Liz Fielding - El Beso de un Extraño
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Por el bien de su agencia de empleos, decidió tolerar todos los insultos de Adam Blackmore al ponerse a su servicio.
Fue sólo hasta que él insistió en llevarla a Bahrein cuando empezó a preocuparse por la calidad de su relación…
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– La semana próxima -le indicó él con firmeza-. ¿Como está el pequeño llorón? -se inclinó más para acariciar la mejilla del bebé-. Hola, Charlie.
– ¡No lo llames así. Su nombre es Charles -el rostro de Jane se descompuso-. Lo siento, Adam. Sólo quisiera…
– Tranquila, pasará pronto -Adam se sentó en la cama y la abrazó para consolarla-. No tardará mucho. Te lo prometo.
Tara murmuró una disculpa y salió corriendo de la habitación. Adam la alcanzó a cien metros del hospital.
– ¿A dónde crees que vas? -le exigió, haciéndola regresar hacia el estacionamiento del edificio-. Dije que te llevaría a tu casa.
– No es necesario. Necesito aire fresco. Los hospitales me alteran -al menos ese la alteraba.
– ¿En serio? -él la miraba con dureza-. ¿O sólo huiste para que viniera tras de ti?
– ¿Por qué habría de querer eso?
– No tengo idea -Adam le abrió la puerta de su auto y Tara subió antes que él pudiera tocarla-. Como tampoco tengo idea de qué haces aquí.
– Jane me llamó y me pidió que viniera a verla.
– ¿Por qué? -insistió él, inclemente.
– Será mejor que se lo preguntes a ella.
Pero se había equivocado en cuanto a los motivos de Jane. No la había llamado para pedirle que se mantuviera alejada de su hombre, sino sólo para demostrarle que no tendría oportunidad alguna. Quiso que Tara sostuviera en sus brazos al hijo que ella y Adam procrearon, que lo tocara, que viera lo ligado que Adam estaba a ella. Debió de saber que él la visitaría esa tarde y por eso le pidió a Tara que fuera también a esa hora y cuando el escenario estuvo listo y los actores en escena, abrió el grifo de las lágrimas para que Adam la abrazara y consolara. La humillación final fue pedirle a él que llevara a Tara a casa. Y Adam acusaba a la joven de ser buena actriz.
Capítulo 8
JANE se disculpa por las lágrimas -le indicó Adam, volviéndose hacia ella mientras esperaban la oportunidad para incorporarse al tránsito-. Según entiendo, es normal. Las hormonas se alteran.
– ¡Y tú eres un experto! -Tara habló con voz chillona y se odió por ello. Si había perdido el corazón, al menos debía conservar el respeto de sí misma. Adam nunca debería saber cuánto sufría.
– No me precio de serlo -comentó él al evitar con habilidad a un taxi que se les acercó demasiado.
Guardaron silencio durante un rato, perdidos cada quien en sus pensamientos. La joven cerró los ojos en un esfuerzo por ignorar la presencia del hombre al que amaba, dudando de su control. Pero el aroma del ambiente que la rodeaba le alteraba los nervios hasta que abandonó la inútil lucha y se volvió hacía él.
Cuando lo reconoció, le pareció un hombre inclemente. Y era cierto. Tenía un dinamismo que lo llevó a una posición de poder e influencia que disfrutaba sin remordimientos. Pero tenía mucho más. Tara pensó en él como un caballero de armadura negra; eso no era correcto. Tenía muchos defectos, era cierto, pero pertenecía al bando de los ángeles. Quizá incluso ya lamentaba su aventura con Jane. La forma en que la besó aquella noche en su oficina no había sido sólo por lujuria. La deseaba tanto como ella a él y sólo el último hito de cordura que le quedaba a Tara impidió que cometiera el más terrible de los errores. Pero él era consciente de sus responsabilidades hacia Jane y el bebé y jamás los abandonaría. Eso era correcto y ella lo aceptaba.
– Devolviste las perlas -comentó Adam de pronto. Era algo tan ajeno a los pensamientos de Tara, que ésta se sobresalto-, ¿Por qué?
– ¿Qué esperabas? -inquirió ella-. Te negaste a hacerlo por mí.
– Me parecía que exagerabas en tu nobleza. Hanna tiene lo suficiente para ser generoso.
– Ese no es el punto.
– Has sacudido hasta los cimientos la creencia de Hanna en la avaricia de las mujeres.
– ¿Hablaste con él?
– Me llamó muy alarmado, queriendo saber qué pretendes de él y cuánto le costará comprar tu silencio. Consideró el que le devolvieras los pendientes una especie de chantaje de tu parte, una insinuación de que no le resulta suficiente.
– ¡No, Adam! -exclamó ella de prisa. Tenía que creerle.
– Logré convencerlo de que si le decías que estaba perdonado, podía olvidarse del incidente. Es un hombre derrotado, Tara. No está acostumbrado a recibir perdón sin tener que pagar por sus pecados. Su mujer le extrae joyas como dientes un dentista. Y sin anestesia -agregó con una sonrisa.
– Nunca habría podido usarlos -Tara se miraba las manos, nerviosa. No soportaba esa sonrisa de Adam.
– Pues no habrías sufrido daño alguno. Es un tipo acaudalado y lo consideraba una deuda de honor.
– Una frase muy inapropiada, si se me permite decirlo.
– ¿Qué? Ah, sí. Supongo que lo es -estaban detenidos por el tránsito y él tamborileaba impaciente con los dedos sobre el volante.
Tara sentía que se resquebrajaba. Había sido un día terrible para ella y verse obligada a estar junto a Adam era una tortura. Al volverse a mirar por su ventana, se percató de que pasaban frente a una estación del tren subterráneo.
– Adam, lamento que te hayan obligado a traerme -dijo-. Déjame aquí y regresaré a casa en el "metro" -hizo el intento de soltarse el cinturón de seguridad.
– Quédate donde estás. El tránsito está por empezar a avanzar de nuevo.
– ¿No podrías acercarte a la acera y dejarme aquí?
– ¿Tanto aborreces mi compartía? -preguntó él, molesto. El tránsito volvió a fluir y en cuestión de segundos una orquesta de bocinas empezó a sonar detrás de ellos.
– ¡Adam!
– ¡Contéstame!
– Dijiste que no querías volver a verme -le recordó ella sin poder mentir.
– Lo cual demuestra lo poco que sé -manifestó Adam con amargura. Mirando por el espejo retrovisor, levantó una mano pidiendo calma antes de poner el auto en movimiento.
– Por favor, Adam -imploró Tara.
Pero él la ignoró, aceleró y la estación pronto quedó atrás.
– ¿Es demasiado pedirte que me soportes unos kilómetros más? No tienes que hablarme si eso es problema para ti.
Tara no contestó. Era inútil. Interpretando su silencio como una respuesta positiva, Adam insertó una cinta en la reproductora y los acordes del concierto para violín de Tchaikovsky inundaron el interior del coche, poniendo fin al intercambio verbal.
La joven cerró los ojos, dejándose llevar por la música. Ni siquiera los abrió cuando el auto se detuvo, pues supuso que sólo lo hacían por un semáforo, hasta que él apagó el motor y el silencio los envolvió, lo cual la obligó a abrir los ojos. Adam se había detenido junto al río.
– ¿En dónde estamos?
– En algún punto de Buckinghamshire -respondió él con tono enigmático-. ¿Importa? Me dieron ganas de caminar un poco. Apenas he visto la luz del día esta semana y me gustaría librarme de las telarañas.
– ¿No está por oscurecer? -protestó ella.
– No antes de una hora. Sólo caminaremos por la ribera. Nada agotador -le ofreció el brazo. Tara dudó un instante, pero recordó que él había sido obligado por Jane a llevarla y sería inútil de su parte que insistiera en que la dejara en su casa en ese momento. A decir verdad, a ella también le agradaría el aire fresco.
El la tomó del brazo y ella se dejó guiar hasta la orilla del agua, donde deambularon unos minutos. La tarde primaveral había alentado a varías personas a salir a pasear, pero al caer el sol, empezaban a encaminarse en una sola dirección y Adam y Tara las siguieron hasta una posada antigua. El se agachó para pasar bajo una viga a poca altura y fue al bar.
– ¿Qué quieres tomar? -le preguntó a Tara, volviéndose. Lo extraño era la normalidad con que se desenvolvían. El parecía ignorar la tensión. Quizá era mejor así, seguir fingiendo normalidad.
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