado.

– Una ducha caliente contigo.

Le abrió la bata y vio el camisón de seda y encaje que llevaba debajo. Sonrió, malicioso.

– Parece como si me hubieras estado esperando.

Savannah soltó una carcajada ante el seductor brillo de sus ojos.

– Qué presuntuoso eres.

– Me lo merezco.

Sonriendo tímidamente, ella no pudo por menos que darle la razón.

– Supongo que sí.

Volvió a quedarse sin aliento cuando los dedos de Travis exploraron su pezón bajo la seda. Con la otra mano la tomó de la nuca, dispuesto a besarla.

Cuando los labios de ambos se fundieron, Savannah sintió un delicioso calor extendiéndose por todo su cuerpo, nublando sus sentidos. Travis gimió mientras enterraba la boca en su cuello. El endurecido pezón le rozaba la palma. Podía sentirla estremecerse bajo su contacto. Ansiaba desesperadamente hacerle el amor, olvidar la tensión de esos dos días sumergiéndose en su cuerpo.

Cerró los ojos con fuerza y la besó casi con furia.

– Ámame -insistió. Ansiaba no pensar en nada más que en la mujer a la que estaba abrazando, en el aroma de su pelo, en el sabor de su piel-. Hazme el amor hasta que nos olvidemos del mundo…

El gemido de respuesta de Savannah fue todo el estímulo que necesitaba. Sin pronunciar otra palabra, la levantó en brazos y la subió hasta el dormitorio.

Después de depositarla suavemente sobre la cama, se dedicó a observarla, embebiéndose de cada curva de su cuerpo. La seda rosa de su camisón brillaba en la oscuridad. Bajo la tela, sus pezones se mantenían erectos. Su melena de ébano se derramaba sobre la blanca almohada, enmarcando su rostro. Un leve rubor coloreaba su piel aterciopelada. La anhelante mirada de sus ojos azules parecía penetrarle hasta el alma.

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