– Espera un minuto. ¿Qué quiere decir eso?
– Que el niño será castigado en ausencia de su padre.
– ¿Castigado, cómo?
– Ya no es uno de los nuestros.
Victoria la miró fijamente.
– ¿Lo abandonáis? ¿Tiene que arreglárselas solo? ¿Cuántos años tiene, nueve?
– Sí. Es la costumbre.
– Pues es horrible. ¿A nadie le importa que se muera de hambre?
– Debe ser castigado.
– ¡Pero si él no ha hecho nada malo!
Yusra suspiró.
– Hay cosas que no puedes entender. Son nuestras costumbres.
– Pues es una equivocación y no permitiré que ocurra.
– No podrás evitarlo.
– Ya verás cómo sí.
La reunión con el jefe de agricultura solía interesar a Kateb, no obstante, esa tarde sólo podía pensar en que Victoria estaba fuera, yendo y viniendo. La veía cada vez que pasaba por delante de la puerta abierta. No había mirado dentro, pero era evidente que lo estaba esperando, y que no estaba contenta.
Después de cinco minutos, Kateb detuvo la conversación y programó otra reunión para una semana más tarde. Cuando el hombre salió, Victoria lo miró y él le hizo un gesto para que entrase.
– ¿De qué era la reunión? -preguntó enseguida.
– De la cosecha de esta temporada.
– Estupendo. Porque hay gente que tiene que comer. Dime, ¿hay que estar en una lista para que te den comida?
Era evidente que estaba furiosa. Le brillaban los ojos y parecía tener ganas de lanzar algo.
A Kateb le sorprendió sentirse tan interesado por su malestar. Quería saber qué había pasado y, sobre todo, quería solucionar el problema.
Se levantó de la mesa y fue hacia ella. Tomó sus manos y la miró a los ojos.
– Cuéntame qué te pasa.
– No vas a creerlo -dijo ella, zafándose y empezando a andar de un lado a otro-. O tal vez sí. Yo no puedo creérmelo. Me gusta estar aquí. ¿Lo sabías? Creo que es un lugar precioso y que la gente es cariñosa y amable. Me encanta el palacio y La arquitectura y casi todo, pero esto es asqueroso.
– ¿A qué te refieres?
– Hay un niño, Sa’id. Al parecer, su madre ha muerto y su padre robó camellos. En vez de aceptar su castigo, el hombre ha huido, dejando a Sa’id solo. Debe de tener nueve años y vive en la calle. Nadie se ocupa de él, no le dan comida. Y estoy segura de que no va al colegio. ¿Dónde se supone que duerme por las noches? ¿Van a dejarlo morir de hambre?
Los ojos se le llenaron de lágrimas.
– No lo entiendo. Me caía muy bien Rasha, pero lo ha tratado como si no valiese nada. Yusra me ha dicho que no es asunto mío, pero no puedo dejar que un niño sufra y muera, sobre todo, delante de mis ojos. Lo odio y odio a las personas que permiten que esto pase.
Una lágrima corrió por su mejilla, se la limpió con impaciencia.
– Te juro por Dios. Kateb, que si me dices que no es asunto mío, te mataré cuando estés dormido.
El la abrazó.
– No, no lo harás.
– Pues desearé hacerlo.
– No es lo mismo.
Ella lo miró, pero no sonrió.
– Hay un niño muriéndose de hambre en tu pueblo. Tienes que solucionarlo.
– No entiendes nuestras costumbres. Parecen duras…
Ella retrocedió.
– Son duras. Sí, el padre de Sa’id es un cretino, pero eso no es culpa del niño. No puede cambiar a su padre. No puede hacer nada para solucionar las cosas.
– Las normas son duras -repitió Kateb-, pero tienen una finalidad. Otros adultos ven sufrir al niño y saben que su comportamiento tiene consecuencias.
– No puedo creer que vayáis a dejarlo morir en la calle. ¿Qué pasará luego? ¿Quién se llevará su cuerpo? ¿O dejaréis que se lo coman los perros? -siguió llorando-. No puedo aceptarlo. No lo haré.
El volvió a abrazarla. Victoria se apoyó en él y lloró como si se le estuviese rompiendo el corazón.
– No puedes permitirlo -le susurró.
Él le acarició la espalda y murmuró su nombre.
«Tanto dolor por un niño al que casi no conoce», pensó. Victoria tenía una dulzura, una ternura que él no había conocido hasta entonces. Necesitaba ser protegida de la dureza del mundo. Y, al mismo tiempo, tenía una fuerza digna de admiración. Veía las cosas claras en ocasiones en los que los demás sólo ponían excusas.
Por fin dejó de llorar. El tomó su rostro y se lo limpió.
– ¿Dónde está ahora? -le preguntó.
– Con una de las sirvientas. Es una pariente lejana. Al menos, eso pienso.
– Haz que traigan al niño. Hablaré con él.
Victoria corrió a llamar por teléfono a la zona de servicio. En menos de diez minutos, el niño estaba allí acompañado de una joven.
– Príncipe Kateb -dijo la chica-. Este es Sa’id.
El niño se agachó. Parecía aterrado, pero no se movió del centro de la habitación.
– ¿Sabes quién soy? -le preguntó Kateb. Sa’id asintió.
– El príncipe. Y tal vez el nuevo líder, pero no estoy seguro. He oído hablar a la gente, aunque nadie quiere que me acerque.
Victoria dio un paso hacia él, pero Kateb la detuvo con una mirada.
– Me han dicho que estás viviendo en la calle.
– Mi madre murió y mi padre… -levantó la barbilla-. Mi padre es un hombre malo y un cobarde. Robó camellos y luego huyó -tragó saliva-. Ahora estoy solo. A veces es duro tener hambre, pero intento ser valiente.
Kateb se dio cuenta de que Victoria quería que hiciese algo, que se compadeciese de él a pesar de las tradiciones. Sabía que le rogaría por él, como había rogado por su padre. Miró a la sirvienta.
– Haremos un lugar para el niño, aquí en palacio -volvió a mirar al niño-. ¿Te asusta el trabajo duro?
– No, señor siempre ayudaba a mi padre. Soy fuerte y no como mucho -parecía esperanzado y resignado al mismo tiempo.
– Comerás todo lo que quieras -le dijo Kateb-. Necesito que me sirvan hombres fuertes y para eso, tienes que crecer. Así que comerás, dormirás bien y trabajarás. Cuando hayas terminado, jugarás, como todos los niños. ¿Lo has entendido?
Sa’id asintió y sonrió por primera vez desde que había entrado en la habitación.
La sirvienta se aclaró la garganta.
– Señor, ¿puedo responsabilizarme de Sa’id? Lo conozco de toda la vida. Es un buen chico y nos haremos compañía.
– Gracias -le dijo Kateb-. Hablaré con Yusra para que tengas tiempo libre para estar con él.
La chica tomó a Sa’id de la mano y lo sacó de la habitación. El niño se detuvo en la puerta para despedirse de Victoria con un ademán.
En cuanto se hubieron marchado, ésta fue hasta donde estaba Kateb.
– ¿Lo has convertido en un sirviente? ¿Tiene nueve años y va a tener que fregar suelos? ¿Qué hay de la escuela? ¿Qué hay de su educación?
– Deberías darme las gracias por haberlo sacado de la calle. Ahora tiene la protección del príncipe. Eso significa que estará a salvo.
– Y será un sirviente.
– Por ahora -dijo él con paciencia-. Hasta que me proclamen líder, el poder que tengo aquí es mínimo. En cuanto tenga el liderazgo, perdonaré a Sa’id y permitiré que vuelva a vivir como cualquier niño del pueblo.
– Ah -dijo ella más tranquila-. Eso no lo habías dicho.
– No me habías dado oportunidad. Enseguida me juzgas.
– No a ti -admitió-, pero sigo enfadada con Yusra y Rasha.
– Nuestras costumbres son diferentes.
Ella se puso en jarras.
– No quiero volver a oír eso. No hay excusa para lo que le había pasado a Sa’id.
– Yusra es tu amiga. ¿Y acaso ya no vas a apoyar el proyecto de Rasha?
– ¿Quieres decir que las estoy juzgando con demasiada dureza?
– Estoy diciendo que nuestras costumbres son diferentes. Los niños suelen ilustrar lo mejor y lo peor de nuestra cultura. La prueba es Sa’id.
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