Liz Fielding - El Beso de un Extraño
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Por el bien de su agencia de empleos, decidió tolerar todos los insultos de Adam Blackmore al ponerse a su servicio.
Fue sólo hasta que él insistió en llevarla a Bahrein cuando empezó a preocuparse por la calidad de su relación…
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Tara le arrojó la engrapadora a la cabeza, pero fue demasiado tarde. Adam había desaparecido. El objeto golpeó la pared y cayó al suelo sin lastimar a nadie.
Beth se agachó a recogerlo cuando regresó, dejándola sobre el escritorio sin comentario.
– Te traje uno de queso crema y salmón ahumado. Creo que te mereces algo especial.
– Las adulaciones no te llevarán a ninguna parte, Beth Lawrence. ¿Cómo te atreviste a huir y dejarme sola con él?
– Lo siento -se disculpó Beth, sonrojada-, pero no tenía cara de que le agradaría tener público.
– Supongo que no -aceptó Tara con un suspiro al abrir el sobre. Contenía el certificado de autenticidad de las perlas y una nota breve: "Perdóname, hermosa Tara. No comprendí. Hanna".
En una tarjeta, ella escribió un escueto "Perdonado. Tara", la metió en el estuche, llamó a un servicio de mensajería internacional y envió de regreso los pendientes.
Una pálida y airada Mary Ogden hizo acto de presencia en la oficina a las tres de la tarde del día siguiente. -Lo siento, Tara, hice mi mejor esfuerzo, pero es imposible trabajar con ese hombre.
– ¿Dejaste al señor Blackmore? -preguntó la joven con desaliento
– Mi capacidad jamás ha sido puesta a prueba.
– Lo siento, Mary. Sé que no es el hombre más fácil del mundo para el cual trabajar… y entiendo que ha estado bajo una tensión terrible estos días. Pero en realidad esperaba que pudieras salir avante.
– Claro que habría podido hacerlo. Sólo le pedí que fuera un poco más despacio cuando me dictaba -asumió un aire indignado-. ¡Me dijo que su secretaria anterior podía seguirle el paso! -lanzó un bufido mientras mascullaba que nadie podía tomar dictado a esa velocidad-. Mi taquigrafía nada deja que desear y se lo dije.,
– ¿Fue cuando te pidió que te marcharas?
– No en esas palabras -Mary apretó los labios-. Simplemente, – me dijo que si no podía tomar su dictado, buscara un trabajo menos exigente. Le dije que he trabajado…
– Sí, Mary -Tara suspiró-. Nadie cuestiona tu experiencia. Siéntate y toma una taza de café -trató de calmar a la mujer, ofreciéndole colocarla en otra parte tan rápido como le fuera posible, y al fin la vio partir con alivio.
– ¿Crees que él esté tratando de enviarte un mensaje? -le preguntó Beth entre risas.
– ¿Qué? -exclamó Tara.
– Lo lamento -Beth levantó los brazos-, no es de mi incumbencia. ¿Qué vas a hacer ahora?
– No estoy segura, pero más me vale hacer algo -tomó el teléfono para buscar a alguien que reemplazara a Mary.
– ¿No crees que debiste ponerla sobre aviso? -preguntó Beth cuando Tara terminó la llamada.
– No. Eso sólo la pondría nerviosa -comentó Tara al volver a marcar y esperar impaciente que Adam contestara.
– Adam Blackmore -ladró él por la línea y Tara guardó silencio-. ¿Hola? -con voz más amistosa, pensó ella molesta, pero no lo suficiente. Después de una pausa escuchó una risa suave que la hizo estremecerse-. Hola, mi lady. Me preguntaba cuánto más tardarías en llamarme.
Capítulo 7
BUENAS tardes, Adam -a Tara le dolía la mano de tanto apretar el teléfono-. Tengo entendido que necesitas otra secretaría.
– Así es. ¿Sería demasiado pedirte que me envíes a una que sea capaz de tomar algunas notas sin que se ponga histérica?
– Mary nunca ha sufrido de histeria en su vida -le indicó ella con frialdad-. No comprendo tu problema, Adam. Es justo lo que pediste, incluyendo la ropa interior -agregó con los dedos cruzados-, con el bono adicional de que sabe mecanografiar.
Beth hacía gestos con las cejas en el otro extremo de la oficina, pero Tara la ignoró intencionalmente, recriminándose haber dicho algo tan estúpido. El sentido común del que siempre se preció la había abandonado. Se preguntó si Adam se lo habría robado al igual que el corazón.
– ¿Lo recuerdas? -preguntó Adam en voz baja.
Tara pasó saliva con dificultad. Claro que lo recordaba. Nunca olvidaría la forma en que la abrazó, el beso que la dejó aturdida. Sólo él había llenado su mente hasta que una fuerte sacudida la hizo volver a la realidad.
– ¿Tara? -insistió él.
– Claro que lo recuerdo -reconoció ella con calma aparente-. Tendrás una secretaria ejecutiva en tu oficina mañana a las ocho -ante el silencio de Adam, añadió con rapidez-: Es nuestra mejor taquígrafa. Generalmente no trabaja durante las vacaciones escolares, pero hará una excepción.
– Me alegra que tengas buena memoria -comentó Adam, ignorando lo que ella acababa de decir-. Té ayudará a guardar el calor las noches de invierno -hablaba sin emoción en la voz, pero cuando cortó la comunicación, Tara se estremeció.
Soltó el auricular como si la quemara y adoptó su mejor actitud profesional, pero él seguía atormentándola. ¿Por qué? Fue él quien dijo que no quería volver a verla. ¿Por qué no la dejaba seguir con su vida?
¿Qué vida?, inquirió una vocecita interna. Antes de conocer a Adam tenía su trabajo, un nuevo negocio que debía levantar con Beth, una agradable vida social y una adorable madrina en la región de los lagos que ahora sólo aparecía para bodas y entierros, pero la quería mucho.
Cierto, conservaba todo eso, pero ahora le parecía poco importante. Tal vez si tuviera familia, hermanos y hermanas, sería diferente. Pero ella nunca conoció a sus padres. Los señores Lambert la adoptaron al quedar huérfana, muy pequeña. La atendieron y amaron como si fuera su propia hija y ella nunca pensó en el pequeño Nigel más que como un hermano mayor hasta que él se fue a la universidad a estudiar diseño.
Lo extrañaba más de lo que imaginaba. Otras chicas reñían eternamente con sus hermanos, pero Nigel siempre estaba allí para ella, protegiéndola, siendo su mejor amigo. Cuando él le pidió que se casaran, a ella le pareció lo más normal, lo correcto.
Suspiró. Nunca hubo la pasión ardiente que Adam despertaba con su presencia o el sonido de su voz por el teléfono. Nigel no le convertía los huesos en gelatina, la sangre en fuego. Fue una relación cómoda y simple. Habrían sido felices si hubieran tenido la oportunidad. Pero una pequeña duda la molestaba. Si hubiera conocido a alguien como Adam, ¿habría sido suficiente? Tal vez eso había sido el matrimonio de Jane. Cómodo hasta que Adam Blackmore se metió bajo su piel como una espina.
La tarde se arrastró interminable. A pesar del trabajo que tenía sobre su escritorio, Tara se levantó a las cinco y media en punto y se puso el abrigo.
– ¿Qué prisa tienes? -le preguntó Beth, sorprendida.
– Ya estoy harta. Necesito un baño caliente, un tazón de pasta y una enorme barra de chocolate. El orden no importa.
– Conozco tos síntomas -comentó su socia, compadecida-. Ve a consentirte. Mañana te sentirás tan culpable que no tendrás tiempo para acordarte de tu corazón roto.
Tara estuvo a punto de negarlo, pero comprendió a tiempo que sería inútil. Beth era una romántica incurable, cada tercer día se enamoraba.
– ¿Dura esto mucho?
– Depende, cariño. ¿Cómo fue cuando Nigel murió?
– No fue igual, Beth -reveló la joven, tratando de recordar-. Lloré mucho. Lo amaba. Lo amé toda mi vida -negó con la cabeza-. Pero nunca fue como esto.
– Si quieres tomarte un descanso… unas vacaciones te vendrían bien…
– Tal vez un poco más adelante.
– Escucha. Olvida lo del baño por ahora. Ven a cenar espagueti a Alberto's conmigo. Pediremos una rebanada de ese maravilloso pastel de chocolate que él prepara y una botella de Chianti. El mejor cemento para reparar o remendar un corazón roto, te lo aseguro -comentó con una sonrisa- Confía en mí. Después podrás ahogarte en la bañera.
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