Liz Fielding - El Beso de un Extraño
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Por el bien de su agencia de empleos, decidió tolerar todos los insultos de Adam Blackmore al ponerse a su servicio.
Fue sólo hasta que él insistió en llevarla a Bahrein cuando empezó a preocuparse por la calidad de su relación…
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– No tanto. Tenía dieciocho años, y Nigel veintiuno. No debes culparlos, Adam. Perdieron a su hijo.
– Y rechazaron a una hija. Pobre Tara, ¿cómo lograste salir adelante?
– Lo ignoro. El trabajo fuerte ayudó. Vendí la casa donde íbamos a vivir y compré este apartamento. Me tomó tiempo decorarlo hasta dejarlo justo como yo quería.
– ¿Y nunca hubo alguien más?
– Muchos estaban interesados en consolar a la viuda -confesó Tara-. Pero ninguno parecía buscar algo permanente -fue entonces cuando se puso su armadura, la ropa seria y muy formal y, una mirada fría que mantenía a los donjuanes de oficina al margen, hasta que el decir no se convirtió en hábito.
– Me es difícil creerlo.
– Bueno, estuvo Jim Matthews -habiéndose librado de la carga, Tara logró sonreír-. El quería casarse conmigo.
– ¿Ah, si? -el tono de Adam se volvió feroz-. ¿Estuviste tentada a aceptarlo?
– Nunca, pero me fue difícil convencerlo. A él le parecía maravilloso tener una secretaria a mano las veinticuatro horas. No podía aceptar mi rechazo. Una vez que se le mete algo en la cabeza, nada puede hacerlo desistir.
– Siento cierta compasión por el hombre, porque pienso casarme contigo -la besó para demostrarle cuan en serio hablaba-. Pero descubrirás que él tiene algo más en mente estos días.
– ¿Por qué? ¿Qué has hecho? -preguntó Tara con sospecha.
– Tengo un conocido en Estados Unidos que publica historias de horror. Jim está allá en busca de un contrato para escribir doce libros.
– Por eso es que no he podido hablar con él -Tara rió.
– ¿Para qué? -insistió Adam-. Creía que querías librarte de él.
– Quería hacer un último intento para convencerlo de que me deje en paz. Sin embargo, parece que tú lo has hecho ya por mí. ¿Hay algo de lo que no te aproveches para sacar dinero?
– En este caso, no hay dinero involucrado. Sólo me pareció una buena forma de librarme de un rival.
– Nunca fue un rival.
– Tal vez quieras demostrármelo.
Un sonido extraño despertó a Tara. Frunció el ceño y al volverse vio a su hombre al otro lado de la puerta abierta del baño. Durante un momento se dedicó a saborear el ver y escuchar que Adam se afeitaba. Luego el sonido cesó y él se presentó frente a ella con una toalla rodeándole la cadera y una sonrisa en los labios. -Buenos días, dormilona.
Tara pensó que se avergonzaría, mas no fue así. Le tendió los brazos cuando Adam se acercó para besarla, lo rodeó por el cuello y se insinuó, atrevida. No obstante, él se retiró con renuencia.
– Lamento interrumpir este momento tan placentero, querida, pero son las nueve y media y los dos deberíamos estar en otra parte.
– Qué lástima que tengas una voluntad tan firme -murmuro ella, estirándose con lujuria.
– ¡Tara!
– Sólo quería averiguar si tu fuerza de voluntad es tanta -bromeó ella.
Tara se duchó, se puso un traje de dos piezas color de rosa y se dejó el cabello suelto. Adam arqueó una ceja, sorprendido, cuando ella se presentó en la cocina en busca de un café.
– ¿Siempre sales tan bien preparado cuando visitas a una dama por las noches? -preguntó la joven en broma, admirando su traje impecable.
– Tenía la maleta en el auto, pero me temo que he escandalizado a algunos de tus vecinos. Estoy seguro de que todos salieron a comprar leche para poder verme mejor. -No me extraña, después del escándalo que hiciste anoche.
– Quizá -Adam sonrió-. ¿Tendré que ir a disculparme con ellos?
– Cre… creo que no. Pero podrías pedirle a Janice que envíe e alguien a arreglar mi puerta. ¿Todavía está ella contigo?
– Me ha costado más trabajo librarme de Janice que de las dos primeras, pero ahora su puesto está seguro. No quiero verte en la oficina. Tengo otros planes para ti.
– Oh.
– Más vale que te preocupes, mi lady. Anoche no venía tan preparado como supones, así que tendremos que casarnos cuanto antes.
– ¿Me pediste que me casara contigo? No lo recuerdo.
– Qué extraño. Estoy seguro de haberlo mencionado en dos ocasiones -dijo él. Tara seguía dando sorbos a su café-. Ah, ya veo. Quieres el trámite completo. ¿También rodilla en tierra?
Tara mantenía la vista apartada de él, así que se sorprendió cuando Adam puso una rodilla en el suelo frente a ella y le tomó una mano.
– ¿Te casarás conmigo, mi lady ? Te amaré y adoraré…
– Levántate, Adam -le pidió ella entre risas-. Nunca pensé que lo hicieras.
– Sólo esta vez, Tara -le indicó él, tajante-. Así que será mejor que respondas rápido, o te abandonaré a una vida de horror en compañía de Jim Matthews -sus ojos brillaban con malicia-. Tal vez prefieras sus monstruos verdes de mañana, tarde y noche.
– ¡No! -exclamó Tara con un estremecimiento.
– En ese caso… -del bolsillo de la chaqueta, Adam sacó un pequeño estuche-, tal vez esto te ayude a decidirte -lo abrió y un diamante solitario reflejó los rayos del sol que entraban por la ventana. El lo deslizó en el anular de Tara y le besó la mano.
– Está precioso, Adam.
– ¿Debo interpretar eso como un sí?
– Lo sabes.
Adam la tomó entre sus brazos y durante un rato largo ninguno de los dos habló hasta que el insistente timbre del teléfono los separó.
– Con seguridad es Beth para preguntar si voy a ir a la oficina.
– ¿Quieres que yo conteste?
– ¡No! -Tara cruzó la habitación de prisa y fue a tomar el auricular.
Adam se agachó para levantar del suelo un listón rojo.
– Todo caballero tiene derecho a llevar los colores de su dama, mi lady -le indicó Adam al ver su expresión de extrañeza-. Y los tuyos son definitivamente rojos -le acarició las mejillas encendidas.
– ¿Tara? ¿Estás allí? -gritaba la voz de Beth al otro extremo de la línea. Pero Tara no contestó. Dejó el auricular en su sitio y se arrojó a los brazos de su amado.
Beth no dijo nada cuando Tara llegó a la oficina después del medio día. La vio llegar en el auto de Adam y se mostró satisfecha como si todo hubiera sido idea suya. Una mirada al rostro encendido y feliz de su socia la convenció de que todo iba bien en el mundo. Entonces vio la sortija y el resto del día lo pasó hablando de la inminente boda.
Camino a sus respectivas oficinas, Tara y Adam se habían detenido en la oficina del registro civil en busca de la licencia correspondiente; podrían casarse el miércoles si así lo deseaban.
La joven no demostró su decepción cuando Adam le indicó que necesitaría más tiempo para poder ultimar detalles. Cuando él propuso que se casaran el siguiente viernes, a Tara le pareció que la prisa de la que habló antes no era tanta, después de todo.
Y él parecía preocupado cuando se presentó en la oficina de ella esa tarde. Presintiendo problemas, Beth pretextó una visita al banco para retirarse y dejarlos solos.
– Tengo que hacer un viaje -le indicó Adam, acomodándose el cabello-. No sé cuándo regrese, pero estaré aquí para nuestra boda.
Un temor frío invadió a la joven. No quería perderlo de vista, temerosa de que algo sucediera, que el destino volviera a arrebatarle la felicidad.
– ¿A dónde irás?
Adam se inclinó sobre el escritorio y la besó en la boca. Con eso, Tara supo que no le diría nada.
– Janice se hará cargo de todo. Flores, autos, recepción. Te veré el viernes de la próxima semana.
– Estaré esperándote -Tara permanecía muy quieta, con las manos cruzadas al frente con una serenidad que distaba mucho de sentir.
La sonrisa de Adam era superficial. Ella lo había visto usarla durante las reuniones de negocios cuando mil ideas más pasaban por su mente. Algo había ocurrido de lo cual no quería que ella se enterara, infirió Tara.
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