– En mil novecientos noventa y nueve.
– Ah -Ed se aclaró la garganta-. Creo que contaba con que lo tendrías dentro de una semana.
– Dile lo que quieras -Ed desapareció.
Kat siguió leyendo la receta del Pastel Princesa que intentaba hacer. Echó un huevo, tres yemas y tres cuartas partes de una taza de azúcar en la batidora. Georgia tarareaba una melodía muy triste. La batidora dio vueltas ruidosamente tres minutos. Cuando Kat la desenchufó, Georgia seguía tarareando.
– ¿Quieres dejar eso?
– ¿Dejar qué?
– ¡Dejar de canturrear esa malhadada canción!
– Pensé que iba de acuerdo con tu estado de ánimo -dijo Georgia con voz mansa. Miró la masa que Kat estaba batiendo-. Se supone que debes batirla simplemente, querida. No golpearla así… ¿crees que es la ola de calor lo que está afectando a tu humor últimamente?
– Si estás insinuando que es difícil trabajar conmigo…
– Creo que el calor te está afectando.
Kat levantó la cabeza y miró a su amiga.
– Lo siento -se disculpó con sinceridad-. Lo siento de verdad.
– Olvídalo. Tú has aguantado mis depresiones los últimos cinco años; ya era hora de que te devolviera el favor.
– No estoy deprimida.
– No, por supuesto; no lo estás.
Exasperada, Kat volvió a enchufar la batidora para batir las claras de los huevos. Ed asomó de nuevo la cabeza por la puerta, miró a Kat con cautela y desapareció otra vez. La chica que atendía la tienda entró en la cocina y, cuando Georgia movió la cabeza, salió de inmediato.
Los miércoles por la tarde se cocinaba en la tienda. La tradición se había hecho posible porque el edificio tenía un restaurante. Las instalaciones de cocina eran antiguas pero funcionaban bien. Los clientes adoraban los bocadillos Victorianos y la cocina era una de las aficiones favoritas de Georgia… pero no de Kat. Georgia no podía recordar un solo miércoles en el que Kat hubiera hecho algo más que probar los bollos.
Cuando Kat desenchufó de nuevo la batidora, Georgia inquirió:
– ¿Entonces irás este fin de semana con Mick a Nueva Orleáns?
Kat soltó la cuchara.
– ¿Ya no es sagrada la vida privada de nadie en este lugar? ¿Cómo te enteraste de que me invitó?
– Sus hijas no son muy discretas que digamos, ¿sabes? -explicó Georgia-. Al parecer tiene un tío llamado Bill, que cuidaría de las chicas, pero no sé qué vas a hacer tú con la tienda si te vas. Tendrás que dejarme a mí a cargo.
– No tengo por qué preocuparme porque no iré. Eso ya lo sabe Mick -Kat siguió preparando la masa de la tarta y luego la metió en el horno. Tardaría media hora en hacerse. Si estaba treinta minutos sin nada que hacer, se volvería loca.
– Creo que él piensa que sí irás.
– Eso es sólo porque no me escucha -Kat podría preparar el merengue en esa media hora. Eso le daría algo que hacer para calmar su nerviosismo-. Mick no me escucha. Es incapaz de entender la palabra no. Es taimado y no tiene escrúpulos. Además, es un mentiroso.
– ¿De verdad? -preguntó Georgia con fingido azoro-. Una diría al verlo que es la honradez personificada.
– Basta de bromas, Georgia. Hablo en serio -Kat comenzó a buscar en el armario de la cocina los ingredientes para hacer el merengue-. Me llamó el jueves por la mañana, consternado porque había sorprendido a Noel besándose con un chico. Sólo quería comer conmigo y charlar, o al menos eso dijo -se volvió para mirar a Georgia, llena de indignación-. ¿Qué podía hacer? ¿Ignorarlo? Estaba preocupado. No, podía dejarle…
– Por supuesto que no.
– Todo era una estratagema. Había alquilado una carroza tirada por caballos para dar un paseo alrededor de la bahía, decidió que comeríamos en la hierba cerca del agua y, para colmo, me llevó rosas.
– E1 muy perverso -murmuró Georgia con ironía.
– Me mintió, Georgia. No me invitó para hablar sobre su hija.
– Ni hablar, hay que lincharlo -concluyó su amiga.
– Puedes tomarlo a broma, pero no conoces toda la verdad -dijo Kat irritada. Comenzó a preparar el merengue-. Angie me llamó el sábado pasado por la noche. Había preparado su primera cena ella sola y estaba tan orgullosa que quería compartirla conmigo. Yo no podía herir sus sentimientos.
– Por supuesto que no.
– De modo que fui a su casa, esperando que fuéramos cuatro a la mesa. El menú fue pollo al vino, champaña y brócoli. La mesa estaba adornada con velas y los cubiertos eran de plata. Las chicas comenzaron a reírse como dos bobas en cuanto llegué.
– ¿Y te dejaron sola con Mick?
– El estaba al tanto -Kat agitó una cuchara delante de su amiga-. Dejó que sus hijas idearan ese plan. Sabe muy bien que las chicas se están encariñando mucho conmigo y se pasa la vida diciendo que tengo una influencia positiva en ellas y cuánto me necesitan. Está incitando deliberadamente a sus hijas a creer que puedo formar parte de sus vidas.
– Ese tipo es un villano. Un hombre que utiliza a sus propias hijas…
Kat ya no oía las bromas de Georgia. Su tono se volvió nostálgico, sus ojos se perdieron en la distancia.
– Y nunca, nunca le perdonaré lo de las camelias.
– ¿Camelias?
– ¿Recuerdas lo ocupadas que estuvimos el lunes? No llegué a casa hasta tarde. Estaba tan cansada que apenas podía andar. Lo único que deseaba era meterme en una bañera llena de agua caliente y perfumada, de modo que subí por la escalera y… allí estaban. Un enorme ramo de camelias blancas, delicadas, preciosas – miró a Georgia con desesperación-. Adoro las camelias.
Georgia asintió.
– Ese hombre es un auténtico rufián. No podía haber hecho nada más ruin que mandarte camelias.
– No puedo ir con él a Nueva Orleáns. Le dije que no iría a Nueva Orleáns, que no quiero tener con él una relación, que no quiero nada. Le dije que no y no hay vuelta de hoja, Georgia. Simplemente tengo que alejarme de él.
Georgia se dio cuenta de la espantosa mezcla que su amiga estaba haciendo en lugar de merengue y se apresuró a quitarle la cuchara y el tazón.
– Deja que sea yo quien haga el merengue, querida.
– No. Puedo hacerlo yo. Sé perfectamente bien lo que tengo que hacer… -las palabras se le atragantaron en la garganta.
Kat siempre había sabido lo que tenía que hacer y siempre lo había hecho bien. Hasta hacía poco. Ya no se podía concentrar en su trabajo, en su vida, en nada. Nada tenía sentido ya.
El simple, práctico, natural Mick había iniciado ese absurdo cortejo romántico cuando sabía que ella tenía un problema.
Camelias.
Para una mujer que no podía tener relaciones íntimas.
Iba a comprarle a ese hombre una camisa de fuerza. En cuanto dejara de sentirse tan triste.
Georgia dijo con naturalidad:
– Se llamaba Wynn.
– ¿Quién?
– El hombre de quien me enamoré. ¿Alguna vez te he hablado de él?
Kat volvió rápidamente la cabeza. Georgia sabía muy bien que jamás había mencionado su pasado.
– Era alto y atractivo. Era más bien esbelto, tenía algo de Paul Newman en los ojos. Tú sabes que estoy un poco acomplejada por mi peso, ¿verdad?
Kat asintió, y se compadeció de su amiga. Lo sabía.
– Sin embargo, a Wynn le gustaban las rollizas. También le gustaban las zarzamoras, los caramelos de menta y los libros. Tenía demasiado dinero. Tendía a preocuparse, todo el tiempo estaba tenso, no sabía relajarse. Yo lo calmaba, según decía. El no me calmaba a mí. Cuando estaba con él, me sentía muy inquieta y agitada -Georgia sonrió-. Lo dejé.
– Oh, querida… ¿por qué?
– Yo no podía tener hijos y él deseaba tenerlos. El conocía mi problema y me dijo que no importaba, que podíamos adoptarlos, pero yo temía que él llegara a odiarme por ser estéril. De modo que decidí facilitarle las cosas y me fui -Georgia metió un dedo en la mezcla, probó el merengue y quedó satisfecha con el resultado-. Eso pasó hace ya siete años. Creí haber hecho lo mejor para Wynn.
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