Liz Fielding - El Beso de un Extraño

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El Beso de un Extraño: краткое содержание, описание и аннотация

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Cuando Tara se vio obligada a pedir la ayuda de un desconocido, no imaginó el lío en el que se metía.
Por el bien de su agencia de empleos, decidió tolerar todos los insultos de Adam Blackmore al ponerse a su servicio.
Fue sólo hasta que él insistió en llevarla a Bahrein cuando empezó a preocuparse por la calidad de su relación…

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– ¿No vas a llamarte? -preguntó Beth.

– No lo creo. Si quiere a alguien más, que nos llame.

– ¿Harás que te ruegue? -Beth fingía inocencia.

Tara negó con la cabeza. El que Adam rogara por algún motivo, era inimaginable.

Dedicaron la tarde a elaborar la nómina y el teléfono sonó tantas veces, que Tara dejó de sobresaltarse al escucharlo, por lo que se sorprendió al reconocer la voz de Adam por el auricular.

– Tara, he estado esperando tu llamada -declaró él sin preámbulos-. Ya debes de saber que necesito otra secretaria.

– Lisa pasó por aquí camino a su casa. Me temo que tendré que facturarte dos días completos para ella.

– Encuéntrame una secretaria decente -ordenó Adam, con tono cortante-. Entonces hablaremos -agregó antes de cortar la comunicación.

– ¿Alguna idea? -le preguntó Tara a Beth con un suspiro al dejar el teléfono.

– Ya sabes lo que pienso.

– Estás equivocada, Beth. El mismo me pidió que me marchara, que no quería volver a verme.

– ¿Lo hizo? -Beth analizó la situación-. Pues si no te importa que te lo diga, él ataca el problema de una manera muy extraña. ¿Por qué no te compadeces del pobre hombre?

Tara bajó las pestañas oscuras para ocultar el brillo súbito de sus ojos.

– Beth, su última secretaria regular acaba de tener un bebé. Es de ella de quien me compadezco.

– Oh, Dios. Lo siento mucho.

– Por favor no… -pero era demasiado tarde. Las lágrimas corrieron por las mejillas de Tara.

Beth se ocupó del archivo de tarjetas.

– ¿Qué te parece Mo? Su taquigrafía es buena.

– No se merece esto. Ninguna se lo merece.

– ¡La tengo! ¡Janice es nuestra chica!

– Tenía entendido que estaba trabajando con los contadores.

– Llamó el lunes para decirme que está disponible. Es firme como una roca. Toma en taquigrafía ciento cincuenta palabras por minuto sin inmutarse y no teme expresar su opinión -Beth rió-. Es lo más parecido que tenemos a ti. Excepto por la edad.

– Me pregunto qué tipo de ropa interior usa.

– ¿Perdón? -Beth la miraba extrañada.

– Lo lamento. Pensaba en voz alta.

– Eso pensé. Bueno, deja a Janice en mis manos. Creo que debes irte a casa. Estás a punto de desplomarte.

– Dices las cosas más amables.

– ¿Crees que sea conveniente llamar al hombre y decirle a quién debe esperar por la mañana? -No -Tara negó con la cabeza-. Déjalo que sufra un poco.

El sábado amaneció despejado y brillante. Era el primer día verdaderamente primaveral. No obstante, Tara apenas le prestó atención. Se dedicó a limpiar su apartamento a fondo, pero eso no alivió su corazón. Ese día tendría que enfrentar a Jane y asegurarle que ella no sería competencia y se esforzaba por no pensar en eso.

Después del almuerzo, que apenas probó, fue a cambiarse. Se vistió con modestia y se aplicó sólo un poco de maquillaje. Luego, se examinó ante el espejo. Así, Jane nunca la consideraría como una rival. Le sonrió a su imagen, recordándose que debería hacerlo durante la visita al hospital.

Al llegar a la escalinata de entrada de la clínica estuvo a punto de perder el valor. Podría escribirle… hablar por teléfono… pero no eso.

– ¿Es su primera visita? -le preguntó un portero amablemente-. ¿A dónde quiere ir?

– A maternidad -respondió ella con voz ronca. El hombre le dio indicaciones y con la ayuda de una enfermera, Tara al fin dio con el cuarto de Jane y llamó a la puerta.

– Adelante -le indicó una voz conocida. Ya no podía dar marcha atrás. Jane Townsend la miró con curiosidad-. ¿Eres Tara Lambert? -preguntó con expresión sorprendida y luego sonrió-. Eres muy amable por haber venido.

– Yo… -titubeante, Tara le entregó las flores que llevaba. La mujer en la cama era mayor de lo que esperaba. Al menos tendría unos treinta años y mostraba hilos de plata en su cabello negro recogido. Por extraño que fuera, su rostro le parecía conocido. Entonces recordó la foto del periódico.

– Ven a conocer al hijo y heredero.

Como autómata, la joven rodeó la cama. El bebé dormía en una pequeña cuna al lado de su madre con los puños apretados junto a las mejillas.

– ¡Es rubio!-exclamó Tara, sorprendida. Temía tanto que fuera de cabello oscuro como el de Adam y que tuviera los ojos verdes. "Tonta, todos los bebés tienen ojos azules", se dijo cuando el pequeño abrió los ojos y pareció sonreírle.

– Es maravilloso -la madre le acarició los rizos-. Más adelante se le oscurecerá, pero me encanta.

– Es precioso.

– Tómalo en brazos, si quieres.

Tara alzó al pequeño, arrullándolo, acariciándole los dedos y permitiéndole que él asiera uno de los suyos. Al aspirar su aroma, un profundo anhelo la invadió. Jane la observaba interesada.

– Te has recobrado muy rápido -comentó la joven.

– Así es. Casi no tengo molestias, excepto cuando toso. Entonces sí que me duele la herida.

Tara había pensado que le sería fácil odiar a Jane Townsend, pero no era así. Era tan sencilla y natural.

– Háblame de Bahrein. ¿Te divertiste? ¿Cómo está Hanna?

– Es un hombre agradable -respondió Tara, con tacto.

– Te besó las manos y te hizo sentir la mujer más bella del mundo -comentó Jane entre risas.

– Me besó mucho las manos -aceptó Tara. Pero no la hizo sentir hermosa porque sabía que era fingido-. Creo que lo hacía sólo por molestar a Adam.

– ¿Y lo logró? -la pregunta fue tan rápida, que de inmediato Tara comprendió su error.

– Claro que no -se obligó a sonreír, consciente de que Jane la observaba-. ¿Por qué habría de hacerlo?

– Perdóname por meterme en algo personal, Tara, pero, ¿siempre vistes así?

– No siempre -admitió la joven al ver su austera ropa gris. Recordó el vestido rojo.

– Es extraño. Adam me comentó que eres viuda, pero esperaba algo mas alegre.

Sorprendida, Tara se obligó a sonreír de nuevo.

– También me dijo que eres hermosa -continuó Jane-, pero no con la hermosura que siempre es perseguida por hombres lujuriosos.

– No lo soy -respondió Tara con tono más fuerte del que se proponía. Era evidente que él la había hecho parecer una Jezabel. Volvió a colgarse la sonrisa de los labios-. Sólo se trata de que siempre me atrapa en mis peores momentos. Ha asumido el papel de Sir Galahad -¿con eso entendería Jane que quería presentarlo como un tipo de intenciones puras?

– Es cierto. Es el tipo de hombre en el que cualquier dama en peligro podría confiar su vida -Jane miró a Tara con astucia-. Y cualquier otra cosa, si quisiera confiar en él, por supuesto.

El comentario fue tan inesperado, que Tara se obligó a volver su atención al bebé en sus brazos.

– ¿Es un niño bueno? Entiendo que lo has llamado Charles Adam.

– Sí, en honor de su padre y de su tío -la puerta se abrió en ese instante y levantó la vista-. Hablando del rey de Roma… Hola, cariño.

– ¿Tara? -Adam se sorprendió al verla abrazando al niño.

– Yo le pedí que viniera -explicó Jane, un tanto desafiante-. Quería conocerla. Espero que hayas traído uvas suficientes para tres.

– No-dijo Tara, dejando al bebé en su cuna-. Tengo que irme.

– Tonterías -replicó Jane-. Siéntate, Tara. Adam no se quedará mucho tiempo y te llevará a casa si se lo pido de buen modo, ¿no es así, cariño?

– Por supuesto -respondió él, cortante y haciéndole una mueca.

Como en agonía, Tara se sentó, viéndolo inclinarse para besar la frente de la mujer en la cama.

– ¿Cómo estás? -le preguntó con tono más suave.

– Desesperada por irme a casa. Odio este lugar.

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