Liz Fielding - El Beso de un Extraño

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Cuando Tara se vio obligada a pedir la ayuda de un desconocido, no imaginó el lío en el que se metía.
Por el bien de su agencia de empleos, decidió tolerar todos los insultos de Adam Blackmore al ponerse a su servicio.
Fue sólo hasta que él insistió en llevarla a Bahrein cuando empezó a preocuparse por la calidad de su relación…

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Pero se responsabilizó del aspecto económico de su crianza e invirtió la pequeña herencia de los difuntos para que Tara nunca fuera una carga para los Lambert. Suficiente para el pago inicial de la pequeña casa en la que Nigel y ella vivirían.

Más Lally siempre mantuvo un ojo avizor a la distancia. Siempre recordaba las fechas importantes. Y siempre estuvo allí cuando era necesitada con desesperación. Fue ella quien la ayudó a sobreponerse al dolor por la muerte de Nigel.

La semana de vacaciones pasó demasiado rápido. Tara regresó a la casa de Beth el domingo a la hora del almuerzo y su socia se puso feliz al verla.

– Te ves mejor.

– Me recupero, Beth. Es evidente que un corazón roto no es un asunto mortal necesariamente.

– Gracias a Dios por eso -dijo Beth con convicción-. Pero es como una enfermedad. Vive un día a la vez. Un día despertarás y te darás cuenta de que el dolor ya no es intolerable.

– Tomaré tu palabra por buena -le indicó Tara-. No en vano has pasado por esto en varias ocasiones -esto hizo brillar los ojos de Beth-. ¡No puedo creerlo! ¿Otra vez?

– Esta vez es la buena, lo juro.

Tara movió la cabeza, asombrada por la energía de su amiga. Una vez había sido suficiente para ella.

– Y estabas equivocada en cuanto a que nadie preguntaría por ti.

La mano de Tara tembló y dejó la taza de café sobre la mesa, temerosa de derramarlo.

– ¿Llamó por teléfono?

– Fue a la oficina -Beth apretó los labios-. Sé que no piensas nada bueno de él, pero francamente, tu señor Blackmore me impresionó.

– No es mío -a Tara le zumbaban los oídos-. ¿Qué le dijiste?

– Simplemente que habías salido y que no tenía la autorización para decirle dónde estabas.

– ¿Y se quedó tan tranquilo? -¿por qué preguntó eso? ¿Por qué quería que la respuesta fuera negativa? Cerró los ojos. No debería importarle tanto. Su recuperación todavía no terminaba.

– No trató de sacarme tu dirección a la fuerza, si a eso te refieres.

– Bueno, gracias -Tara se sonrojó.

– Podrías ser más efusiva. ¿Esperabas que cayera rendida ante sus encantos? Parecía dispuesto a ir a buscarte.

– Claro que no -respondió la joven de inmediato.

– ¿Quieres comer algo? -preguntó Beth, sin parecer convencida.

– No si puedo pedirte que me lleves a casa previa escala en la tienda de los italianos para comprar pan y leche.

Tenían que pasar frente a Victoria House para llegar al apartamento de Tara. Esta mantenía la vista fija al frente, temerosa de que Adam pudiera asomarse por la ventana y verla. Beth no dijo nada, sólo esbozó una sonrisa.

– Sé que no puede verme. Ni siquiera conoce tu auto, pero me siento… vulnerable -confesó la joven.

Ya en el interior de su apartamento, se creyó más segura. Pasó ya más tranquila por encima de la correspondencia y periódicos acumulados en la entrada. Era su hogar. Representaba seguridad. Revisó los cuartos. Todo estaba tal como ella lo dejó, aparte del polvo acumulado de una semana. Hizo la limpieza rápidamente y se preparó un emparedado.

Se obligó a masticar y después lavó los platos, vació su maleta, lavó su ropa, cambió la cama y limpió la alfombra con la aspiradora. Luego abrió la correspondencia y la clasificó para encargarse de ella el lunes en la oficina. Eran labores tediosas que mantenían su mente distraída. Pero apenas eran las cinco de la tarde.

La desesperación la obligaba a mantenerse ocupada. Hornearía un pastel para Beth como muestra de agradecimiento por haberle prestado el coche, decidió. Encendió el aparato de radio, buscó una estación de música alegre y se dedicó a la tarea. Batía los ingredientes cuando escuchó un sonido insistente. Apagó la batidora. Alguien llamaba a su puerta.

Su primera intención fue la de ignorar al inoportuno. No quería ver a nadie y si llamaban a la casa de la vecina, siempre se podría decir: que no había escuchado.

Con un suspiro, apagó el radio. Nunca le gustó fingir. La única mentira intencional que pronunció y que alguien le creyó fue la que le dijo a Adam acerca de que deseaba a Hanna Rashid.

Una vez que decidió que abriría, lo hizo casi corriendo. No sabía cuánto más la esperada quien llamaba.

Pero al instante deseó haber seguido su intención inicial. Su visitante era la última persona a la que quería ver.

– Hola, Tara.

La joven dio un involuntario paso atrás. Al interpretar el gesto como una invitación a pasar, Jane Townsend cruzó el umbral.

– Me alegro de encontrarte en casa. Estaba a punto de retirarme. ¿Puedo usar tu baño? Me temo que Charlie requiere un urgente cambio de pañales.

Capítulo 9

POR asombrada que estuviera debido a la inesperada visita, Tara no pudo más que llevar a su indeseada visitante a su habitación y al baño anexo.

– Muy bonito apartamento -comentó Jane con aprecio-. Adam me lo describió -le lanzó una mirada de soslayo a Tara-. Menos el dormitorio, por supuesto.

– Claro que no -respondió Tara, molesta consigo misma por sonrojarse-. No lo ha visto.

– Eso fue lo que él me dijo -comentó Jane entre risas-, pero no le creí -al ver la expresión de Tara, enmendó-: Lo siento, no debo hacer bromas. De hecho, por el estado en que se encuentra, tiene que ser la verdad -le tendió al bebé-, ¿Puedes cuidarlo un momento mientras voy por su bolsa al auto?

Tara tomó en sus brazos al pequeño Charles Adam, quien la miraba con intensidad. En nada se parecía a Adam, de hecho, tampoco a Jane. Tal vez era por el cabello rubio que ya se empezaba a rizar. Lo tocó y el niño le atrapó el meñique para llevárselo a la boca.

Pasó un momento antes que Tara se diera cuenta de que no estaban solos. Levantó la vista y sorprendió a Jane observándolos. Se sintió expuesta de manera muy íntima.

– Le gustas. Nunca permite que lo tomen así.

– Todo un halago -Tara intentó sonreír.

– ¿Te sientes mejor, mi rey? -preguntó Jane cuando terminó de cambiar al pequeño y le dio un beso.

– Charles ha crecido mucho -comentó Tara al llevar a sus visitas a la sala. Se sintió una tonta por señalar lo obvio. Empezaba a comprender por qué las madres no dejan de parlotear acerca de sus hijos. Charles dominaba la habitación con su diminuta presencia. Pero su madre tenía algo más en mente.

– ¿Cómo estás, Tara? He estado tratando de llamarte la semana entera. Ya no tuvimos la oportunidad de hablar aquella vez que Adam se presentó de manera inesperada.

– Estuve fuera unos días. Hemos tenido mucho trabajo en la oficina y estaba agotada.

– Adam me pidió que viniera a verte tan pronto como regresaras para asegurarme de que estás bien. El tuvo que ir a Gales a arreglar un asunto de la nueva fábrica, según entiendo, y dado que no sabía cuándo regresarías, no tenía objeto prolongarlo más. Beth no quiso decirle a dónde fuiste -agregó, mirándola a los ojos.

– Le pedí que no lo hiciera -una jaqueca empezaba a molestarla y deseó que Jane se fuera. Durante unos momentos, sólo se escucharon los sonidos del bebé al chuparse un dedo.

– Está en condiciones terribles -comentó Jane y Tara guardó silencio. Se dijo que no le importaba por qué él estuviera mal, pero sus ojos la traicionaron y Jane continuó- Creo que nunca se había enamorado y a sus treinta y tres años, la primera vez debe de ser difícil para él. Si no estuviera sufriendo tanto, lo encontraría divertido -trató de sonreír-, ¿No podrías ser un poco más amable con él?

– ¿Amable? -Tara se abrazó como si así pudiera mitigar el dolor que le atenazaba del pecho-. No te comprendo, Jane, ¿acaso no lo amas?

– ¿A Adam? -Jane fruncía el entrecejo-. Claro que lo amo, aunque en este momento dudo que él me quiera mucho. El muy malvado dice que le salgo tan cara y le quito tanto tiempo como una esposa, sin gozar de los privilegios del matrimonio.

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