Liz Fielding - El Beso de un Extraño
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Por el bien de su agencia de empleos, decidió tolerar todos los insultos de Adam Blackmore al ponerse a su servicio.
Fue sólo hasta que él insistió en llevarla a Bahrein cuando empezó a preocuparse por la calidad de su relación…
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– Tienes razón -Tara rió-. Vamos. Estoy impaciente.
– Perfecto -aprobó Beth-. Serás una paciente excelente.
Beth la hizo reír durante toda la cena, hablándole de los múltiples novios que tuvo desde la adolescencia.
– No puedo creerlo -dijo Tara al fin-. Es demasiado.
– Bueno -Beth encogió los hombros-. Siempre he dicho que no hay por qué hacer una historia aburrida, ciñéndote siempre a la verdad.
Cuando se despidieron en Victoria Road para ir cada quien a su casa, Tara se sentía mejor. La risa la había ayudado. Sabía que no duraría, pero esa noche se daría un baño largo y podría dormir.
– Buenas noches, señora Lambert -la saludó el guardia al pasar y los ánimos de ella decayeron.
Al entrar en su apartamento miró furiosa hacía el teléfono. Debería llamarlo y pedirle que retirara su perro guardián en ese momento, pensó, pero tendría que esperar hasta la mañana siguiente. Y no lo llamaría. Tendría que mantenerse alejada de Adam si deseaba recobrar el equilibrio emocional algún día. Se concretaría a enviarle una nota cortés.
La luz que indicaba recados de la contestadora parpadeaba. Tara escuchó mensajes de amistades a quienes hacía tiempo no veía y uno más de Jim, desesperado, pidiéndole que lo llamara. El último mensaje era de una voz conocida pero que no pudo identificar de inmediato.
– ¿Tara? Espero que este sea el número correcto, lo tomé del directorio telefónico. Me pregunto si querrías venir a verme a la clínica, si tienes tiempo. ¿Te parece el sábado a las cuatro? Lo lamento… habla Jane Townsend. Debí decirlo desde el principio. Estos aparatos siempre me ponen nerviosa. Estoy preocupada por Adam y creo que es el momento de que hablemos.
Sí, era Jane. Ese acento afectuoso era inconfundible. Y quería hablar con ella acerca de Adam. Tal vez advertirla. En esas circunstancias, ella se sentiría igual, concluyó. Molesta, abrió los grifos de la tina. Su buen humor había desaparecido por completo y se preguntó qué voz amistosa en Victoria House se había tomado la molestia de advertirle que debía cuidarse las espaldas.
De acuerdo. Iría. Al menos eso le debía a la mujer. Le aseguraría a Jane que no tenía intenciones de irrumpir en su vida doméstica con Adam y para su propia tranquilidad mental, esperaba no tener que hablar con el hombre otra vez.
Por si fuera poco, Jim volvía a las andadas. Ya era tiempo de que le pusiera fin a eso de una vez por todas, decidió. Marcó el número de él, pero no obtuvo respuesta. Luego, con un grito de pánico, corrió al baño, llegando a tiempo para impedir una inundación.
Logró dormir y despertó al otro día con los párpados y las extremidades pesadas. Apenas sabía qué día era. Permaneció quieta un momento, poniendo en orden sus pensamientos. Sí, era jueves. La semana nunca terminaría. Debía levantarse. Los jueves siempre eran días atareados.
Se puso de píe, se dirigió al buzón y recogió el periódico y las facturas que había dejado el cartero. Puso todo sobre la mesa de la cocina y se metió en la ducha para acabar de despertar.
Después de vestirse, revisó su agenda. Le esperaban varias citas y ella y Beth tendrían que preparar los cheques para pagarles a las secretarias el viernes. Además debían revisar el periódico en busca de puestos vacantes y ofrecer sus servicios.
Se tomó un té, recogió la correspondencia y el periódico y partió para la oficina. Apenas eran las ocho cuando llegó, pero Beth entró detrás de ella, con la misma idea de empezar temprano con la rutina.
Pronto se hicieron cargo de los periódicos y para las nueve y media, Beth había colocado a dos secretarias y estaba lista para ir a su cita con Jenny Harmon.
– Estoy impaciente por ver el interior de Victoria House. Entiendo que sus tiendas son increíbles, que cada una es diferente.
Tara sonrió. Tal vez lo eran, pero formaban parte de una cadena nacional de tiendas, todas del imperio de Adam Blackmore.
– El edificio entero es asombroso. Cómo me gustaría alquilar un local allí. La gente nos tomaría más en serio si vieran que nuestro domicilio social se encuentra en Victoria House.
– Escucha -la atajó Beth con tono severo-. Ya empiezan a tomarnos en serio. El negocio mejora a pesar de que todavía no empieza la temporada de vacaciones.
– Tienes razón -concedió Tara. Además, contarían con el bono adicional devengado por los días que ella trabajó con Adam. Al menos en el aspecto financiero, la situación mejoraba-. La semana próxima sólo veremos sonrisas en el banco.
– Las hemos recibido desde esta semana, cariño. Ayer que fui, hasta el gerente se detuvo a charlar del clima conmigo.
– Las maravillas nunca dejarán de suceder. Aquí vamos -agregó Tara cuando empezó el desfile de las secretarias que acudían a presentar sus informes de horas trabajadas.
– Te traeré un emparedado -ofreció Beth.
Cuando ésta regresó con una sonrisa triunfal más tarde, Tara aprovechó el momento para ir a dar un paseo por la ribera del río con el fin de respirar aire fresco. La temperatura de abril ya era más primaveral y los botones de las flores se abrían por doquier. La joven se sentó en una banca para contemplar la corriente. Las embarcaciones de placer empezaban a ser botadas en anticipación al verano y había una gran actividad.
Sin embargo, Tara no lograba concentrarse en el espectáculo que siempre apreciaba. Con un suspiro, abrió el periódico y de inmediato su vista fue a la foto de una chica de cabello oscuro que sostenía a un bebé en los brazos. Un hombre sonriente tocaba los pequeños dedos, Adam. El periódico cayó de sus manos sin fuerzas.
Lo sabía y no obstante, se enamoró de él. No creía que esas cosas ocurrieran. Siempre imaginó que las personas controlaban sus propios destinos. Si eran tontas e irresponsables, resultaban lastimadas. Pero ella no quería enamorarse. Estaba satisfecha con su existencia; no era excitante, pero tenía amigos, su trabajo y el reto que significaba su nueva empresa. Su vida seguiría adelante, suponía. En el exterior, habría poco cambio. Más sabía que aquella satisfacción había salido por la puerta la noche que se arrojó, de manera inconsciente, en los brazos de Adam Blackmore.
Al fin se movió y se percató del frío que tenía. Al ver el reloj se dio cuenta de que llevaba dos horas allí. Regresó apresurada a la oficina, coincidiendo su llegada con la de Lisa Martin, quien de inmediato la atacó.
– Lo lamento, Tara, tendrás que encontrar a alguien más para el señor Blackmore.
– Dios mío, ¿se trata de los niños? -preguntó Tara, esperanzada-. Hay una guardería en Victoria House. Podríamos arreglar algo.
– Nada tiene que ver con los niños. Se trata de él.
Beth levantó los ojos al techo con un gesto expresivo y fue a sentar a la mujer antes de servirle una taza de café.
– Háblame de él -le pidió-. Eres la tercera secretaria que se le envía esta semana y ya empieza a intrigarme. ¿Qué hizo? ¿Se quejó de tu taquigrafía?
– Dicta muy rápido -Tara le lanzó una mirada de advertencia a Beth.
– Tu declaración se queda corta. No sé quién habrá sido su última secretaria, pero le sugerí que la recobre, le cueste lo que le cueste. Es extraño, pero me dijo que no era cuestión de dinero, y yo le indiqué que tampoco era mi problema, que no estaba dispuesta a trabajar para él a ningún precio.
– De acuerdo, Lisa. Te pagaremos por hoy y mañana -prometió Tara-. Esto es malintencionado, ¿no te parece? -le preguntó a Beth cuando Lisa se retiró-. ¿O es que me estoy volviendo loca?
– Lisa tiene razón. Quiere que vuelvas. El que él lo sepa, es una señal esperanzadora.
– El… -la voz de Tara se quebró y se aclaró la garganta-. Tonterías. Además, no podrá tenerme. Si sigue así, no tendrá a nadie.
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