Liz Fielding - El Beso de un Extraño

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Cuando Tara se vio obligada a pedir la ayuda de un desconocido, no imaginó el lío en el que se metía.
Por el bien de su agencia de empleos, decidió tolerar todos los insultos de Adam Blackmore al ponerse a su servicio.
Fue sólo hasta que él insistió en llevarla a Bahrein cuando empezó a preocuparse por la calidad de su relación…

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– Eso es horrible.

– Pero no deja de tener razón -comentó Jane, despreocupada-. Debo confesar que lo he explotado con toda desfachatez -Charlie gruñó reclamando atención y Jane se lo colocó contra un hombro, palmeándole la espalda, lo que lo hizo vomitar un poco-. ¡Pobrecito! Tengo que llevarte a casa -gimió al moverse con la blusa empapada. Tara fue en busca de una toalla y se la limpió lo mejor que pudo-. Lo siento -se disculpó Jane-. Tal vez un día podamos hablar más de cinco minutos sin interrupciones -se levantó y fue a recoger sus cosas-. Tengo que regresar a casa para cambiar a Charlie… y a mí misma.

Tara la ayudó en la escalera con la bolsa del niño y la acompañó hasta un Mercedes plateado antes de correr a refugiarse en su apartamento. Las emociones que la invadían no eran agradables. Estaba molesta consigo misma y con él. Furiosa con el destino por conspirar para mostrarle el amor, sólo para arrebatárselo en seguida. Ira contra una vida que parecía decidida a mantenerla siempre sola.

No. No sola. Fue por el periódico en busca de la columna de mascotas en la sección de anuncios clasificados. Nada, ni siquiera un perro faldero. Solo aves y peces tropicales. Las lágrimas empezaron a correr por sus mejillas.

Más tarde, se dio un baño largo y se pintó las uñas de manos y pies de un rojo brillante, sólo para quitarse el barniz casi de inmediato. Encendió el televisor y durante media hora fingió prestarle atención, hasta que al fin la apagó. Se preguntó cómo pasaba el tiempo antes de conocer a Adam. El tiempo entonces parecía no bastarle; ahora cada minuto le parecía una semana.

Despacio se preparó para dormir. Se puso lo primero que encontró: un viejo camisón blanco con florecitas rosadas y encaje en el cuello y los puños. Luego se cepilló el cabello hasta dejarlo como una nube de ébano alrededor de su cara y hombros. En ese momento decidió cortárselo más a la moda. Haría cita con el peinador por la mañana.

La decisión la impulsó a dar un nuevo giro a su vida. Abrió el guardarropa y empezó a sacar la ropa austera y aburrida que solía usar para el trabajo. Después la llevó a la cocina y la metió en una bolsa de plástico. Por la mañana la llevaría a una institución de beneficencia. Nunca se volvería a vestir de gris.

Cansada, revisó que puertas y ventanas estuvieran aseguradas y diez minutos después, estaba profundamente dormida.

Alguien aporreaba una estaca con un martillo y Tara ansió que dejaran de hacerlo. Provenía de lejos, pero el ruido la regresó sin clemencia al mundo real. Por un momento, le pareció que era un sueño, pero de pronto se enderezó en la cama. Alguien llamaba a su puerta con fuerza.

Encendió una lámpara y vio la hora. Casi las dos de la mañana. Tal vez alguien necesitaba ayuda. Bajó de la cama, se puso una bata y corrió a la entrada. El instinto de autoconservación la hizo poner la cadena en la puerta antes de abrirla una fracción.

– ¡Tara, déjame entrar!

– Vete, Adam. No quiero verte -Tara dio un paso atrás.

Sin responder, él se apoyó contra la puerta haciendo que los tornillos que sujetaban la cadena cedieran en la desigual lucha. La puerta se golpeó ruidosamente contra la pared y Adam apareció en el umbral, furioso, amenazador, con la barba crecida. Al entrar, llenó el pequeño vestíbulo con su presencia y cerró la puerta de un puntapié, sin dejar de mirarla.

– ¿En dónde diablos has estado? -le exigió.

Tara quería correr, pero las piernas no le obedecían. Una actitud desafiante era el único recurso que le quedaba, de modo que levantó el mentón.

– No es de tu incumbencia.

– Estás equivocada, Tara, lo estoy haciendo de mi incumbencia -avanzó unos pasos, haciéndola retroceder hasta chocar contra el sofá-. ¿Con quién estabas?

– Basta, Adam -él cerró los ojos para alejar la furia verde que la devoraba-. Por todos los cielos, basta -suplicó-. ¿No me has hecho sufrir bastante?

– ¿Sufrir? ¿Tú, mi lady ! No creo que conozcas el significado de la palabra. Estás hecha de hielo. Sin embargo, me propongo hacerte sufrir la agonía que me has hecho pasar esta semana.

– No puedes…

– Créeme. Te lo garantizo. Te gusta jugar, Tara, llevar a un hombre con un aro en la nariz con esos ojos que prometen tanto, hasta hacerlo enloquecer…

– No sabes lo que estás diciendo.

Adam la tomó por los hombros, acercándola a él hasta hacerla sentir el calor de su cuerpo.

– Créeme, Tara, lo sé.

– ¡Basta! -ella se cubrió las orejas con las manos-, ¡Basta! ¿Me escuchas? No tienes derecho a decirme eso…

– Entonces, confiesa. ¿Con quién estabas? -lanzaba chispas por los ojos-. ¡La verdad! -la sacudió con fuerza-. Te juro que de cualquier forma me enteraré si mientes.

Tara tenía la boca seca. Sabía que Adam estaba a punto de explotar y que lo haría si lo provocaba más. No tenía intenciones de mentirle.

– Estuve con mi madrina en Kendal toda la semana.

– ¿Con tu madrina? -eso era lo último que Adam esperaba escuchar. La soltó y dio un paso atrás. Ella trastabilló, estando a punto de caer.

– Tenía que alejarme. Necesitaba espacio, tiempo…

– Tiempo… -Adam rió con amargura-. Yo también lo intenté. De nada sirve, ¿verdad?

– No, me temo que no -Tara negó con la cabeza-, Pero nada hay que podamos hacer.

– Si, sí lo hay -Adam gimió y la atrajo con fuerza contra él-. Sólo existe una solución. Cásate conmigo y pongamos fin a esta tortura.

– ¿Cómo puedes pedirme eso? -inquirió Tara, atónita.

– Simplemente cedo ante lo inevitable. Te pido que hagas lo mismo. Sé que tus sentimientos todavía son muy fuertes por ese joven que murió, pero no puedes vivir en el pasado, Tara.

– ¿Y Jane? -preguntó ella con frialdad-. ¿Ella también debe quedar relegada al pasado?

– ¿Jane? -Adam la contempló sin entender-. ¿Qué tiene ella que ver con esto?

– Ella te necesita, Adam. Su hijo te necesita.

– Por Dios santo, Tara, ¿no he hecho suficiente? No puedo olvidarme de mí mismo sólo porque su marido pasa la mitad del tiempo en una selva remota…

– ¿En la selva? -lo interrumpió Tara.

– Por eso es que vino a trabajar conmigo, porque no toleraba estar sola en su casa todo el día.

– ¿Y por las noches? -le exigió la joven.

– ¿Por tas noches? ¿De qué hablas? -Adam la apartó sin soltarla-. Por Dios, ¿no te lo dijo? Prometió que lo haría.

Así que por eso había ido Jane a visitarla. Por complacer a Adam.

– No te preocupes. Cumplió su palabra. Me pidió que fuera más… amable contigo.

– Pero nunca te dijo…

– ¿Decirme qué, Adam? ¿Qué es tan importante?

– No puedo creer que sea tan tonta. Su hijo le ha convertido el cerebro en aserrín. Jane me llamó a Gales para informarme que habías vuelto. Le dije que regresaría en seguida y le pedí que viniera a aclarar contigo cualquier malentendido antes que yo llegara.

– ¿Qué malentendido puede haber, Adam? Todo parece tan simple.

– No, mi lady, el único simple aquí soy yo por permitir que mi hermana me metiera en una situación en la que estuve en peligro de perder a la única mujer sin la que me es imposible vivir.

– ¿Tu hermana? -repitió Tara al empezar a entender bajo la mirada observadora de Adam.

– Jane es mi hermana -confirmó él con cuidado, asegurándose de que ella lo entendiera-. Está casada con Charles Townsend.

Tara todavía trataba de entender lo que Adam le decía.

– ¿Charles Townsend, el explorador? -había visto fotografías de él en alguna revista. Un gigante vikingo rubio.

– Sí -afirmó con alivio evidente al ver que ella empezaba a comprender-. Cuando Jane descubrió que estaba embarazada, era demasiado tarde para que Charles regresara de su última expedición. Pero me alegra decirte que el pequeño Charles no es más que hijo de ellos.

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