Susan Mallery - La amante cautiva

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Vendida… a un atractivo príncipe del desierto
Victoria McCallan había decidido ofrecerse como pago a las deudas de juego de su padre al príncipe Kateb de El Deharia. Sin embargo, la joven secretaria, que trabajaba en palacio, no esperaba que el príncipe le hiciese una contraoferta… Cuando el príncipe Kateb, viudo desde hacía cinco años, se llevó a Victoria al desierto para que fuera su amante durante seis meses, no lo hizo con la intención de enamorarse de ella. Pero la descarada estadounidense no tardó en tentarlo. El príncipe estaba obligado a tomar una esposa de su misma condición social, pero el corazón de Kateb le pedía que actuase de otro modo…

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Rasha la saludó con mucho cariño.

– Hemos estado muy emocionadas desde tu última visita -le dijo a Victoria-. Hemos ideado varios diseños nuevos. ¿Te gustaría verlos?

Victoria estudió los diseños de tres pares de pendientes, un par de pulseras y un colgante. Todas eran piezas delicadas, pero sólidas. Increíbles.

– No sé cómo lo haces -dijo, tocando el papel-. ¿Hay algo que te inspire? Rasha rió.

– A veces. Otras, juego con las formas hasta que sale una que me gusta. Es difícil de explicar -miró el maletín que llevaba Victoria en la mano-. ¿Son buenas o malas noticias?

– Buenas. Tengo un plan de negocio. Y a Kateb le gusta -le dio una carpeta a Rasha y dejó las otras encima de la mesa-. Podemos verlo juntas y luego lo discutes con las otras artistas. Cuando hayáis tomado una decisión, házmelo saber y, si quieres, seguiremos adelante.

Victoria repasó su plan página por página. Rasha sólo frunció el ceño al ver las cifras.

– Es mucho dinero -murmuró-. No sé cuánto vamos a tardar en ahorrarlo. Muchos años.

– No se espera que obtengáis vosotras el dinero. Kateb financiará la expansión. Como prueba de su apoyo, os ofrecerá un préstamo a un interés muy bajo. Cree en ti y en las otras mujeres, Rasha. Aprecia vuestro talento y quiere que tengáis éxito.

– ¿El príncipe nos financiará? ¿Nos ofrece su apoyo?

Victoria sonrió.

– Así os será mucho más fácil vendérselo a vuestros maridos, ¿verdad?

– Mucho más. ¿Cómo lo has convencido? ¿Qué le has dicho?

– Le he ensañado las cifras y él mismo ha visto las posibilidades. Le interesa diversificar la economía del pueblo. Vais a traer mucho dinero al pueblo, y él lo respeta.

Rasha sonrió de oreja a oreja.

– El príncipe nos aprecia.

Tomó los papeles y corrió a la otra habitación.

Las demás mujeres la rodearon. Ella les explicó todo. Victoria deseó decirles que Kateb era como cualquier otro hombre, pero sabía que no la entenderían.

Al menos, era un buen líder. Los ancianos habían elegido bien.

¿Se daría cuenta de ello la mujer que se casase con él por obligación? ¿Entendería que estaba solo? ¿Lo apoyaría y lo reconfortaría? ¿Se daría cuenta de que podía ser muy bueno, pero que no quería que todo el mundo viese sus puntos débiles?

En cualquier caso, aquello no era asunto suyo. Para cuando él hubiese elegido esposa, ella estaría muy lejos de allí. Debía sentirse feliz por ello, pero no podía.

– Estamos encantadas -le dijo Rasha-. ¿Cómo podemos agradecerte la ayuda?

– Me estoy divirtiendo mucho con todo esto. No te preocupes.

Rasha sonrió.

– Diseñaremos una colección llamada Princesa Victoria.

– No soy una princesa -contestó ella, a pesar de gustarle la idea-. Sólo soy… la chica del harén.

– Pero seguro que el príncipe Kateb ha visto que eres un tesoro.

– Seguro -dijo ella en tono de broma-. Voy a dejaros las copias del plan de negocio para que lo leáis más despacio. Hablaremos dentro de un par de días para concretar los detalles.

– Sí. Estupendo.

Rasha la acompañó a la puerta. Al abrirla, Victoria vio al mismo niño del otro día en el jardín.

– Márchate Sa’id -le pidió Rasha-. No queremos que estés aquí.

Los ojos del niño se llenaron de lágrimas.

A Victoria le sorprendió que Rasha le hubiese hablado con tanta dureza.

– ¿Quién es?

– Nadie. Un niño del pueblo. Mi hermana tiene una amiga que hace ropa preciosa. ¿Podríamos vender su trabajo del mismo modo?

– Tal vez -contestó Victoria, observando cómo el niño desaparecía por la esquina-. ¿Dónde están sus padres? No debe de ser muy mayor.

– Su madre murió. Su padre… se marchó hace poco del pueblo.

– ¿No tiene familia?

Rasha se encogió de hombros.

– ¿Quién le da de comer? -quiso saber Victoria-. ¿Dónde duerme?

– Eso no debe preocuparte. Estará bien.

Rasha volvió a sacar el tema de la ropa y Victoria le prometió que lo pensaría, sobre todo para marcharse enseguida y buscar al niño.

¿Cómo era posible que Rasha fuese tan insensible con un niño? Siempre le había parecido una mujer cariñosa y amable, pero había tratado a Sa’id como a un gato callejero.

Victoria giró la misma esquina que el niño. Lo vio sentado en una puerta, limpiándose la cara. Estaba dando patadas al empedrado de la calle con los pies descalzos.

– ¿Sa’id? -lo llamó ella.

El niño levantó la vista y sonrió.

– Hola.

– Hola, soy Victoria.

– Tienes el pelo bonito.

– Recuerdo que te gustaba.

Estaba muy delgado y cubierto de polvo y mugre. Iba vestido con harapos. Ella no sabía mucho de niños. ¿Qué edad tendría? ¿Siete? ¿Nueve años?

Se agachó a su lado.

– Sa’id, ¿dónde vives?

El dejó de sonreír.

– Tengo que irme.

– No, por favor. ¿Tienes casa?

Los ojos del niño volvieron a llenarse de lágrimas.

– No.

– ¿Y no tienes familia?

– No -dijo él, limpiándose los ojos.

A Victoria, que sólo se había encontrado con gente amable en el pueblo, le extrañó que hubiese un niño solo en la calle.

– Debes de tener hambre -le dijo-. Es casi hora de comer. Yo tengo hambre. ¿Te gustaría venir conmigo a comer algo?

Sa’id abrió mucho los ojos.

– Vives en el Palacio de Invierno.

– Sí, ya lo sé.

– Yo no puedo entrar.

– ¿Por qué no? -Porque no puedo.

– Pero si yo vivo allí y tú vienes conmigo, tendrías que poder entrar, ¿no crees?

– Tal vez.

Victoria se incorporó y le tendió la mano.

– Claro que sí, porque lo digo yo y porque tengo el pelo bonito.

El niño sonrió.

– De acuerdo -y le dio la mano.

Victoria entró por la parte trasera del palacio. No quería causar problemas hasta que no supiese lo que estaba pasando, pero estaba decidida a dar de comer al niño.

Acababa de entrar en la cocina cuando se dio cuenta de que las cocineras hablaban en un idioma extraño acerca de manos sucias y lugar sagrado, así que llevó al niño a un cuarto de baño y los dos se lavaron las manos. Luego, fueron al comedor de servicio. Victoria lo sentó a una mesa y fue por comida.

Cuando volvió con la bandeja, una de las sirvientas se acercó a ella y le hizo una leve reverencia.

– Señorita Victoria, ¿ha traído usted a Sa’id a palacio? -la chica parecía asustada.

– Sí. ¿Hay algún problema?

La sirvienta debía de tener unos dieciocho años, era lista, guapa y sonriente, pero en esos momentos se mordía el labio inferior.

– No, por supuesto que no. Usted es la amante del príncipe. Conozco al niño. Su madre y la mía eran primas políticas. Me ha sorprendido verlo aquí.

– A mí me ha sorprendido verlo en la calle. ¿Sabes por qué vive allí?

La chica negó y bajó la cabeza.

Victoria pensó que le haría las preguntas a Yusra.

– ¿Puedes sentarte con él hasta que averigüe qué está pasando?

La chica sonrió.

– Con mucho gusto. Ya he terminado mi jornada. Puedo llevármelo a mi habitación.

Victoria observó cómo hablaba la muchacha con Sa’id. El niño asintió y se comió lo que le había llevado como si llevase días en ayunas.

No tardó en encontrar a Yusra, que estaba frente a un armario lleno de toallas y sábanas.

– El niño Sa’id -le dijo sin más-. ¿Lo conoces? Vive en la calle. Al parecer, no tiene familia.

Yusra dejó la toalla que tenía en la mano.

– Lo conozco. Su madre murió hace un tiempo. Su padre robó camellos y en vez de aceptar su castigo, huyó al desierto. El niño carga con la deshonra de su padre -volvió a mirar las toallas.

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