Liz Fielding - El Beso de un Extraño
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Por el bien de su agencia de empleos, decidió tolerar todos los insultos de Adam Blackmore al ponerse a su servicio.
Fue sólo hasta que él insistió en llevarla a Bahrein cuando empezó a preocuparse por la calidad de su relación…
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– Un jerez seco, por favor.
Adam ordenó el jerez y un jugo de tomate para él y se abrió camino hasta una mesa pequeña al fondo del salón. Se mantuvo en silencio durante un largo momento, observándola pensativo, como si fuera a tomar una decisión.
– ¿Qué te pareció Jane? ¿Te agradó? -sus preguntas tenían un tono extraño, como si la respuesta fuera muy importante para él. No era probable que alguna vez se convirtieran en amigas. Tara esperaba no volver a ver a la mujer.
– Nuestro encuentro fue muy breve -comentó al llevarse la copa a los labios-. La charla versó básicamente sobre el bebé.
Adam apretó los labios de repente.
– Te veías muy hermosa con el bebé en los brazos, Tara.
– No estoy en busca de bebés, Adam -le indicó ella, ruborizada-. Tengo mi carrera.
Sin que Tara pudiera evitarlo Adam se apoderó de su mano.
– ¿Estás tan obstinada en eso? ¿Una vida solitaria en compañía de un perro mimado que te acompañe en tu vejez? Tu marido murió, Tara, pero el mundo no se acabó con él. Pasó hace mucho tiempo y ya es hora de que empieces a vivir de nuevo. Debes ser amada, consentida. Déjame…
¿No era el final del mundo? El nunca sabría lo cercano que estaba. El haberlo juzgado tan mal… la voz de Tara sonó ronca, pero el significado de sus palabras tan claro como el cristal:
– No puedo ayudarte, Adam.
– Entonces es cierto -él se reclinó hacia atrás-. Sigues enamorada de él.
– Siempre lo amaré. ¿Te parece extraño? -"no de la manera en que te amo a ti", pensó. Pero al menos Nigel nunca la lastimó.
– ¿Aun cuando me pediste que te amara?
El impulso de contraatacar, de lastimarlo tanto como él la lastimaba a ella era abrumador.
– Todos tenemos necesidades, Adam. Simplemente reemplazabas a mi compañero esa noche. Y fuiste tú quien se negó.
– ¡Maldita!
– ¿Qué te sucede, Adam? -nada la detenía, ya nada importaba-. ¿Crees que sólo los hombres pueden satisfacerse en la cama sin un compromiso emocional?
– No, Tara -un nervio saltaba en la sien de Adam-, pero fui tan tonto como para esperar… -su sonrisa era mortal-. No importa -se levantó y, tomándola del brazo, la hizo salir para volver a la ribera del río. Al llegar junto a un viejo y frondoso sauce, se volvió y la atrajo a sus brazos.
– Si se trata de divertirse, Tara, soy tan bueno como el mejor.
– ¡No! -Tara lo apartó con violencia, empujándolo por el pecho, pero él se mantuvo firme y la acercó más, ajustando las curvas de sus cuerpos y haciéndola sentir su excitación. Tara empezó a temblar. Lo había provocado más allá del límite y ahora iba a tomarla allí, pensó en el frío y húmedo pasto, en la oscuridad junto al río… Después de todo, ocurriría allí, en un arranque de ira-. Por favor, no -su voz se quebró en un sollozo.
– ¿Lágrimas? -Adam levantó la mano y tocó la humedad de su mejilla antes de maldecir y apartarse de ella con brusquedad-. Dios mío, Tara, estás llevándome al borde de la locura. Te deseo tanto que en ocasiones creo que te odio -jadeaba con fuerza-. ¿No sientes esta… electricidad? -la tomó de los brazos y la sacudió, como para arrancarle una respuesta, pero al verla estremecerse dio un paso atrás y levantó tos brazos para tranquilizarse-. ¿Por qué lo niegas?
– Necesito algo más que electricidad para encenderme, Adam. Necesito a alguien que me ame todo el tiempo, ¡no sólo en los momentos entre tus visitas a Jane y su hijo! -¿Jane? ¿Qué diablos tiene ella que ver con nosotros?
– Todo. Por eso es que quería verme hoy. Necesitaba esa seguridad.
– ¿Acerca de qué exactamente? -él estaba furioso, y nada podía ella hacer al respecto. Jane tendría que hacerse cargo de ese aspecto en persona. Parecía muy capaz de ello.
– Tú eres el experto en hormonas, Adam. Ella acaba de tener un bebé. Se siente vulnerable. Quería asegurarse de que yo no seré una amenaza para ella. Hice mi mejor esfuerzo por tranquilizarla y el cielo sabe que es más de lo que te mereces.
La risa brusca de Adam fue como un puñal para ella.
– ¿Por eso te vestiste como tía solterona? -preguntó, pero Tara no respondió-. No funciona, mi lady. ¿No sabes que hasta vestida con un saco de harina llamarías la atención? -levantó una mano y le soltó el cabello. Sus dedos encendían un deseo peligroso que corría por sus venas como el más fino champaña.
– ¡No! -exclamó ella, se volvió y corrió de regreso a la posada, ignorando tos gritos de Adam, que le pedía que se detuviera.
Al ver su expresión, la posadera la llevó de inmediato al teléfono a petición de Tara. La pasó a su sala para que llamara un taxi y luego la dejó sola con discreción para que reparara su maquillaje dañado por las lágrimas y se arreglara el cabello.
Poco después, la joven se acomodó en el asiento posterior del taxi, tratando de no pensar. Pero su mente trabajaba a marcha forzadas y únicamente pensaba en Adam Blackmore. Las imágenes aparecían en eterna procesión: su mirada inclemente mientras atendía una reunión de negocios, sus ojos devorándola con deseo, sus manos asiendo con fuerza el volante, sus dedos acariciando la mejilla del bebé, su cuerpo contra el de ella.
– ¿Este es el lugar, señorita?
La voz del taxista la hizo volver a la realidad.
– Ah, sí. ¿Cuánto le debo?
– El caballero pagó, señorita.
– ¿El caballero? ¿Cómo supo él…? -se interrumpió al ver la expresión interesada del hombre. Con seguridad fue obvio que lo haría. O tal vez la posadera se lo dijo-. ¿Puede decirme cuánto es para poder reembolsarlo?
Al entrar en su apartamento, oyó a Frank reportando por radio que todo estaba en orden al tiempo que agitaba una mano para saludarla. Tara lo ignoró. Era evidente que Adam no había prestado atención a su nota cortés en la que le exigió que retirara al vigilante.
Bueno, con seguridad no se preocuparía más por su seguridad después de las cosas horribles que le dijo esa noche. Las mejillas le ardían al recordarlo. Se comportó como la cazafortunas que él la consideraba. Vaya cazafortunas que lloraba porque el hombre que amaba la deseaba. Se llevó una mano a la boca y corrió al baño.
No le tomó mucho tiempo hacer maletas. Su madrina siempre estaba demasiado ocupada en sus propios asuntos para ocuparse de los de los demás, pensó. Una semana con ella le despejaría la mente, le daría un poco de tiempo y espacio para recobrar el control.
Había llamado a Beth, quien, adivinando el sufrimiento de su socia, pero guardándose la curiosidad, le ofreció su auto para el viaje.
– Te tomaría una eternidad hacerlo por tren. Y no te preocupes por la oficina -le indica-. Si es necesario, llamaré a alguien para que me ayude. Supongo que no quieres que le dé tu dirección a nadie, aunque la pida -agregó después de una pausa.
– Nadie te la pedirá -le aseguró Tara. Se detuvo a pasar la noche en un hotel y llamó a Lally para avisarle de su inminente llegada. La respuesta desinteresada de su madrina era justo lo que Tara necesitaba. Sería un alivio pasar unos días en la compañía de alguien que no sabía de la existencia de Adam Blackmore.
Pasó los días caminando, leyendo, escuchando música y viendo a Rally pintando las acuarelas con las cuales ilustraba sus libros sobre la flora de diversas regiones. Había sido amiga de la madre de Tara desde sus días escolares, y era el único punto de contacto que ésta tenía con los rostros jóvenes y desconocidos de viejos álbumes de fotografías. Cuando estaba de buenas y platicadora, también era una fuente inagotable de historias.
Lally se encontraba en la India cuando ocurrió el accidente que les costó la vida a los padres de Tara. De inmediato regresó a Inglaterra para asumir las responsabilidades que le correspondieran, pero la huérfana siempre sospechó que Lally se alegró al ver que su ahijada ya estaba instalada con los amables vecinos, quienes se hicieron cargo de ella desde que sus padres salieron ese fatídico fin de semana.
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